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– ¿No has leído ningún periódico durante la última semana? ¿Has estado en el extranjero?

Miriam Wu, aturdida, empezó a mostrarse insegura.

– No, no he leído los periódicos. He pasado dos semanas en París visitando a mis padres. Como quien dice, acabo de aterrizar en la estación central.

– ¿Has ido en tren?

– No me gusta volar.

– ¿Y no has visto ningún periódico hoy?

– Nada más bajarme del tren nocturno he cogido el metro hasta casa.

El agente Burbuja reflexionó. Esa mañana no había nada sobre Salander en las portadas de los periódicos. Se levantó, abandonó la sala y volvió al cabo de un minuto con la edición del domingo de Pascua de Aftonbladet que tenía la fotografía de pasaporte de Lisbeth Salander en primera página.

A Miriam Wu por poco le da algo.

Mikael Blomkvist siguió la ruta descrita por Gunnar Björck, de sesenta y dos años de edad, para llegar a su casa de campo de Smådalarö. Aparcó y constató que «la casa de campo» era, en realidad, un moderno chalé con vistas a la bahía de Jungfrufjärden acondicionado para todo el año. Subió andando por un camino de grava y llamó a la puerta. Gunnar Björck tenía un aspecto muy similar a la fotografía del pasaporte que Dag Svensson había hallado.

– Hola -dijo Mikael.

– Vaya, veo que no se ha perdido.

– No.

– Pasa. Podemos acomodarnos en la cocina.

– Muy bien.

Aunque cojeaba ligeramente, Gunnar Björck parecía gozar de buena salud.

– Estoy de baja -dijo.

– Nada serio, espero -respondió Mikael.

– Dentro de poco me operan de una hernia discal. ¿Quiere café?

– No, gracias -contestó Mikael. Se sentó en una silla de la cocina, abrió el maletín del ordenador y extrajo una carpeta. Björck se sentó enfrente.

– Su cara me suena. ¿Nos conocemos de algo?

– No -contestó Mikael.

– Es que su cara me suena muchísimo.

– A lo mejor me ha visto en los periódicos.

– ¿Cómo me ha dicho que se llamaba?

– Mikael Blomkvist. Soy periodista y trabajo en la revista Millennium.

Gunnar Björck parecía confuso. Luego cayó en la cuenta. «Kalle Blomkvist. El caso Wennerström.» Pero seguía sin comprender las implicaciones.

– Millennium. No sabía que se dedicaran a los estudios de mercado.

– Sólo en casos excepcionales. Quiero que eche un vistazo a estas tres fotografías y luego me diga cuál le gusta más.

Mikael colocó tres fotos de chicas en la mesa. Una de ellas la había descargado de una página porno de Internet. Las otras dos eran fotos de pasaporte ampliadas y en color.

De repente, Gunnar Björck se puso lívido.

– No entiendo nada.

– ¿No? Esta es Lidia Komarova, de dieciséis años, de Minsk, Bielorrusia. Al lado está Myang So Chin, conocida como Jo-Jo, de Tailandia. Tiene veinticinco años. Y por último, Jelena Barasowa, de diecinueve años, de Tallin. Usted contrató los servicios sexuales de las tres y ahora yo me pregunto cuál fue la que más le gustó. Plantéeselo como un estudio de mercado.

Bublanski miró desconfiado a Miriam Wu, quien le devolvió la mirada airadamente.

– Resumiendo: afirmas que conoces a Lisbeth Salander desde hace más de tres años. Ella, sin compensación económica alguna por tu parte, te ha cedido el piso y se ha largado. Te acuestas con ella de vez en cuando, pero no sabes dónde vive, a qué se dedica ni cómo se gana la vida. ¿Pretendes que me crea eso?

– Me importa una mierda si te lo crees o no. No he cometido ningún delito y la manera en que yo elija vivir mi vida y las personas con las que me acuesto no son asunto tuyo. Ni de nadie.

Bublanski suspiró. Esa mañana, la noticia de la repentina aparición de Miriam Wu le había producido una sensación de liberación. «Por fin un avance.» Sin embargo, las respuestas de la chica eran cualquier cosa menos esclarecedoras. De hecho, se podían tildar de peculiares. La cuestión era que él creía a Miriam Wu. Contestaba clara y nítidamente, y sin titubear. Podía dar cumplida cuenta de los lugares y los momentos en los que había visto a Salander, y ofreció una descripción tan detallada de su mudanza a Lundagatan que tanto Bublanski como Modig llegaron a la conclusión de que una historia tan fuera de lo común no podía ser más que verdadera.

Hans Faste había presenciado el interrogatorio de Miriam Wu con una creciente sensación de irritación, pero consiguió mantener la boca cerrada. A su parecer, Bublanski se pasaba de blando con la chinita, que se mostraba claramente arrogante y gastaba mucha labia para evitar contestar a la única pregunta de importancia, a saber: ¿en qué lugar del puto y ardiente infierno se escondía la maldita zorra de Lisbeth Salander?

Pero Miriam Wu ignoraba el paradero de Lisbeth Salander. No sabía dónde trabajaba. Nunca había oído hablar de Milton Security. Nunca había oído hablar de Dag Svensson ni de Mia Bergman y, por consiguiente, no podía contestar ni una sola pregunta de interés. No tenia ni idea de que Salander estuviera bajo tutela administrativa, de que hubiera sido ingresada en instituciones mentales a la fuerza durante su adolescencia ni de que contara en su haber con elocuentes informes psiquiátricos.

En cambio, podía confirmar que ella y Salander habían acudido al Kvarnen, que se besaron allí, que luego regresaron a la casa de Lundagatan y que se despidieron a la mañana siguiente. Unos días después, Miriam Wu cogió el tren a París, donde permaneció totalmente ajena a la actualidad sueca. A excepción de una rápida visita para dejarle las llaves del coche, no había visto a Lisbeth desde la noche del Kvarnen.

– ¿Las llaves del coche? -preguntó Bublanski-. Salander no tiene coche.

Miriam Wu explicó que se había comprado un Honda color burdeos que estaba aparcado delante de su casa. Bublanski se levantó y miró a Sonja Modig.

– ¿Puedes encargarte del interrogatorio? -dijo para, acto seguido, abandonar la sala.

Tenía que buscar a Jerker Holmberg y pedirle que realizara la investigación técnica del Honda color burdeos. Pero, sobre todo, necesitaba estar solo para reflexionar.

Gunnar Björck, de baja por enfermedad, jefe adjunto del departamento de extranjería de la Säpo, la policía de seguridad de Suecia, se había quedado de color ceniza en la cocina que tenía unas bellas vistas a Jungfrufjärden. Mikael lo contemplaba con una paciente y neutra mirada. A esas alturas ya estaba convencido de que Björck no tenía absolutamente nada que ver con los asesinatos de Enskede. A Dag Svensson no le había dado tiempo a entrevistarse con él, de modo que Björck ignoraba por completo que su nombre y su fotografía pronto aparecerían en un revelador reportaje sobre puteros.

Björck sólo aportó un detalle de interés; daba la casualidad de que conocía personalmente al abogado Nils Bjurman. Se habían conocido en el club de tiro de la policía del que Björck fue miembro activo durante veintiocho años. Durante una época, él y Bjurman incluso formaron parte de la junta directiva. No es que mantuvieran una estrecha amistad, pero quedaban de vez en cuando en su tiempo libre y a veces cenaban juntos.

Llevaba varios meses sin ver a Bjurman. Por lo que él recordaba la última vez, había sido a finales del verano anterior, cuando tomaron una cerveza en una terraza. Lamentaba que Bjurman hubiese sido asesinado por aquella psicópata, aunque no pensaba asistir al entierro.

Mikael le estuvo dando vueltas a esa coincidencia, pero al final se le agotaron las preguntas. Bjurman debía de haber conocido a centenares de personas en su vida privada y profesional. Que diera la casualidad de que conociera a una persona que figuraba en el material de Dag Svensson no resultaba inverosímil ni estadísticamente relevante. Mikael acababa de descubrir que hasta él mismo conocía lejanamente a un periodista que también figuraba en el material de Dag Svensson.

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