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– También se me había ocurrido, pero Jerker no lo cree probable. La casa no parece haber sido habitada recientemente y tenemos un testigo que dice que llegó a la zona hoy.

– ¿Y por qué iría hasta allí? Dudo que hubiese quedado con Lundin.

– Yo también. Estaría buscando algo. Lo único que encontramos fueron un par de carpetas que parecen ser la investigación que Bjurman realizó sobre Lisbeth Salander. El material es de lo más diverso, desde informes de los servicios sociales y la comisión de tutelaje hasta viejos boletines de notas escolares. No obstante, faltan algunas carpetas. Están numeradas por detrás; tenemos la uno, la cuatro y la cinco. -Faltan la dos y la tres.

– Y hasta es posible que hubiera números más altos.

– Lo cual nos lleva a plantearnos lo siguiente, ¿por qué Salander buscaría información sobre sí misma?

– Se me ocurren dos razones. O quiere ocultar algo que sabe que Bjurman había escrito sobre ella o quiere enterarse de algo. Pero hay una pregunta más.

– ¿Cuál?

– ¿Por qué reunió Bjurman tanta documentación sobre ella y la ocultó en su casa de campo? Al parecer, Salander la encontró en el desván de la casa. Él era su administrador y su trabajo consistía en ocuparse de la economía de Lisbeth y de cosas por el estilo. Sin embargo, las carpetas dan la impresión de que estaba obsesionado con hacer un pormenorizado compendio de su vida.

– Cada vez estoy más convencido de que ese Bjurman era un tipo siniestro. Precisamente, lo he pensando hoy cuando estaba en Millennium repasando la lista de puteros. De repente, me di cuenta de que esperaba que, de un momento a otro, apareciera allí el nombre de Bjurman.

– Es un buen razonamiento. Bjurman guardaba en su ordenador mucha pornografía violenta, la que tú descubriste. Merece la pena tenerlo en cuenta. ¿Y has averiguado algo?

– No estoy segura. Mikael Blomkvist está entrevistando, uno a uno, a la gente de la lista, pero, según Malin Eriksson, la chica de Millennium, todavía no ha encontrado nada de interés. Jan, debo decirte una cosa.

– ¿Qué?

– No creo que Salander sea culpable de esto; me re-fiero a lo de Enskede y Odenplan. Al principio, yo estaba tan convencida corno los demás; sin embargo, ya no. Y no sé explicarte muy bien por qué.

Bublanski asintió con la cabeza. Se dio cuenta de que estaba de acuerdo con Sonja Modig.

El gigante rubio deambulaba agitado por la casa que Magge Lundin poseía en Svavelsjö. Se detuvo frente a la ventana de la cocina y escudriñó el camino. A esas alturas, ya deberían haber vuelto. Sintió cómo la inquietud le encogía el estómago. Algo iba mal.

Además, no le gustaba encontrarse solo en la casa de Magge Lundin. No la conocía. En la planta superior, cerca de su cuarto, había un desván, y la casa crujía constantemente, lo que le incomodaba. Intentó sacudirse de encima esa molesta sensación. El gigante rubio sabía que era una tontería, pero nunca le había gustado estar solo. No les tenía el más mínimo miedo a las personas de carne y hueso; no obstante, consideraba que había algo indescriptiblemente inquietante en una casa vacía en medio del campo. Los ruidos desataban su imaginación. No podía apartar de su mente la idea de que algo oscuro y siniestro le observaba a través de la rendija de alguna puerta. A veces, incluso le parecía oír a alguien respirando.

De joven siempre se habían burlado de él por su miedo a la oscuridad. Bueno, se burlaron hasta que él reprendía con contundencia a aquellos compañeros -en ocasiones, bastante más mayores- que encontraban placer en ese tipo de diversión. Reprender a la gente se le daba bien.

Ese miedo le resultaba embarazoso. Odiaba la oscuridad y la soledad. Y odiaba a los seres que las poblaban. Deseaba que Lundin volviese a casa; la presencia de Lundin restablecería el equilibrio. Aunque no intercambiaran ni una sola palabra ni se encontraran en la misma habitación, al menos oiría sonidos y movimientos concretos y sabría que había gente cerca.

Intentó olvidarse de su estado poniendo música y buscando algo para leer en las librerías de Lundin. Por desgracia, la vena intelectual de Lundin dejaba mucho que desear y tuvo que contentarse con una colección de publicaciones de coches y motos, revistas para hombres y libros de bolsillo manoseados, novelas negras de las que nunca le habían interesado. La soledad se le antojaba cada vez más claustrofóbica. Dedicó un rato a limpiar y engrasar el arma que llevaba en su bolsa, cosa que, temporalmente, ejerció un efecto calmante sobre él.

Al final, no resistió quedarse más tiempo en la casa. Sólo para que le diese un poco el aire, salió a dar un corto paseo por el patio. Se mantuvo fuera de la vista de las casas vecinas, pero se detuvo para poder contemplar las ventanas iluminadas en las que había gente. Al quedarse quieto, alcanzó a oír música a lo lejos.

Cuando se disponía a entrar en la vieja casa de madera de Lundin, sintió una intensa inquietud y se paró un largo rato en la escalera. El corazón le latía a mil por hora. Acto seguido, se sacudió el malestar y abrió la puerta con decisión.

A las siete, bajó y puso la tele para ver las noticias de TV4. Estupefacto, escuchó primero los titulares y, luego, la descripción del tiroteo de la casa de campo de Stailarholmen. Era la noticia principal del día.

Subió corriendo al cuarto de invitados de la planta alta y metió sus pertenencias en la bolsa. Dos minutos más tarde, salió por la puerta y arrancó derrapando el Volvo blanco.

Escapó en el último momento. A tan sólo un kilómetro de Svavelsjö, se cruzó con dos coches patrulla, con las sirenas puestas, que se dirigían al pueblo.

Tras no pocos esfuerzos, Mikael Blomkvist pudo ver, por fin, a Holger Palmgren cerca de las seis de la tarde del miércoles. La dificultad residió en convencer al personal de que le dejaran entrar. Insistió con tanto empeño que a la enfermera responsable no le quedó más remedio que llamar a un tal doctor A. Sivarnandan, quien, al parecer, vivía cerca de la residencia. Sivarnandan llegó apenas pasados quince minutos y atendió al obcecado periodista. Al principio, no mostró ninguna intención de colaborar. Durante las dos últimas semanas, numerosos periodistas habían dado con Holger Palmgren y, por medio de métodos más bien desesperados, habían tratado de entrevistarle para obtener alguna declaración. Holger Palmgren se negaba en redondo a recibir semejantes visitas y el personal recibió la orden de no dejar pasar a nadie.

Sivarnandan también había seguido el desarrollo de los acontecimientos con una enorme preocupación. Le horrorizaron los titulares que Lisbeth Salander había provocado en los medios informativos y notó que su paciente se había sumido en una profunda depresión que -sospechaba Sivarnandan- era el resultado de la imposibilidad de Palmgren para actuar. Este había interrumpido su rehabilitación y se pasaba los días en su cuarto leyendo los periódicos y siguiendo la caza de Lisbeth Salander por televisión. No hacía más que darle vueltas al tema.

Decidido, Mikael se sentó frente a la mesa del doctor Sivarnandan y le aseguró que bajo ningún concepto quería someter a Holger Palmgren a incomodidad alguna y que su objetivo no era obtener ninguna declaración. Le explicó que era amigo de Lisbeth Salander, que no dudaba de su inocencia y que estaba buscando, desesperadamente, información que pudiera arrojar luz sobre ciertos aspectos de su pasado.

El doctor Sivarnandan era un hueso duro de roer. Mikael tuvo que dar cuenta detallada de qué pintaba él en toda aquella historia. Tras más de media hora de discusión Sivarnandan accedió. Le pidió a Mikael que esperara mientras subía al cuarto de Holger Palmgren para preguntarle si deseaba recibirlo.

Sivarnandan volvió pasados diez minutos.

– Ha consentido verle. Si no le cae bien, le echará a patadas. No puede entrevistarlo ni publicar nada sobre la visita.

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