Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Hacia las dos de la tarde entró en Asphyxia 1.3, pero en vez de elegir MikBlom/laptop optó por MikBlom/office, el ordenador de sobremesa que Mikael Blomkvist tenía en la redacción de Millennium. Sabía por experiencia que Mikael apenas guardaba allí nada de valor. Exceptuando las veces que lo utilizaba para navegar por Internet, trabajaba casi exclusivamente en su iBook. En cambio, Mikael podía entrar en todos los ordenadores de la redacción. Rápidamente encontró las contraseñas necesarias para acceder a la intranet de Millennium.

Para poder entrar en otros ordenadores de Millennium no era suficiente con el disco duro espejo del servidor de Holanda; también el MikBlom/office original tenía que estar en activo y conectado a la intranet. Tuvo suerte. Al parecer, Mikael Blomkvist se encontraba en su puesto de trabajo con el ordenador encendido. Esperó durante diez minutos, pero no pudo apreciar ningún signo de actividad, algo que interpretó como que Mikael había conectado el ordenador al entrar en el despacho y que tal vez hubiera navegado por Internet para, acto seguido, dejarlo encendido mientras se dedicaba a otras cosas o usaba su portátil.

Había que hacerlo con sumo cuidado. Durante la siguiente hora, Lisbeth Salander pirateó cuidadosamente, de uno en uno, cada ordenador y descargó el correo electrónico de Erika Berger, de Christer Malm y de una colaboradora, desconocida para ella, llamada Malin Eriksson. Por último, se encontró con el ordenador de sobremesa de Dag Svensson, un viejo Macintosh PowerPC con un disco duro de sólo 750 megabytes, según los datos del sistema; o sea, un trasto que, con toda seguridad, sólo usaban como máquina de escribir algunos colaboradores ocasionales. Estaba conectado, lo cual quería decir que Dag Svensson se encontraba en ese momento en la redacción de Millennium. Descargó su correo y repasó el disco duro. Halló una carpeta a la que simplemente había bautizado como «Zala».

El gigante rubio estaba descontento y sentía que algo iba mal. Acababa de recibir doscientas tres mil coronas al contado, una cantidad inesperadamente grande para los tres kilos de metanfetamina que le entregó a Magge Lundin a finales de enero. Como sueldo por unas cuantas horas de trabajo real tampoco estaba mal: recoger la anfetamina del correo, quedarse con ella un rato, entregársela a Magge Lundin y luego cobrar el cincuenta por ciento de los beneficios. No cabía duda de que Svavelsjö MC podía mover ese volumen de negocio todos los meses, y la banda de Magge Lundin era sólo una de las tres bandas con las que operaba. Las otras dos actuaban, respectivamente, en la zona de Gotemburgo y de Malmö. En conjunto, las bandas podían ingresar más de medio millón de coronas limpias mensuales.

Aun así, se encontraba tan mal que se desvió hasta el arcén, aparcó y apagó el motor. Llevaba más de treinta horas sin dormir y se sentía ofuscado. Abrió la puerta, estiró las piernas y meó en la cuneta. Hacía frío y la noche estaba estrellada. Se hallaba en pleno campo, no muy lejos de Järna.

Se trataba más bien de un conflicto de naturaleza estratégica. A menos de cuatrocientos kilómetros de Estocolmo la oferta de metanfetamina era infinita. La demanda del mercado sueco era indiscutiblemente grande. El resto era una cuestión de logística: ¿cómo transportar el producto deseado desde el punto A hasta el punto B? O, mejor dicho, desde un sótano de Tallin hasta el puerto franco de Estocolmo.

El eterno y frecuente problema: ¿cómo garantizar un transporte regular desde Estonia hasta Suecia? Ese era el quid de la cuestión y el eslabón realmente débil, ya que todo lo que habían logrado, después de años de esfuerzos, eran constantes improvisaciones y soluciones temporales.

El problema residía en que durante los últimos tiempos la máquina chirriaba demasiado a menudo. El gigante rubio estaba orgulloso de su capacidad organizativa. En tan sólo unos años, había creado una maquinaria bien engrasada de contactos que había cultivado con buenas dosis de palo y zanahoria. Era él quien había hecho el trabajo de calle, consiguiendo socios, negociando los acuerdos y controlando que las entregas se efectuaran en el lugar adecuado.

La zanahoria era el incentivo que se les ofrecía a intermediarios como Magge Lundin: un beneficio bueno y con pocos riesgos. El sistema era irreprochable. Magge Lundin no tenía que levantar ni un solo dedo para recibir la mercancía en su misma puerta: nada de complicados viajes de compra ni forzosas negociaciones con personas que podían ser desde policías antidroga hasta mafiosos rusos, que, en cualquier momento, tal vez, lo estafarían y se lo quitarían todo. Lundin sabía que el gigante rubio entregaba la mercancía y que luego cobraba su cincuenta por ciento.

El palo resultaba necesario ya que, últimamente, cada vez con mayor frecuencia, habían surgido unas cuantas complicaciones. Un camello con la lengua muy larga, que llegó a enterarse de demasiadas cosas de la cadena de producción -vaya imprudencia-, estuvo a punto de implicar a Svavelsjö MC. El rubio se vio obligado a intervenir y castigarlo.

Eso era algo que el gigante rubio sabía hacer muy bien.

Suspiró.

Tuvo la sensación de que todo el negocio resultaba difícil de controlar. Estaba, simplemente, demasiado diversificado.

Encendió un cigarrillo.

La metanfetamina era una excelente, discreta y manejable fuente de ingresos: un gran beneficio a cambio de pequeños riesgos. El negocio armamentístico estaría, en cierto modo, justificado si las imprudentes actividades paralelas pudieran identificarse y evitarse. Considerando el riesgo, no era económicamente justificable entregar dos pistolas a cambio de unos cuantos miles de coronas a un par de mocosos que pensaban robar la tienda del barrio.

Casos aislados de espionaje industrial o de contrabando de componentes electrónicos al Este -si bien es cierto que durante los últimos años el mercado se había reducido drásticamente- tenían cierta razón de ser.

En cambio, las putas de los países bálticos resultaban completamente injustificables desde el punto de vista económico. No proporcionaban más que calderilla y, en realidad, sólo suponían una complicación que, en cualquier momento, podía dar lugar a unos cuantos hipócritas artículos en los medios de comunicación y a una serie de debates en aquella peculiar unidad política parlamentaria que se llamaba el Riksdag, cuyas reglas de juego, a ojos del gigante rubio, quedaban, en el mejor de los casos, poco claras. La ventaja de las putas consistía en que, jurídicamente hablando, no tenían prácticamente ningún riesgo. A todo el mundo le gustan las putas: fiscales, jueces, maderos y algún que otro miembro del Riksdag. Nadie escarbaría demasiado para atajar la actividad.

Ni siquiera una puta muerta causaba, necesariamente, complicaciones políticas. Si la policía pudiera detener a un claro sospechoso en el plazo de unas horas y el susodicho continuara con la ropa manchada de sangre, sería condenado a algunos años de cárcel o sometido a tratamiento psiquiátrico en algún oscuro centro penitenciario. Pero si no dieran con ningún sospechoso dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes, el rubio sabía por experiencia que la policía pronto hallaría cosas más importantes que investigar.

Pero al gigante rubio no le gustaba traficar con putas. No le gustaban sus pintarrajeadas caras y sus estridentes risas de borrachas. Eran impuras. Pertenecían a ese tipo de capital humano que costaba tanto como lo que reportaba. Y ya que se trataba de capital humano siempre existía el riesgo de que a alguna de ellas se le fuera la olla y quisiera bajarse del carro o chivarse a la policía, a periodistas o a otra gente de fuera. Y él tendría que intervenir y castigarlas. Y si el chivatazo era lo suficientemente explícito, los fiscales y la policía se verían obligados a actuar; si no, se armaría la de Dios en ese maldito Riksdag. El negocio de las putas era sinónimo de líos.

46
{"b":"112874","o":1}