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– Le garantizo que no escribiré ni una sola línea.

Holger Palmgren tenía un pequeño cuarto amueblado con una cama, una cómoda, una mesa y unas cuantas sillas. Tenía el aspecto de un espantapájaros escuálido y canoso con evidentes problemas de equilibrio, pero, aun así, se levantó cuando Mikael entró en la estancia. No le dio la mano, pero le señaló una de las sillas que había frente a la mesita. Mikael se sentó. El doctor Sivarnandan se quedó en la habitación. Al principio, cuando Holger Palmgren empezó a balbucir palabras, a Mikael le costó entenderlo.

– ¿Quién es usted, que afirma ser amigo de Lisbeth Salander, y qué desea?

Mikael se recostó en el asiento. Reflexionó un breve instante.

– Señor Palmgren, no tiene por qué contarme nada. Sin embargo, antes de que decida echarme, le pido que escuche lo que quiero explicarle.

Palmgren hizo un sutil gesto afirmativo y, arrastrando los pies, se acercó hasta la silla que estaba frente a Mikael y tomó asiento.

– Conocí a Lisbeth Salander hace dos años. La contraté para que me ayudara a investigar un tema del que no puedo dar detalles. Ella se trasladó a la ciudad donde yo estaba viviendo temporalmente y trabajamos juntos durante varias semanas.

Se preguntó cuánto de todo aquello debería desvelarle a Palmgren. Decidió ser lo más fiel posible a la verdad.

– A lo largo de todo ese tiempo sucedieron dos cosas. Una fue que Lisbeth me salvó la vida; la otra, que, durante un período, fuimos muy buenos amigos. Llegué a conocerla y quererla mucho.

Sin entrar en detalles, Mikael le habló de su relación con Lisbeth y de cómo acabó de golpe hacía ya más de un año, cuando Lisbeth se fue al extranjero después de Navidad.

Luego, pasó a comentar su trabajo en Millennium, el asesinato de Dag Svensson y Mia Bergman y cómo él, de pronto, se había visto involucrado en la caza de un asesino.

– Tengo entendido que le han estado molestando los periodistas y sé que se ha publicado una sarta de estupideces. Por lo que a mí respecta, puedo garantizarle que no he venido aquí para obtener material para otro artículo. Estoy aquí en calidad de amigo de Lisbeth. Ahora mismo tal vez sea una de las poquísimas personas del país que está de su parte, sin segundas intenciones. Creo que es inocente. Y creo que un hombre llamado Zalachenko se halla detrás de los asesinatos.

Mikael hizo una pausa. Había detectado un brillo en los ojos de Palmgren al mencionar a Zalachenko.

– Si usted puede contribuir a arrojar luz sobre el pasado de Lisbeth, éste es el momento. Si no quiere ayudarla, estoy perdiendo el tiempo, pero sabré qué puedo esperar de usted.

Mientras Mikael disertaba, Holger Palmgren no había pronunciado palabra. Al escuchar ese último comentario, sus ojos brillaron de nuevo. Sonrió. Habló lo más lenta y nítidamente que pudo.

– ¿Realmente desea ayudarla?

Mikael asintió con la cabeza.

Holger Palmgren se inclinó hacia delante.

– Describa el sofá de su salón.

Mikael le devolvió la sonrisa.

– En las ocasiones que la visité, tenía un mueble desgastado y muy feo, que podría tener cierto valor como curiosidad. Yo diría que databa de principios de los años cincuenta. Tiene dos cojines deformados de tela marrón con un dibujo amarillo. La tela se ha roto por varios sitios, por donde asoma el relleno.

De repente, Holger Palmgren se rió. Sonó más bien como un carraspeo. Miró al doctor Sivarnandan.

– Por lo menos ha visitado el apartamento. ¿Cree el señor doctor que sería posible ofrecer un café a mi invitado?

– Claro que sí.

El doctor Sivarnandan se levantó y abandonó la habitación, no sin antes detenerse en la entrada y despedirse de Mikael con un movimiento de cabeza.

– Alexander Zalachenko -dijo Holger Palmgren en cuanto la puerta se cerró.

Mikael abrió los ojos de par en par.

– ¿Le suena su nombre?

Holger Palmgren asintió con la cabeza.

– Me lo dijo Lisbeth. Creo que es importante que le cuente esta historia a alguien, por si me muero súbitamente, cosa que no sería tan improbable.

– ¿Lisbeth? ¿Cómo es posible que ella supiera de su existencia?

– Es su padre. -En un principio, a Mikael le costó entender lo que Holger Palmgren acababa de comunicarle. Luego, asimiló sus palabras.

– ¿Qué diablos está diciendo?

– Zalachenko llegó aquí en los años setenta. Era una especie de refugiado político o algo así, nunca me ha quedado muy clara la historia y Lisbeth siempre se ha mostrado muy reacia a entrar en detalles. Era un tema del que se negaba a hablar.

«Su certificado de nacimiento. Padre desconocido.»

– Zalachenko es el padre de Lisbeth -repitió Mikael.

– Durante los años que hace que la conozco, tan sólo en una ocasión -más o menos un mes antes de que yo sufriera el derrame cerebral- me contó lo que ocurrió. Lo que entendí viene a ser lo siguiente. Zalachenko llegó a Suecia a mediados de los años setenta. Conoció a la madre de Lisbeth en 1977, se hicieron novios y tuvieron dos hijas.

– ¿Dos?

– Lisbeth y su hermana Camilla. Son gemelas.

– ¡Dios mío! ¿Quiere decir que hay otra como ella?

– Son muy diferentes. Pero ésa es otra historia. La madre de Lisbeth se llamaba en realidad Agneta Sofía Sjölander. Tenía diecisiete años cuando conoció a Alexander Zalachenko. Ignoro los detalles, aunque, por lo que pude deducir, no era una joven muy independiente y representaba una presa fácil para un hombre mayor y más experimentado. Se quedó impresionada y se enamoró perdidamente de él.

– Entiendo.

– Zalachenko resultó ser cualquier cosa menos simpatico. Él era mucho mayor que ella y supongo que lo que buscaba era una mujer que estuviera siempre dispuesta y poco más.

– Creo que tiene razón.

– Ella, como era natural, se imaginaba un futuro seguro a su lado, pero a él no le interesaba en absoluto el matrimonio. Nunca se casaron. Sin embargo, en 1979, ella cambió su nombre de Sjölander a Salander. Tal vez fuera su manera de manifestar que se pertenecían.

– ¿Qué quiere decir?

– Zala. «Salander.»

– ¡Dios mío! -exclamó Mikael.

– Empecé a investigarlo poco antes de caer enfermo. Ella tenía derecho a adoptar el nombre porque su madre, o sea, la abuela de Lisbeth, se llamaba, de hecho, Salander. Lo que ocurrió después fue que, con el tiempo, Zalachenko resultó ser un psicópata de tomo y lomo. Se emborrachaba y maltrataba de un modo salvaje a Agneta. Por lo que tengo entendido, continuó con los malos tratos durante toda la infancia de las niñas. Hasta donde Lisbeth recuerda, Zalachenko aparecía y desaparecía sin previo aviso. A veces, se ausentaba largos períodos de tiempo para acabar regresando a Lundagatan cuando menos lo esperaban. Y siempre sucedía lo mismo. Zalachenko venía para beber y acostarse con ella, y terminaba torturando a Agneta Salander de distintas maneras. Los detalles que Lisbeth contaba sugerían que no sólo se trataba de maltrato físico. Iba armado y mostraba una actitud amenazadora, a la que había que añadir ingredientes de sadismo y terror psicológico. Tengo entendido que, con los años, las cosas no hicieron más que empeorar. La madre de Lisbeth vivió la mayor parte de los años noventa aterrorizada.

– ¿Pegaba también a las niñas?

– No. Al parecer no tenía el más mínimo interés por ellas. Apenas las saludaba. La madre solía mandarlas al cuarto pequeño en cuanto Zalachenko se presentaba y no podían salir sin su permiso. En alguna ocasión le dio un tortazo a Lisbeth o a su hermana, pero más que nada porque molestaban o porque las pilló por allí en medio. Toda la violencia iba dirigida a la madre.

– ¡Joder! Pobre Lisbeth.

Holger Palmgren asintió con la cabeza.

– Todo esto me lo contó Lisbeth aproximadamente un mes antes de que me diera el derrame. Fue la primera vez que habló sin trabas de lo que pasó. Acababa de decidirme a terminar, de una vez por todas, con esa tontería de su declaración de incapacidad. Lisbeth es tan inteligente como tú o como yo, así que lo preparé todo para que el tribunal revisara el caso. Luego, tuve el derrame y cuando me desperté estaba aquí.

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