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Todos se encogieron de hombros. Era una pregunta que nadie podía contestar.

– ¿Qué debemos pensar de Blomkvist? -inquirió Hans Faste.

– Se hallaba en aparente estado de shock -contestó Mårtensson-, pero actuó correcta y lúcidamente, y lo que me dijo me pareció creíble. Su hermana confirmó la llamada telefónica y el viaje en coche. No creo que esté implicado.

– Es un famoso periodista -intervino Sonja Modig.

– Esto se va a convertir en un circo mediático -previo Bublanski-. Razón de más para que lo resolvamos cuanto antes. De acuerdo… Jerker, tú, naturalmente, te encargarás del lugar del crimen y de los vecinos. Faste, tú y Curt os ocuparéis de las víctimas; averiguad quiénes eran, a qué se dedicaban, en qué círculos sociales se movían y quién podía tener motivos para matarlos. Sonja, tú y yo repasaremos los testimonios aportados. Luego averiguaras las actividades que Dag Svensson y Mia Bergman realizaron durante las últimas veinticuatro horas antes de que los asesinaran. Nos reuniremos de nuevo a las dos y media.

Mikael Blomkvist se sentó en la mesa que le habían asignado a Dag Svensson en la redacción. Primero permaneció quieto un buen rato, como si no fuese realmente capaz de acometer la tarea. Luego encendió el ordenador.

Dag Svensson tenía un portátil propio y casi siempre se quedaba trabajando en casa, pero también acudía a la redacción más o menos dos días por semana, y últimamente más a menudo. En Millennium tenía a su disposición un viejo PowerMac G3 que se encontraba en aquella mesa y que los colaboradores ocasionales podían usar. Mikael encendió el viejo G3. Se encontró con algunas de las cosas con las que había trabajado Dag Svensson. Principalmente había empleado el G3 para realizar búsquedas por Internet, pero allí también había algunas carpetas que había copiado de su portátil. Sin embargo, Dag Svensson tenía una copia de seguridad completa en dos discos zip que guardaba bajo llave en los cajones de la mesa. A diario hacía copias del material nuevo y del que iba actualizando. Como no había pasado por la redacción durante los últimos días, la copia de seguridad más reciente databa del domingo por la noche. Faltaban tres días.

Mikael hizo una copia de los zips y los guardó bajo llave en el armario de seguridad de su despacho. Luego dedicó cuarenta y cinco minutos a repasar el contenido del disco original: una treintena de carpetas e incontables subcarpetas. Se trataba de la investigación realizada por el propio Dag Svensson durante cuatro años para su libro sobre el trafficking. Mikael leyó los nombres de los documentos buscando algo que pudiera contener material sensible: los nombres de las fuentes protegidas de Dag Svensson. Advirtió que Dag Svensson había sido muy meticuloso con las fuentes; todo ese material estaba en una carpeta denominada «Fuentes/secreto». En la carpeta había ciento treinta y cuatro documentos de diverso tamaño, la mayoría bastante pequeños. Mikael los marcó todos y los eliminó. No los envió a la papelera de reciclaje; los llevó a un icono del programa Burn que, no sólo los tiraba a la papelera, sino que los borraba byte a byte.

Luego se metió en el correo de Dag Svensson. A Dag le habían dado una dirección temporal en millennium.se, que usaba tanto en la redacción como en su ordenador portátil. También disponía de una contraseña personal, algo que a Mikael, sin embargo, no le representaba ningún problema ya que podía acceder al servidor. Descargó el correo electrónico de Dag Svensson y lo copió en un Cd.

Por último, le metió mano a la montaña de papeles que, como material de referencia, apuntes, recortes de prensa, sentencias y correspondencia, había ido acumulando Dag Svensson. Para curarse en salud, se acercó a la fotocopiadora e hizo una copia de todo lo que le pareció importante, en total unas dos mil páginas. De modo que tardó tres horas.

Separó todo el material que, de una u otra manera, podría estar relacionado con alguna fuente secreta. Eso supuso más de cuarenta páginas, principalmente apuntes de dos cuadernos A4 que Dag guardaba bajo llave en su mesa. Mikael lo introdujo en un sobre y se lo llevó a su despacho. Luego dejó el resto del material en la mesa.

Entonces pudo respirar tranquilo; bajó al 7-Eleven, donde tomó café y se comió un trozo de pizza. Suponía, erróneamente, que la policía llegaría en cualquier momento para registrar la mesa de Dag.

Apenas pasadas las diez de la mañana, a Bublanski se le abrió una inesperada luz en sus pesquisas, cuando el doctor Lennart Granlund, del Laboratorio Nacional de Investigación Forense de Linköping, lo llamó.

– Es referente al doble asesinato de Enskede.

– ¿Ya?

– Recibimos el arma esta mañana temprano y todavía no he terminado el análisis, pero tengo información que tal vez te pueda interesar.

– Bien. Cuéntame tus conclusiones -lo animó el agente Burbuja.

– Se trata de un Colt 45 Magnum, fabricado en Estados Unidos en 1981.

– Ajá.

– Hemos obtenido huellas dactilares y posiblemente de ADN, pero analizarlo nos llevará algo más de tiempo. También hemos echado un vistazo a las balas con las que mataron a la pareja. Como era de esperar, proceden del revólver. Suele ser así cuando encontramos un arma en la escalera del escenario del crimen. Las balas están muy fragmentadas pero tenemos un trozo para comparar. Es probable que sea el arma homicida.

– Un arma ilegal, supongo. ¿Tienes el número de serie?

– Es completamente legal, propiedad de un tal Nils Eric Bjurman, abogado, y fue adquirida en 1983. Es miembro del club de tiro de la policía. Reside en Upplandsgatan, cerca de Odenplan.

– ¿Qué coño estás diciendo?

– También tenemos, como ya te he dicho, varias huellas dactilares en el arma. Pertenecen, como mínimo, a dos personas.

– A menos que el arma haya sido robada o vendida, información de la que carezco, lo más lógico es suponer que una de las series de huellas pertenece a Bjurman.

– Vale. En otras palabras: estamos delante de lo que en la jerga policial se viene llamando «una pista».

– Para la otra persona tenemos una coincidencia en el registro criminal: las huellas del pulgar y el índice de la mano derecha.

– ¿De quién se trata?

– De una mujer nacida el 30 de abril de 1978. La detuvieron en Gamia Stan por malos tratos en 1995 y fue entonces cuando se le tomaron las huellas.

– ¿Tienes su nombre?

– Sí. Se llama Lisbeth Salander.

El agente Burbuja arqueó las cejas y apuntó el nombre y el número de identificación personal en un cuaderno que estaba sobre su mesa.

Cuando Mikael Blomkvist regresó a la redacción tras su tardía comida, se fue directamente a su despacho y cerró la puerta, una inequívoca señal de que no deseaba que lo molestaran. Aún no había tenido tiempo de ocuparse de toda la información complementaria que se encontraba en el correo electrónico y en los apuntes de Dag Svensson. Lo que debía hacer ahora era sentarse y examinar, con nuevos ojos, tanto el libro como los artículos, sin olvidar la desgraciada circunstancia de que su autor estaba muerto y de que, por lo tanto, sería incapaz de contestar a las preguntas que se derivaran de los pasajes más complicados.

Tenía que decidir si en un futuro sería posible publicar el libro. También debía determinar si había algo en todo aquel material que pudiera constituir el móvil del asesinato. Abrió su ordenador y se puso a trabajar.

Jan Bublanski mantuvo una breve conversación con el fiscal instructor del sumario, Richard Ekström, para informarlo de los resultados del laboratorio. Decidieron que el propio Bublanski y su colega Sonja Modig fueran a buscar a Bjurman para tomarle declaración -que podría convertirse en un interrogatorio o incluso acabar en detención si lo estimaban necesario-, mientras que Hans Faste y Curt Svensson se centrarían en Lisbeth Salander, para pedirle que explicara por qué sus huellas dactilares aparecían en el arma homicida.

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