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Mikael permaneció callado un rato asimilando todo aquello. Luego levantó la vista y miró a Björck.

– Me mintió la última vez que estuve aquí.

– ¿Sí?

– Me dijo que había conocido a Bjurman en los años ochenta, en el club de tiro de la policía. En realidad, lo conoció mucho antes.

Gunnar Björck asintió, pensativo

– Una reacción automática. Todo eso es información confidencial y no tenía por qué entrar en detalles acerca de cómo nos conocimos Bjurman y yo. Hasta que no me preguntó sobre Zala, no hice la conexión.

– ¿Y qué pasó?

– Yo tenía treinta y tres años y llevaba tres en la Säpo. Bjurman tenía veintiséis y acababa de licenciarse; había conseguido un puesto en la Säpo para tramitar ciertos asuntos de carácter jurídico. De hecho, se trataba de una especie de prácticas. Bjurman es originario de Karlskrona y su padre trabajaba en el servicio de inteligencia militar.

– ¿Y?

– La verdad es que ni Bjurman ni yo estábamos, ni de lejos, cualificados para tratar con alguien como Zalachenko, pero él se puso en contacto con nosotros el mismísimo día de las elecciones de 1976. No había casi nadie en jefatura, todos tenían el día libre o se encontraban en misiones de vigilancia y cosas por el estilo. Y Zalachenko eligió justo ese momento para entrar en la comisaría de Norrmalm, solicitar asilo político y declarar que quería hablar con alguien de la policía de seguridad. No dio ningún nombre. Yo estaba de guardia y pensé que era un asunto de asilo normal y corriente, así que convoqué a Bjurman para que se encargara de los trámites jurídicos. Lo conocimos allí, en la comisaría de Norrmalm.

Björck se frotó los ojos.

– Y allí estaba él diciéndonos, tranquilamente y en un tono neutro, su nombre, quién era y en qué trabajaba. Bjurman tomaba nota. Al cabo de un rato, me di cuenta de lo que tenía delante de mí y casi me da algo. Así que interrumpí la conversación y me fui con Zalachenko y Bjurman, como alma que lleva el diablo, lejos de la comisaría. No sabía qué hacer, de modo que reservé una habitación en el hotel Continental, frente a la estación central, y lo metí allí. Dejé a Bjurman de canguro mientras yo bajaba a la recepción para llamar a mi jefe. -De repente se rió-. Muchas veces he pensado que nos comportamos como auténticos aficionados. Pero eso fue lo que ocurrió.

– ¿Quién era su jefe?

– Eso no importa. No pienso dar más nombres.

Mikael se encogió de hombros y dejó pasar el tema sin discutir.

– Tanto yo como mi jefe fuimos conscientes en el acto de que se trataba de un asunto de máxima confidencialidad, de manera que decidimos que cuantas menos personas estuviesen al tanto, mejor. Bjurman, en particular, no debería haber tenido nada que ver con esta historia -estaba muy por encima de su nivel-, aunque como ya se hallaba al corriente del secreto, lo mejor era quedarnos con él en vez de instruir a otra persona. Y supongo que el mismo razonamiento se aplicó a un júnior como yo. Sólo siete personas vinculadas a la Säpo sabíamos de la existencia de Zalachenko.

– ¿Y cuántos más conocen la historia?

– Desde 1976 hasta principios de los años noventa… entre el gobierno, la cúpula militar y la Säpo unas veinte personas en total.

– ¿Y después de principios de los noventa?

Björck se encogió de hombros.

– Desde el mismo instante en que cayó la Unión soviética, Zala dejó de interesar.

– Pero ¿qué pasó tras la llegada de Zalachenko a Suecia?

Björck se quedó callado durante tanto tiempo que Mikael empezó a rebullirse en la silla

– Para serle sincero… la operación Zalachenko se convirtió en un éxito y todos los que nos encontrábamos implicados en el asunto aprovechamos la circunstancia para hacer carrera. No me malinterprete, también se trataba de un trabajo que exigía lo suyo. Yo fui designado el mentor de Zalachenko y durante los primeros diez años nos vimos, si no a diario, por lo menos un par de veces por semana. Eso sucedió mientras él estaba rebosante de información fresca. Al mismo tiempo, mi trabajo consistía en controlarlo.

– ¿Qué quiere decir?

– Zalachenko era un cabrón escurridizo. Podía ser increíblemente encantador, pero también comportarse como un loco de remate o un paranoico. Tenía períodos en los que abusaba del alcohol y, entonces, se volvía violento. En más de una ocasión me vi obligado a acudir en plena noche hasta donde estaba para sacarlo de alguno de los líos en los que se metía.

– ¿Por ejemplo…?

– Por ejemplo, una vez fue a un bar, empezó a discutir con una persona y les dio una salvaje paliza a los dos guardias que intentaron tranquilizarlo. Estamos hablando de un tío bastante bajo y delgado, aunque con una preparación extraordinaria para el combate cuerpo a cuerpo, de la cual, por desgracia, hacía alarde en algunas ocasiones. Un día tuve que ir a buscarlo, incluso, al calabozo de la policía.

– Suena como si estuviera loco. Al fin y al cabo, se exponía a llamar la atención. No me parece muy profesional.

– Ya, pero él era así. No había cometido ningún delito en Suecia ni había sido detenido ni arrestado por nada. De modo que le proporcionamos un pasaporte y un carné de identidad suecos, así como un nombre sueco. Y tenía una vivienda, pagada por la Säpo, a las afueras de Estocolmo. También le ofrecimos un sueldo para que estuviera constantemente a nuestra disposición. Pero no le podíamos prohibir que saliera a tomar una copa ni que se metiera en líos de faldas. Lo único que podíamos hacer era limpiar por donde pasaba. Esa fue mi tarea hasta 1985, momento en el que ocupé otro puesto y otra persona tomó el relevo como mentor de Zalachenko.

– ¿Y el papel de Bjurman?

– Bjurman resultaba una carga. No destacaba precisamente por su inteligencia y, además, era la persona equivocada en el sitio equivocado. Su implicación en el asunto, ya desde sus inicios, fue fruto de la más pura casualidad. Sólo participó muy al principio y en muy contadas ocasiones, cuando teníamos que tramitar algunos temas jurídicos. Mi jefe resolvió el problema de Bjurman.

– ¿Cómo?

– De la manera más sencilla que se pueda imaginar. Le dieron un trabajo fuera de la policía, en un bufete que, por decirlo de algún modo, nos era afín.

– Klang y Reine.

Gunnar Björck le lanzó una mirada incisiva a Mikael. Luego asintió.

– Bjurman no era una persona demasiado inteligente, pero se las supo arreglar bastante bien. Durante todos estos años, la Säpo le fue encargando diferentes trabajos, informes y cosas por el estilo. En cierto sentido, él también ha hecho carrera gracias a Zalachenko.

– ¿Y dónde está Zala en la actualidad?

Björck dudó un instante.

– No lo sé. Mi contacto con él disminuyó a partir de 1985 y llevo más de doce años sin verlo. Lo último que supe de él fue que abandonó Suecia en 1992.

– Al parecer, ha vuelto. Su nombre ha aparecido vinculado a armas, asuntos de drogas y trafficking.

– No debería sorprenderme -suspiró Björck-, aunque tampoco sabe a ciencia cierta si se trata de ese Zala o de alguna otra persona.

– La probabilidad de que aparezcan dos Zalas en esta historia debe de ser microscópica. ¿Cuál era su nombre sueco?

Björck contempló a Mikael.

– No pienso revelarlo.

– Has prometido contármelo todo.

– Quería saber quién era Zala, ¿no? Pues ya se lo he dicho. Pero no pienso darle la última pieza del puzle hasta que no me asegure que va a mantener su parte del trato.

– Lo más probable es que Zala haya cometido tres asesinatos, mientras que la policía está buscando a una persona inocente. Si cree que me quedo satisfecho sin conocer el nombre sueco de Zala, se equivoca.

– ¿Cómo sabe que Lisbeth Salander no es la asesina?

– Lo sé.

Gunnar Björck le dedicó una sonrisa. De repente se sintió mucho más seguro.

– Creo que Zala es el asesino -dijo Mikael.

– Se equivoca. Zala no ha matado a nadie.

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