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Al contrario de lo que pensaba la mayoría de sus amigos, Mikael nunca había sido un ligón. Como mucho, se hacía notar y daba a entender que estaba dispuesto, pero siempre dejaba que la mujer tomara la iniciativa. Las más de las veces el sexo llegaba como una consecuencia lógica. Las mujeres con las que acababa acostándose raramente eran ocasionales one night stands; es cierto que ese tipo de mujeres también había existido, pero, en general, terminaban siendo sesiones bastante insatisfacto-rias. Las mejores relaciones de Mikael habían sido con personas que había llegado a conocer bien y que le gustaban. Por eso no era fruto de la casualidad que, veinte años antes, hubiera iniciado una relación con Erika Berger: eran amigos y se atraían mutuamente.

Sin embargo, la fama adquirida en los últimos tiempos había provocado que las mujeres se sintieran cada vez más atraídas por su persona de una forma que a él se le antojó rarísima e incomprensible. Lo más sorprendente era que las jóvenes le tiraran los tejos impulsivamente en las situaciones más inesperadas.

No obstante -por muy cortas que fuesen sus faldas y por muy bien proporcionados que estuviesen sus cuerpos-, el interés de Mikael se dirigía a un tipo de mujer completamente distinto al de las entusiastas adolescentes. Cuando era más joven, las chicas con las que salía tenían, por lo general, más edad que él; en algunos casos eran, incluso, bastante mayores y mucho más experimentadas. A medida que fue cumpliendo años, sin embargo, la diferencia se fue compensando progresivamente. Sin lugar a dudas, Lisbeth Salander, con veinticinco años, había bajado notablemente la media de edad de sus compañeras de cama.

Esa era la razón de su apresurada reunión con Erika.

Con el objeto de hacerle un favor a una de las amigas de Erika, Millennium había cogido a una chica del instituto para realizar prácticas. Eso en sí mismo no suponía nada extraordinario; todos los años tenían varias personas en prácticas. En su momento, Mikael saludó educadamente a la joven de diecisiete años y casi al instante constató que su interés por el periodismo era más bien escaso, si exceptuamos su deseo de «salir en la tele» y -sospechaba Mikael- trabajar en Millennium porque, por lo visto, ahora otorgaba cierto estatus.

No tardó en darse cuenta de que ella no perdía ocasión de acercarse a él. Mikael fingía no percatarse de sus avances -exageradamente obvios-, cosa que sólo provocó que ella redoblara sus esfuerzos. Resultaba simplemente fastidioso.

De repente, Erika Berger se rió.

– No me lo puedo creer: sufres acoso sexual en el trabajo.

– Ricky, esto me resulta muy desagradable. Por nada del mundo quisiera herirla o avergonzarla. Pero es menos sutil que una yegua en celo. Estoy algo preocupado por lo que pueda llegar a hacer.

– Mikael, está enamorada de ti y, sencillamente, es demasiado joven para saber cómo actuar.

– Sorry. Te equivocas. Sabe jodidamente bien cómo hacerlo. Hay algo raro en su comportamiento y le está empezando a molestar que yo no muerda el anzuelo. Y lo que menos necesito ahora es otra ola de rumores que me presente como un viejo verde tipo Mick Jagger a la caza de conejitas.

– De acuerdo. Lo entiendo. O sea, que anoche ella se presentó en tu casa.

– Con una botella de vino. Dijo que había estado en la fiesta de un «conocido» que vivía en el barrio, intentando que su visita sonara a simple casualidad.

– ¿Y qué le contestaste?

– No la dejé pasar. Mentí y le dije que llegaba en un momento inoportuno, que estaba con una mujer.

– ¿Y cómo se lo tomó?

– Se mosqueó de la hostia pero se largó.

– ¿Y qué quieres que yo haga?

– Get her off my back. El lunes pienso hablar con ella en serio. O para o la echo a patadas de la redacción.

Erika Berger meditó un momento.

– No. No le digas nada. Hablaré con ella.

– No tengo elección.

– Está buscando un amigo, no un amante.

– No sé lo que andará buscando, pero…

– Mikael, yo también he pasado por eso. Hablaré con ella.

Nils Bjurman, al igual que cualquiera que hubiera visto la tele o leído un periódico durante el último año, sabía quién era Mikael Blomkvist. Sin embargo, no lo reconoció; y, aunque lo hubiese hecho, no habría reaccionado. Ignoraba por completo que existiera un vínculo entre la redacción de Millennium y Lisbeth Salander.

Además, estaba demasiado inmerso en sus propios pensamientos como para prestarle atención a su entorno.

Liberado, por fin, de su parálisis intelectual había empezado a analizar lentamente su propia situación y a cavilar sobre cómo aniquilar a Lisbeth Salander.

El problema giraba en torno a un solo escollo: el mismo de siempre.

Lisbeth Salander disponía de una película de noventa minutos que había grabado con cámara oculta y que mostraba en detalle cómo la violaba. Había visto la película. No daba pie a interpretaciones benévolas. Si alguna vez llegara al conocimiento del fiscal o -aún peor- si cayera en las garras de los medios de comunicación, su vida, su carrera profesional y su libertad se acabarían. Gracias a sus conocimientos de las penas impuestas por violación con agravantes, aprovechamiento de una persona en situación de dependencia, maltrato y maltrato grave, estimaba que le caerían unos seis años de cárcel. Un fiscal quisquilloso podría, incluso, apoyarse en una parte de la película para alegar intento de asesinato.

Le había faltado poco para ahogarla durante la violación, cuando, excitado, le hundió un cojín en la cara. Ojalá hubiera llegado hasta el final.

No entenderían que ella había estado jugando con él todo el tiempo. Lo provocó, lo engatusó con sus dulces ojos infantiles y lo sedujo con un cuerpo que podría ser el de una niña de doce años. Permitió que la violara. La culpa era de ella. Nunca comprenderían que, en realidad, había dirigido un espectáculo teatral. Ella lo había planificado todo…

Actuara como actuase, una condición sine qua non era hacerse con la película y asegurarse de que no existían copias. Ese era el quid de la cuestión.

No le cabía duda de que, a lo largo de los años, una bruja como Lisbeth Salander se habría granjeado unos cuantos enemigos. Sin embargo, el abogado Bjurman contaba con una gran ventaja. A diferencia de todos los demás -quienes, por una u otra razón, se habrían desesperado con ella-, él tenía libre acceso a todos sus historiales médicos, a los expedientes de los servicios sociales y a los informes psiquiátricos. Él era una de las pocas personas de toda Suecia que conocía sus secretos más íntimos

El informe que en su día le proporcionó la comisión de tutelaje al aceptar el encargo de convertirse en su administrador era breve y muy general: poco más de quince páginas que, fundamentalmente, presentaban una visión de su vida adulta, un resumen del diagnóstico al que habían llegado los psiquiatras forenses, la decisión del tribunal de someterla a la tutela de un administrador y la revisión del último año de sus cuentas bancanas.

Había leído ese informe una y otra vez. Luego, sistemáticamente, se puso a reunir datos sobre el pasado de Lisbeth Salander.

Gracias a su profesión estaba muy familiarizado con el procedimiento para recabar información en los registros oficiales. Al ser su administrador, no tuvo ningún problema para traspasar el secreto profesional al que estaban sometidos sus historiales médicos. Él era una de las pocas personas que podía tener acceso a cualquier papel que deseara relacionado con Lisbeth Salander.

Aun así le llevó meses recomponer, detalle a detalle, toda su vida; desde las primeras anotaciones hechas en el colegio hasta investigaciones policiales y actas del tribunal, pasando por los informes de los servicios sociales. Acudió personalmente al doctor Jesper H. Löderman -el psiquiatra que recomendó que Salander fuera recluida nada más cumplir dieciocho años- para hablar sobre el estado de la joven. El doctor le hizo un meticuloso repaso de sus razonamientos. Todos le fueron útiles a Bjurman. Una mujer de la comisión de los servicios sociales incluso le llegó a felicitar por mostrar un compromiso tan por encima de lo normal en su empeño por enterarse de todos los aspectos de la vida de Lisbeth Salander.

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