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– ¿Y no se la olvidaría encima de la mesa? Nadie es perfecto.

– Holmberg nunca utilizó esa llave. Usó la del llavero de Bjurman, que ya obraba en nuestro poder.

Bublanski se frotó la barbilla.

– Entonces ¿no ha sido el típico robo?

– Intrusión. Alguien entró en el domicilio de Bjurman y estuvo curioseando. Eso debió de ocurrir entre el miércoles y el domingo por la noche, cuando el vecino advirtió que habían cortado el precinto.

– O sea, que alguien ha estado buscando algo. ¿Jerker?

– Allí no hay nada que no hayamos requisado ya.

– Que nosotros sepamos, por lo menos. El móvil de los asesinatos sigue pendiente de determinar. Hemos partido de la suposición de que Salander es una psicópata, pero incluso los psicópatas necesitan un móvil.

– ¿Y cuál es tu teoría?

– No lo sé. Me desconcierta que alguien se tome la molestia de registrar el apartamento de Bjurman. Así que necesitamos responder a dos preguntas. Primera, ¿quién? Segunda, ¿por qué? ¿Qué se nos ha pasado?

Se hizo el silencio un breve instante.

– Jerker…

Jerker Holmberg suspiró resignadamente.

– De acuerdo. Iré al piso de Bjurman y lo volveré a examinar. Con lupa.

Eran las once de la mañana del lunes cuando Lisbeth se despertó. Se quedó en la cama remoloneando media hora antes de levantarse, encender la cafetera eléctrica y meterse bajo la ducha. Nada más salir del cuarto de baño, se preparó dos sándwiches y se sentó ante su PowerBook para ponerse al día de todo lo que ocurría en el ordenador del fiscal Ekström y para echarles un vistazo a las ediciones digitales de unos cuantos periódicos matutinos. Se percató de que el interés por los asesinatos de Enskede había disminuido. Luego, abrió la carpeta de investigación de Dag Svensson y leyó detenidamente las notas de su encuentro con el periodista Per-Åke Sandström, el putero que hacía de chico de los recados para la mafia del sexo y que tenía información sobre Zala. Cuando acabó de leer, se sirvió más café y se sentó en el alféizar de la ventana a reflexionar.

A las cuatro ya había terminado.

Necesitaba dinero. Tenía tres tarjetas de crédito. Una de ellas estaba a nombre de Lisbeth Salander, así que era inutilizable. En otra figuraba como titular Irene Nesser, pero Lisbeth evitaba usarla puesto que entonces no le quedaría más remedio que identificarse con el pasaporte de la susodicha, lo que conllevaba su riesgo. La tercera había sido emitida a nombre de Wasp Enterprises y estaba asociada a una cuenta con más de diez millones de coronas en la que se podían realizar operaciones a través de Internet. Cualquier persona podría usar la tarjeta pero, por supuesto, debería identificarse.

Entró en la cocina, abrió un bote de galletas y sacó un fajo de billetes. Tenía novecientas cincuenta coronas, muy poca cosa. Por fortuna, también le quedaban mil ochocientos dólares norteamericanos que habían estado tirados por allí desde que volviera a Suecia; se podían cambiar de forma anónima en cualquier oficina de Forex. Eso mejoraba la situación.

Se colocó la peluca de Irene Nesser y se vistió acorde al personaje. Preparó una muda y una caja con maquillaje de teatro que metió en una mochila. Acto seguido, inició la segunda expedición desde Mosebacke. Fue a pie hasta Folkungagatan y continuó hasta Erstagatan, donde entró en Watski poco antes de la hora de cierre. Compró cinta aislante, una polea y ocho metros de maroma de algodón.

Regresó en el 66. En Medborgarplatsen vio a una mujer en la parada del autobús. Al principio no la reconoció, pero en algún lugar de su cabeza se activó una alarma y cuando volvió a mirar identificó a Irene Flemström, empleada del Departamento de Contabilidad de Milton Security. Lucía un corte de pelo distinto y más moderno. Lisbeth se escabulló discretamente mientras Flemström subía. Puso especial cuidado, recorrió una y otra vez los alrededores con la mirada buscando caras que pudieran resultarle conocidas. Pasó por el arco de Bofill y caminó hasta Södra Station, donde cogió el tren de cercanías con dirección al norte.

La inspectora Sonja Modig estrechó la mano de Erika Berger, quien de inmediato le ofreció café. Se dirigieron a la pequeña cocina, donde Sonja reparó en que no había dos tazas iguales; todas tenían publicidad de distintos partidos políticos, organizaciones sindicales y empresas.

– Proceden de diversas noches electorales y de varias entrevistas -explicó Erika Berger, ofreciéndole una que tenía el logotipo de la asociación de jóvenes liberales.

Sonja Modig pasó tres horas en la mesa de trabajo de Dag Svensson. La ayudó la secretaria de redacción, Malin Eriksson; en parte, para explicarle de qué iban el libro y el artículo de Dag y en parte, para ayudarla a navegar por el material de investigación. Sonja Modig se quedó asombrada ante la avalancha de documentación. El hecho de que el ordenador de Dag Svensson hubiera desaparecido y de que, de ese modo, su trabajo pareciera inaccesible, había frustrado una vía de la investigación policial. En realidad, las copias de seguridad de casi todo ese material siempre se hallaron en las oficinas de Millennium.

Mikael Blomkvist no estaba en la redacción pero Erika Berger le proporcionó a Sonja Modig una relación del material que Mikael había retirado de la mesa de Dag Svensson; no eran más que notas referidas a la identidad de las fuentes. Al final, Modig llamó a Bublanski y le explicó la situación. Por razones inherentes a la investigación decidieron requisar todo lo que había en la mesa de Dag Svensson, incluido el ordenador de Millennium. Y si el instructor del sumario considerara legítimo exigir también el material que había cogido Mikael, tendría que volver para reclamarlo y negociar su entrega. Luego, Sonja Modig redactó un acta de confiscación y Henry Cortez la ayudó a bajar las cosas al coche.

El lunes por la noche, Mikael sentía una frustración insondable. Desde la semana anterior, había despachado diez de los nombres que Dag Svensson pretendía denunciar. En todos los casos, se encontró con hombres preocupados, indignados y en estado de shock. Constató que los ingresos medios de esos individuos rondaban las cuatrocientas mil coronas al año. Era un patético grupo de hombres asustados.

Sin embargo, en ningún momento le dio la impresión de que tuvieran algo que ocultar en relación con los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman. Todo lo contrario, varios de ellos parecían pensar que a partir de ese instante su situación no haría más que empeorar pues, en la caza de brujas que imaginaban que iba a desatar la prensa, sus nombres aparecerían asociados a los crímenes.

Mikael abrió su iBook y comprobó si había recibido algún mensaje de Lisbeth. No. En su anterior escrito, había dicho que los puteros carecían de interés y que eran una pérdida de tiempo. La maldijo con una retahila que Erika Berger habría calificado de sexista, pero también de innovadora. Tenía hambre, y no le apetecía cocinar. Además, llevaba dos semanas sin hacer la compra, a excepción de algún que otro cartón de leche en la tienda del barrio. Se puso la americana, bajó a la taberna griega de Hornsgatan y pidió cordero a la brasa.

Lo primero que hizo Lisbeth Salander fue inspeccionar la escalera; después, al anochecer, dio dos discretas vueltas por los inmuebles vecinos. Eran unos edificios de apartamentos de tres alturas, en los cuales -sospechaba- se oiría mucho cualquier ruido. No resultaban nada oportunos para sus intenciones. El periodista Per-Åke Sandström vivía en un apartamento de una de las esquinas de la tercera planta, la más alta. La escalera continuaba hasta una puerta que conducía a un trastero. Le podía servir.

El problema residía, naturalmente, en que todas las ventanas del apartamento estaban a oscuras, lo que daba a entender que el propietario no estaba en casa.

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