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Extrajo el micrófono y se lo metió en el bolsillo interior de su cazadora de cuero. Llevaba vaqueros oscuros y zapatillas con suela de goma. Con mucho sigilo metió la llave en la cerradura y empujó levemente la puerta. Antes de abrirla del todo, sacó la pistola eléctrica de uno de los bolsillos exteriores de la cazadora. No llevaba ninguna otra arma. No lo consideraba necesario para mantener a raya a Bjurman.

Entró en el vestíbulo, cerró la puerta y, de puntillas, cruzó el pasillo hasta el dormitorio. Se detuvo en seco al percibir una luz, pero a esas alturas ya podía oír sus ronquidos. Siguió avanzando y entró sigilosamente en la habitación. Tenía una lámpara encendida en la ventana. «¿Qué pasa, Bjurman? ¿Te da miedo la oscuridad?»

Se situó junto a la cama y lo observó durante unos minutos. Había envejecido y presentaba un aspecto desaliñado. El cuarto olía de una manera que dejaba adivinar que Bjurman descuidaba su higiene.

No sintió ni una pizca de compasión. Durante un segundo la chispa de un odio inmisericorde centelleó en los ojos de Lisbeth. Reparó en un vaso que había en la mesilla de noche, se inclinó hacia delante y olisqueó. Alcohol.

Abandonó el dormitorio. Efectuó un breve recorrido por la cocina, donde no encontró nada fuera de lo normal, siguió por el salón y se detuvo ante la puerta del despacho. Se metió la mano en el bolsillo de la cazadora y sacó una docena de pequeñas migas de pan duro que fue colocando cuidadosamente en la penumbra del parqué. Si alguien atravesara el salón, el crujido la advertiría.

Se sentó a la mesa de trabajo de Nils Bjurman y colocó la pistola eléctrica ante ella, bien a mano. Empezó a hurgar metódicamente en los cajones y repasó la correspondencia de las cuentas bancarias privadas de Bjurman y de sus balances económicos. Se percató de que se había vuelto más descuidado y menos asiduo en sus actualizaciones, pero no halló nada destacable.

El cajón inferior estaba cerrado con llave. Lisbeth Salander frunció el ceño. En la visita realizada un año antes, ninguno de los cajones tenía la llave echada. Su mirada se nubló al visualizar en su memoria la imagen del contenido de ese cajón: una cámara, un teleobjetivo, una pequeña grabadora Olympus, un álbum de fotos encuadernado en cuero y una cajita con collares, joyas y un anillo de oro con la inscripción «Tilda y Jacob Bjurman. 23 abril 1951». Lisbeth sabía que eran los nombres de sus padres y que los dos habían fallecido. Supuso que se trataba de su anillo de boda y que Bjurman lo conservaba como recuerdo.

«O sea, que encierra bajo llave las cosas que considera valiosas.»

Se puso a examinar el armario de persiana que había tras la mesa y sacó las dos carpetas donde se hallaban los documentos relativos a su cometido como administrador de ella. Los hojeó minuciosamente, papel por papel, durante quince minutos. Los informes eran intachables e insinuaban que Lisbeth Salander era una chica buena y formal. Cuatro meses antes había incluido unpárrafo que decía que, a sus ojos, Lisbeth parecía tan racional y competente que existían suficientes motivos para, en la revisión del siguiente año, analizar si realmente había fundadas razones para continuar con la administración. Estaba elegantemente redactado y constituía la primera piedra de la anulación de su declaración de incapacidad.

La carpeta también contenía unas notas manuscritas que ponían de manifiesto que una tal Ulrika von Liebenstaahl, de la comisión de tutelaje, había contactado con Bjurman para hablar del estado general de Lisbeth. Las palabras «necesaria una evaluación psiquiátrica» estaban subrayadas.

Lisbeth arrugó el morro, puso las carpetas en su sitio y miró a su alrededor.

A simple vista no detectó nada reprochable. Bjurman parecía comportarse completamente según sus instrucciones. Se mordió el labio. Aun así no consiguió librarse de la sensación de que había algo raro.

Se levantó de la silla y ya estaba a punto de apagar la lámpara de la mesa cuando se detuvo. Extrajo nuevamente las carpetas y las volvió a hojear. Se quedó desconcertada.

Deberían haber contenido algo más. Un año antes allí había un resumen de la comisión de tutelaje relativo al desarrollo alcanzado por ella desde su infancia. No estaba. «¿Por qué Bjurman guarda aparte esos papeles oficiales?» Frunció el ceño. No se le ocurría ninguna buena razón. A no ser que estuviera reuniendo más documentación en otro sitio. Barrió con la mirada el armario de persiana y el cajón inferior de la mesa.

No llevaba ninguna ganzúa, así que volvió de puntillas al dormitorio de Bjurman y le cogió el llavero de la americana, colgada encima de un galán de noche. En el cajón seguían estando los mismos objetos que el año anterior. Pero la colección había sido completada con una caja plana de cartón cuya tapa mostraba el dibujo de un Colt 45 Magnum.

Le vino a la memoria la investigación sobre Bjurman que había realizado casi dos años antes. Era aficionado al tiro y miembro de un club. Según el registro oficial de armas, tenía licencia para poseer un Colt 45 Magnum.

Muy a su pesar, llegó a la conclusión de que no resultaba nada raro que mantuviera el cajón cerrado con llave.

No es que le gustara, pero en ese momento no se le ocurrió ningún pretexto para despertar a Bjurman y darle una paliza.

Mia Bergman se despertó a las seis y media. Desde la cama percibió un aroma de café recién hecho y oyó, en el salón y a bajo volumen, el programa matinal de televisión. También el repiqueteo del teclado del iBook de Dag Svensson. Sonrió.

Nunca le había visto trabajar con tanto empeño. Millennium había sido una buena jugada. Solía ser exageradamente creído, pero, al parecer, Blomkvist, Berger y los demás ejercían un efecto beneficioso sobre él. Últimamente, cada vez con mayor frecuencia, volvía desanimado después de que Blomkvist le hubiese señalado unos defectos y echado por tierra algunos de sus razonamientos. Pero luego se ponía a trabajar con el doble de ganas.

Ella se preguntó si sería buen momento para interrumpir su concentración. Su menstruación se había retrasado tres semanas. No estaba segura y todavía no se había hecho ningún test de embarazo.

Se preguntaba si le habría llegado ya la hora.

Tenía casi treinta años. En menos de un mes defendería su tesis. Doctora Bergman. Volvió a sonreír y decidió no decirle nada hasta que estuviese segura y posiblemente esperar a que él terminara su libro y estuvieran en la fiesta de celebración de su título de doctora.

Se quedó en la cama diez minutos más antes de levantarse y entrar en el salón cubriéndose con una sábana. Él levantó la vista.

– Todavía no son las siete -dijo ella.

– Blomkvist se ha vuelto a poner chulo -contestó.

– Pobrecito. ¿Ha sido malo contigo? Tú te lo has buscado. Pero te cae bien, ¿no?

Dag Svensson se reclinó en el sofá del salón y cruzó su mirada con la de Mia. Un instante después asintió.

– Millennium es un buen sitio para trabajar. La otra noche, en el Kvarnen, estuve hablando con Mikael justo antes de que me pasaras a buscar. Me preguntó qué pensaba hacer cuando terminara este proyecto.

– Ajá. Y tú ¿qué le dijiste?

– Que no lo sabía. Llevo muchos años dando tumbos de aquí para allá como freelance. Me gustaría tener algo más estable.

– Millennium.

Asintió.

– Micke sondeó el terreno y me preguntó si me interesaría la media jornada. El mismo contrato que tienen Henry Cortez y Lottie Karim. Me dan un despacho y un sueldo base que podría completar con otros trabajillos.

– ¿Te interesa?

– Si me presentan una oferta en firme, creo que la aceptaré.

– Vale, pero todavía no son las siete. Y es sábado.

– Bah, sólo quería meterle mano al texto un poco.

– Creo que deberías volver a la cama y meterle mano a otra cosa.

Ella le dedicó una sonrisa y abrió ligeramente la sábana. Él puso el ordenador en hibernación.

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