Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

– Un minuto.

– Siéntate.

– Faste me cabreó tanto antes que perdí los nervios.

– Cuando me ha dicho que te le echaste encima, supe que había pasado algo. Por eso entré a pedir disculpas.

– Me soltó que yo quería estar a solas con Miriam Wu porque ella me ponía.

– Haré como si no hubiera oído eso; pero está tipificado como acoso sexual. ¿Quieres poner una denuncia?

– Le pegué una bofetada. Me doy por satisfecha.

– Vale, lo interpretaré como que te sentiste extremadamente provocada por él.

– Así fue.

– Hans Faste tiene un problema con las mujeres con carácter.

– Ya me había dado cuenta.

– Tú eres una mujer con carácter y una excelente policía.

– Gracias.

– De todos modos te agradecería que te abstuvieras de ir por ahí propinándole palizas al personal.

– No se repetirá. Al final hoy no he tenido tiempo de registrar la mesa de Dag Svensson de Millennium.

– Ya íbamos retrasados con eso. Lo retomaremos el lunes con más ganas. Ahora vete a casa y descansa.

Niklas Eriksson se detuvo en la estación central y se tomó un café en George. Estaba desmoralizado. Se había pasado toda la semana esperando que arrestaran a Lisbeth Salander en cualquier momento. Si ella oponía resistencia, hasta era posible que, con un poco de suerte, algún policía caritativo le pegara un tiro.

Una fantasía de lo más atrayente.

Pero Salander seguía en libertad. Y no sólo eso; ahora Bublanski empezaba a plantearse la posibilidad de que existieran otros presuntos asesinos. Un panorama poco alentador.

Estar a las órdenes de Sonny Bohman era, de por sí, bastante malo -de hecho, el hombre era de lo más aburrido y falto de imaginación que se podía encontrar en Milton-; pero, encima, estar subordinado a Sonja Modig era el colmo.

Se trataba de la persona que se cuestionaba la pista Salander más que ninguna otra y, con toda probabilidad, la artífice de las dudas de Bublanski. Niklas Eriksson se preguntaba si el agente Burbuja se habría enrollado con esa jodida puta. No le sorprendería; Bublanski se comportaba con ella como un auténtico calzonazos. De todos los policías de la investigación sólo Faste tenía los suficientes cojones para decir lo que pensaba.

Niklas Eriksson reflexionó.

Esa mañana, en Milton, Bohman y él tuvieron una breve reunión con Armanskij y Fräklund. Las pesquisas de toda la semana habían resultado infructuosas y Armanskij estaba frustrado porque nadie parecía haber encontrado una explicación a los asesinatos. Fräklund propuso que Milton Security se replanteara a fondo su compromiso; Bohman y Eriksson tenían cosas más importantes que hacer que prestarle ayuda gratuitamente al cuerpo de policía.

Armanskij lo meditó un rato y luego decidió que Bohman y Eriksson continuaran otra semana más. Si para entonces no conseguían ningún resultado, abandonarían la misión.

En otras palabras, a Niklas Eriksson le quedaba todavía una semana antes de que le cerraran las puertas de la investigación. No sabía muy bien qué hacer.

Al cabo de un rato sacó el móvil y llamó a Tony Scala, un periodista freelance que solía escribir chorradas para una revista masculina y con el que Niklas Eriksson se había cruzado en un par de ocasiones. Eriksson lo saludó y le comentó que poseía información sobre la investigación de los asesinatos de Enskede. Le explicó las causas por las que él había acabado, de repente, en medio de la investigación policial más candente de los últimos años. Como era de esperar, Scala mordió el anzuelo: aquello podía suponer colarle un reportaje a uno de los grandes periódicos. Quedaron en verse para tomar un café una hora más tarde en Aveny, en Kungsgatan.

El rasgo más característico de Tony Scala era que estaba gordo. Muy gordo.

– Si quieres información, tendrás que hacer dos cosas.

– Shoot.

– Primero, Milton Security no debe aparecer en el texto. Nosotros somos meros asesores, y si se menciona a Milton, alguien podría sospechar que yo filtro información.

– Pero lo cierto es que es toda una primicia que Lisbeth Salander trabajara para Milton.

– Limpieza y cosas así -precisó Eriksson, zanjando el asunto-. Eso no es noticia.

– De acuerdo.

– Segundo, debes enfocar el texto de tal manera que se insinúe que es una mujer la que ha filtrado la información.

– ¿Por qué?

– Para desviar las sospechas de mi persona.

– De acuerdo. ¿Qué tienes?

– La amiga lesbiana de Salander acaba de aparecer.

– ¡Ufff! ¿La tía que estaba empadronada en Lundagatan y que había desaparecido?

– Miriam Wu. ¿Te sirve de algo?

– Sí, hombre. ¿Dónde se había metido?

– En el extranjero. Dice que no ha oído hablar de los asesinatos.

– ¿Es sospechosa de algo?

– No, de momento no. La han interrogado hoy mismo y la han soltado hace tres horas.

– Vale. ¿Y tú te crees su historia?

– Yo creo que miente como una bellaca. Sabe algo.

– De acuerdo.

– Pero échale un vistazo a su historial. Tenemos a una tía que ha practicado sexo sadomaso con Salander.

– ¿Y eso cómo lo sabes?

– Lo confesó en los interrogatorios. Además, encontramos esposas, ropa de cuero, látigos y toda la parafernalia durante el registro domiciliario.

Lo de los látigos constituía una pequeña exageración. Bueno, era una mentira, pero seguro que a esa puta china también le iban los látigos.

– ¿Me estás tomando el pelo? -dijo Tony Scala.

Paolo Roberto fue de los últimos en abandonar la biblioteca antes de que cerraran. Había pasado la tarde leyendo, línea a línea, todo lo que se había escrito sobre la caza de Lisbeth Salander.

Salió a Sveavägen desanimado y desconcertado. Y hambriento. Se fue a McDonald's, pidió una hamburguesa y se sentó en un rincón.

«Lisbeth Salander una triple asesina.» No se lo podía creer. No de esa condenada y chiflada chica enclenque y diminuta. Pensó si debería hacer algo. Y en tal caso, ¿qué?

Miriam Wu había cogido un taxi de vuelta a Lundagatan y, al llegar, contempló el desastre de su piso recién reformado. El contenido de los armarios, las cajas de almacenaje y los cajones de las cómodas había sido extraído y clasificado. Toda la casa estaba llena del polvo para detectar las huellas dactilares. Sus juguetes sexuales más privados se hallaban amontonados sobre la cama. A primera vista, no faltaba nada. Su primera reacción fue llamar a Södermalms Lås-Jour para encargar la instalación de una cerradura nueva. El cerrajero llegaría en una hora.

Encendió la cafetera eléctrica y negó, incrédula, con la cabeza: «Lisbeth, Lisbeth, ¿en qué maldito lío te has metido?»

La llamó desde el móvil, pero la única respuesta que obtuvo fue que el abonado no se encontraba disponible. Permaneció mucho tiempo sentada a la mesa de la cocina intentando hacerse una idea de la situación. La Lisbeth Salander que ella conocía no era una asesina psicópata, pero por otra parte, Miriam tampoco la conocía especialmente bien. Es cierto que Lisbeth se mostraba apasionada en la cama, aunque también podía resultar fría como un témpano cuando le daba el punto.

No sabía qué creer y decidió aparcar el tema hasta que viera a Lisbeth y ella le diera una explicación. De pronto le entraron ganas de llorar. Se pasó varias horas recogiendo la casa.

A las siete de la tarde la puerta ya contaba con una cerradura nueva y el piso se podía considerar habitable. Se duchó. No había hecho más que sentarse en la cocina, ataviada con una bata oriental de seda en colores negro y oro, cuando llamaron al timbre. Al abrir se encontró con un hombre excepcionalmente gordo y sin afeitar.

– Hola, Miriam. Me llamo Tony Scala, soy periodista. ¿Podrías contestarme a algunas preguntas?

Lo acompañaba un fotógrafo que disparó un flash en la cara de Miriam.

89
{"b":"112874","o":1}