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– Tengo que hablar -contestó con una voz lastimera-. Quiero pedirte perdón…

Llena de expectación, ella escuchó su sorprendente súplica. Finalmente, se inclinó hacia delante, apoyándose en la cama, y le lanzó una siniestra mirada.

– Escúchame con atención: eres un mierda. Jamás te perdonaré. Pero si te portas bien, el día que se anule mi declaración de incapacidad te dejaré marchar.

Ella esperó hasta que él bajó la mirada. «Me obliga a arrastrarme ante ella.»

– Lo que te dije hace un año sigue en vigor. Si fracasas, haré pública la película. Si contactas conmigo de alguna manera, aparte de lo que yo haya decidido, haré pública la película. Si por casualidad yo muriera en un accidente, se hará pública la película. Si me vuelves a tocar, te mataré.

La creía. Sus palabras no dejaban lugar a dudas ni a negociaciones.

– Otra cosa. El día que te deje ir, podrás hacer lo que te plazca. Pero hasta ese momento no vuelvas a pisar esa clínica de Marsella. Si vas hasta allí para iniciar un tratamiento, te volveré a tatuar. Pero esta vez, en la frente.

«La madre que la parió… ¿Cómo diablos ha podido enterarse…?»

Acto seguido desapareció. Él oyó un ligero clic en la puerta de entrada cuando ella echó la llave. Era como si le hubiese visitado un fantasma.

Desde ese mismo momento empezó a odiar a Lisbeth Salander con la intensidad de un hierro al rojo vivo que le abrasaba la mente y convertía su existencia en una insaciable ansia de destruirla. Fantaseaba con su muerte. Fantaseaba con que ella se arrastrara de rodillas ante él suplicándole clemencia. El sería implacable. Soñaba con ponerle las manos alrededor del cuello y apretar hasta que se quedara sin aire. Quería sacarle los ojos de las órbitas y arrancarle el corazón. Quería borrarla de la faz de la tierra.

Paradójicamente, también fue en ese momento cuando sintió que volvía a empezar a funcionar y que encontraba un extraño equilibrio espiritual. Seguía obsesionado con Lisbeth Salander, y cada minuto de su existencia giraba en torno a ella. Pero descubrió que había vuelto a pensar de manera racional. Para destrozarla, tendría que recuperar el control sobre su propio intelecto. Su vida tenía un nuevo objetivo.

Ese fue el día en el que dejó de fantasear sobre la muerte de Lisbeth para empezar a planearla.

Sorteando las mesas del Café Hedon con dos ardientes vasos de caffè latte en las manos, Mikael Blomkvist pasó a menos de dos metros por detrás del abogado Nils Bjurman hasta donde estaba sentada Erika Berger. En su vida habían oído hablar del abogado, de modo que no repararon en su presencia.

Erika arrugó la nariz y desplazó un cenicero para hacer sitio a los vasos. Mikael colgó la cazadora en el respaldo de la silla, se acercó el cenicero y encendió un cigarrillo. Erika odiaba el humo del tabaco y miró algo molesta a Mikael. Él le pidió disculpas y, soplando, le apartó el humo.

– Creía que lo habías dejado.

– Una recaída pasajera.

– Voy a dejar de acostarme con hombres que huelan a tabaco -dijo con una amable sonrisa.

– No problem. El mundo está lleno de chicas menos quisquillosas -replicó Mikael, devolviéndole la sonrisa.

Erika Berger alzó la mirada al cielo.

– ¿Cuál es el problema? He quedado con Charlie dentro de veinte minutos. Vamos a ir al teatro.

Charlie era Charlotta Rosenberg, la amiga de infancia de Erika.

– Nuestra chica en prácticas me saca de quicio. Encima es hija de una de tus amigas. Lleva dos semanas con nosotros y se va a quedar ocho más. No sé si la aguantaré tanto tiempo.

– Me he dado cuenta de que te echa miradas lascivas. Espero, por supuesto, que te portes como un caballero.

– Erika, la chica tiene diecisiete años y una edad mental de poco más de diez. Y estoy siendo muy generoso.

– Lo que le pasa es que está impresionada por haberte conocido. Simple idolatría, sin duda.

– Anoche, a las diez y media, llamó al telefonillo de casa, dispuesta a subir con una botella de vino.

– Ufff -dijo Erika Berger.

– Guárdate tus ufff -replicó Mikael-. Si tuviera veinte años menos, tal vez no lo dudaría ni un segundo. Pero, por Dios… tiene diecisiete años. Yo voy a cumplir cuarenta y cinco.

– No me lo recuerdes. Tenemos la misma edad.

Mikael Blomkvist se inclinó hacia atrás y sacudió la ceniza del cigarrillo.

Mikael Blomkvist tenía muy presente que el caso Wennerström le había otorgado un extraño estatus de estrella. Durante el año anterior recibió invitaciones a fiestas y eventos procedentes de los sitios más insospechados.

Resultaba obvio que quienes lo invitaban lo hacían porque deseaban incorporarlo a su círculo de conocidos; de ahí, el beso de bienvenida que le daban en la mejilla esas personas que apenas le habían dado la mano anteriormente, pero que ahora querían parecer íntimos amigos y confidentes. No se trataba tanto de colegas de los medios de comunicación -a ésos ya los conocía y con ellos ya tenía alguna relación, buena o mala- como de las, así llamadas, personalidades del mundo de la cultura: actores, mediocres contertulios de la vida social y famosos de pacotilla. Simplemente, les daba prestigio contar con Mikael Blomkvist como invitado en una fiesta de presentación de algo o en una cena privada. A lo largo del último año le habían estado lloviendo invitaciones y solicitudes para participar en un evento tras otro. Empezaba a ser una costumbre contestar diciendo cosas como «me encantaría pero, lamentablemente, tengo otro compromiso», etcetera.

A las desventajas de su condición de famoso también se sumaba una creciente oleada de rumores. En una ocasión, un conocido se puso en contacto con él tras haber oído que Mikael había acudido a un centro de desintoxicación para drogadictos. En realidad, el consumo total de drogas que Mikael había realizado desde su adolescencia se limitaba a unos cuantos porros y a la cocaína que probó una vez, hacía ya más de quince años, con una chica holandesa cantante de un grupo de rock. El consumo de alcohol se lo había tomado más en serio, aunque, aun así, se reducía a alguna que otra borrachera en una cena o en una fiesta. Cuando acudía a algún bar, raramente se bebía más de una pinta de cerveza; tampoco le importaba tomarla sin alcohol. En el mueble bar de su casa tenía vodka y unas cuantas botellas de whisky de malta que le habían regalado y que abría tan pocas veces que resultaba ridículo.

El hecho de que Mikael fuera soltero y de que hubiera tenido varias aventuras y relaciones esporádicas era bien conocido tanto dentro como fuera de su círculo de amistades, lo cual daba lugar a otra serie de rumores. Hacía ya mucho tiempo que su relación con Erika Berger era objeto de numerosas especulaciones. Durante el último año éstas habían sido completadas con afirmaciones tales como que Mikael iba de cama en cama, ligaba sin parar y se aprovechaba de su condición de famoso para tirarse, una tras otra, a las clientas de todos los bares de Estocolmo. El rumor llegó a tal extremo que un periodista que apenas conocía a Mikael le preguntó si no debería pedir ayuda para que lo trataran de su adicción al sexo. El comentario surgió a raíz de que un célebre actor norteamericano acudiera a una clínica especializada en el tratamiento de dicho problema.

Es cierto que Mikael había tenido numerosas y breves relaciones; en alguna ocasión incluso mantuvo varias simultáneamente. Ni él mismo sabía muy bien a qué se debía. Era consciente de que físicamente no estaba mal pero nunca se había considerado especialmente atractivo. Sin embargo, a menudo le decían que poseía un algo especial que provocaba que las mujeres se interesaran por él. Una vez, Erika Berger le comentó que irradiaba, al mismo tiempo, confianza en sí mismo y seguridad, y que tenía el don de hacer que las mujeres se sintieran relajadas y sin necesidad de demostrarle nada. Acostarse con él no era ni incómodo, ni complicado, ni arriesgado; más bien estaba desprovisto de exigencias y resultaba eróticamente placentero. Como debía ser, según Mikael.

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