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Hizo un gesto con el brazo. Una enfermera llamó a la puerta y les sirvió café. Palmgren guardó silencio hasta que la enfermera dejó la habitación.

– Hay algunas cosas en esta historia que no acabo de entender. Agneta Salander se vio obligada a acudir al hospital en docenas de ocasiones. He leído su historial. Resultaba obvio que era víctima de un grave maltrato. Los servicios sociales deberían haber intervenido. Sin embargo, no pasó nada. Mientras la madre estaba en el hospital, Lisbeth y Camilla permanecían, temporalmente, en un centro de acogida, pero en cuanto le daban el alta, volvía a casa… hasta la siguiente paliza. La única explicación que encuentro es que todo el sistema de protección social fallaba y que Agneta tenía demasiado miedo como para hacer algo aparte de esperar a su torturador. Después, sucedió algo. Lisbeth lo llama Todo Lo Malo.

– ¿Qué pasó?

– Zalachenko llevaba meses sin dejarse ver. Lisbeth había cumplido doce años. Casi empezaba a creer que él había desaparecido para siempre. Por supuesto, no fue así. Un día volvió. De inmediato, Agneta encerró a Lisbeth y a su hermana en el cuarto pequeño. Luego mantuvo relaciones sexuales con Zalachenko y, acto seguido, él empezó a maltratarla. Disfrutaba torturándola. En aquella ocasión ya no eran dos crías las que estaban encerradas. Las niñas reaccionaron de una manera distinta. A Camilla le daba pánico que alguien se enterara de lo que pasaba en su casa. Lo reprimía todo y hacía como si no pasara nada. Cuando las palizas terminaban, Camilla solía acercarse a su padre, lo abrazaba y fingía que todo iba bien.

– Su mecanismo de defensa.

– Sí, pero Lisbeth estaba hecha de otra pasta. En aquella ocasión, puso fin a los malos tratos. Fue a la cocina, cogió un cuchillo y se lo clavó a su padre en el hombro. Le asestó cinco cuchilladas antes de que Zalachenko pudiera quitárselo y pegarle un puñetazo. No le hizo heridas muy profundas, pero empezó a sangrar como un cerdo y desapareció.

– Eso suena a Lisbeth.

De repente, Palmgren se rió.

– Pues sí. Nunca te metas con Lisbeth Salander. Su filosofía es que si alguien la amenaza con una pistola, entonces, ella va y se hace con una pistola más grande. Por eso tengo tanto miedo ahora, con todo lo que está ocurriendo.

– ¿Y eso fue Todo Lo Malo?

– No. Sucedieron dos cosas más. No alcanzo a entenderlo. Zalachenko estaba tan malherido como para tener que haber acudido a un hospital. Debería haberse abierto una investigación policial.

– Pero…

– Pero, por lo que he podido averiguar, no pasó nada en absoluto. Lisbeth me dijo que se presentó un hombre que habló con Agneta. No sabía quién era ni qué fue lo que comentó con su madre. Luego, ésta le dijo a Lisbeth que Zalachenko la había perdonado.

– ¿Perdonado?

– Esa es la palabra que usó.

Y, de repente, Mikael lo comprendió todo.

«Björck. O alguno de los colegas de Björck. Se trataba de limpiar por donde Zalachenko pasara. Qué hijo de puta.» Cerró los ojos.

– ¿Qué? -preguntó Palmgren.

– Creo que ya sé lo que pasó. Y hay alguien que va a pagar por esto. Continúe, por favor.

– Zalachenko no se dejó ver durante meses. Lisbeth se preparó mientras lo esperaba. Faltaba a la escuela un día sí y otro también para vigilar a su madre. Le daba pánico que Zalachenko le hiciera daño. Tenía doce años y un gran sentido de la responsabilidad para con su madre, que no se atrevía a ir a la policía ni a romper con Zalachenko o que tal vez no entendiera la gravedad del asunto. Y justo el día en el que apareció Zalachenko, Lisbeth estaba en el colegio. Llegó a casa en el mismo instante en que él se marchaba. No le dijo nada, sólo se rió de ella. Lisbeth entró y encontró a su madre inconsciente en el suelo de la cocina.

– ¿Y Zalachenko no tocó a Lisbeth?

– No. Lisbeth echó a correr tras él y le dio alcance en el preciso momento en que se sentaba en el coche y cerraba la puerta. Él bajó la ventanilla, probablemente para decirle algo. Lisbeth se había preparado. Le tiró un cartón de leche lleno de gasolina. Luego encendió una cerilla y se la lanzó.

– ¡Dios mío!

– Así que intentó matar a su padre dos veces. Y, en esta ocasión, sí tuvo consecuencias. Era difícil que un hombre ardiendo como una antorcha dentro de un coche en medio de Lundagatan pasara desapercibido.

– Bueno, al menos sobrevivió.

– Zalachenko quedó maltrecho de veras; había sufrido importantes quemaduras. Le tuvieron que amputar un pie. Se quemó gravemente la cara y otras partes del cuerpo. Lisbeth acabó en la clínica psiquiátrica infantil de Sankt Stefan.

A pesar de que ya sabía cada palabra de memoria, Lisbeth Salander volvió a leer con atención el material sobre sí misma que había encontrado en la casa de campo de Bjurman. Luego, se sentó en el alféizar de la ventana y abrió la pitillera que le había regalado Miriam Wu. Encendió un cigarrillo y contempló Djurgården. Acababa de descubrir detalles de su vida que, hasta ese momento, desconocía por completo.

Encajaban tantas piezas del puzle que Lisbeth se quedó helada. Lo que más atrajo su interés fue el informe de la investigación policial, redactado por Gunnar Björck, en febrero de 1991. No estaba segura del todo de quién de entre toda la serie de adultos que se dirigieron a ella por aquel entonces era Björck, aunque creyó saberlo. Se había presentado con otro nombre, «Sven Jansson». Se acordaba de cada rasgo de su cara, de cada palabra que le dijo y de cada gesto que hizo en las tres ocasiones en las que lo vio. Aquello había sido un caos.

Zalachenko ardía como una antorcha dentro del coche. Consiguió abrir la puerta y tirarse al suelo, pero se le enganchó una pierna con el cinturón de seguridad y quedó atrapada en medio de aquel mar de llamas. La gente acudió corriendo a apagar el fuego. Luego, llegaron los bomberos y lo extinguieron. Más tarde se presentó la ambulancia, y Lisbeth intentó por todos los medios que el personal sanitario pasara de Zalachenko y acudiera a socorrer a su madre. La apartaron de allí a empujones. Después, se personó la policía y los testigos la señalaron a ella como autora del incendio. Lisbeth intentó explicar lo sucedido; no obstante, le dio la sensación de que nadie la escuchaba. De buenas a primeras, se encontró en el asiento trasero de un coche patrulla y pasaron minutos, y minutos, y minutos, que se convirtieron en casi una hora, antes de que la policía, por fin, entrara en la casa y sacara a su madre.

Su madre, Agneta Sofia Salander, estaba inconsciente. Tenía lesiones cerebrales. La paliza le había desencadenado el primero de una larga serie de pequeños derrames cerebrales. No se recuperaría nunca.

De repente, Lisbeth entendió por qué nadie había leído el informe de la investigación policial, por qué Holger Palmgren no consiguió que se lo dieran y por qué el fiscal Richard Ekström, que dirigía la caza de Lisbeth, no tuvo acceso a él. No había sido elaborado por la policía normal. Lo había redactado un hijo de puta de la Säpo. Estaba salpicado de sellos que advertían que el informe era altamente confidencial según lo estipulado en la ley de seguridad nacional.

Alexander Zalachenko había trabajado para la Säpo.

No se trataba de una investigación. Se trataba de un silenciamiento. Zalachenko era más importante que Agneta Salander. No podía ser identificado ni denunciado. Zalachenko no existía.

El problema no era Zalachenko. El problema era Lisbeth Salander, esa cría loca que amenazaba con hacer saltar por los aires uno de los secretos más importantes del reino.

Un secreto del que jamás había tenido conocimiento. Reflexionó. Zalachenko había conocido a su madre muy poco después de llegar a Suecia. Se había presentado con su verdadero nombre; todavía no le habían asignado uno falso ni la nacionalidad sueca. Eso explicaba por qué Lisbeth nunca lo había encontrado en ningún registro oficial durante todos esos años. Conocía su verdadero nombre, pero el Estado sueco le había proporcionado uno nuevo.

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