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16. YO TAMBIÉN ESTOY ENCANTADO DE VOLVER A VERTE

Dave volvía de buscar a su hijo Michael del colegio cuando doblaron la esquina y vieron a Sean Devine y a otro tipo apoyados en el maletero de un sedán negro que estaba aparcado delante de la casa de los Boyle. El coche negro llevaba matrícula oficial y suficientes antenas adheridas al maletero para poder establecer conexión con Venus; Dave, a catorce metros de distancia, supo con una sola mirada que el compañero de Sean, al igual que éste, era un poli. Tenía esa barbilla ligeramente prominente tan propia de los policías, y una forma de apoyarse sobre los talones mientras se echaba ligeramente hacia delante que también era característica de los policías. Y si todo eso no bastaba para delatarle, el corte de pelo de infante de marina en un tipo de cuarenta y pocos años junto con las gafas de sol de aviador con montura dorada eran más que suficiente para ponerle en evidencia.

Dave tensó la mano con la que cogía a Michael, y tuvo la misma sensación en el pecho que si alguien hubiera puesto en remojo un cuchillo en agua helada y después le hubiera colocado el filo contra los pulmones. Estuvo a punto de detenerse, ya que sus pies se esforzaban en quedarse inmóviles sobre la acera, pero algo le hizo seguir avanzando, con la esperanza de dar una apariencia normal y espontánea. Sean volvió la cabeza hacia él, en un principio con ojos despreocupados e inexpresivos, que luego se estrecharon al reconocer a Dave y cruzarse sus miradas.

Ambos hombres sonrieron a la vez: Dave con la mejor de sus sonrisas y Sean, con una gran sonrisa. Dave se sorprendió al ver que el rostro de Sean pareciera expresar que estaba contento de verdad de volver a verle.

– Dave Boyle -dijo Sean, apartándose del coche con la mano extendida-. ¡Cuánto tiempo!

Dave le estrechó la mano y se sorprendió de nuevo al ver que Sean le daba una palmada en el hombro.

– Desde aquella vez que nos vimos en el Tap -afirmó Dave-. ¿Cuanto hace de eso, seis años?

– Sí, más o menos. ¡Tienes muy buen aspecto, hombre! -

– ¿Cómo te van las cosas, Sean?

Dave sentía una sensación de afecto que le recorría el cuerpo y que su cerebro le decía que debía evitar.

Pero ¿por qué? ¡Quedaba tan poca gente de los viejos tiempos! Y no sólo eran los antiguos clichés (cárcel, drogas o policías) los que se los habían llevado. Las afueras, al igual que otros estados, también habían traído a una buena cantidad de ellos; el aliciente de encajar con el resto de la humanidad, de convertirse en un gran país de jugadores de golf, de asiduos a los centros comerciales y de propietarios de pequeños negocios con mujeres rubias y grandes pantallas de televisión.

No, la verdad es que no quedaban muchos. Dave sintió una pizca de orgullo, de felicidad y de extraña aflicción mientras le daba la mano a Sean y recordaba aquel día en el andén del metro en el que Jimmy había saltado a los raíles del tren, y los sábados en general, aquella época en la que sentían que todo era posible.

– Muy bien -respondió Sean y, aunque lo dijo con convicción, Dave se percató de que algo diminuto le malograba la sonrisa-. ¿Y este quién es?

Sean se agachó junto a Michael.

– Es mi hijo -contestó Dave-. Michael.

– ¡Hola, Michael! Encantado de conocerte.

– iHola!

– Me llamo Sean. Tu padre y yo habíamos sido amigos hace un montón de años.

Dave se percató de que a Michael le complacía la voz de Sean. Sin lugar a dudas, Sean tenía una voz muy especial, parecida a la del tipo que hacía la voz en off de los avances cinematográficos de la temporada, y Michael se alegró al oirla, viendo la leyenda, tal vez, de su padre y de aquel desconocido alto y seguro de si mismo cuando eran niños y jugaban en las mismas calles, y con los mismos sueños que los de Milchael y sus amigos.

– Encantado de conocerle -dijo Michael.

– El placer es mío, Michael. -Sean estrechó la mano de Michael y después se levantó y miró a Dave-. ¡Un chico muy majo, Dave! ¿Cómo está Celeste?

– Muy bien.

Dave intentó recordar el nombre de la mujer con la que Sean se había casado, pero sólo recordaba que la había conocido en la universidad. ¿Laura? ¿Erin?

– Salúdala de mi parte, ¿quieres?

– Por supuesto. ¿Aún sigues en la policía estatal?

Dave entornó los ojos en el momento en que el sol salía de detrás de una nube y reverberaba con fuerza en el resplandeciente maletero negro del sedán oficial.

– Sí -contestó Sean-. De hecho, te presento al sargento Powers, Dave. Mi jefe. Del Departamento de Homicidios de la Policía del Estado.

Dave estrechó la mano del sargento Powers, y la palabra quedó entre ellos, flotando en el aire. Homicidio.

– ¿Cómo está?

– Bien, señor Boyle. ¿Y usted?

– Bien.

– Dave -dijo Sean-, si tienes un momento libre, nos encantaría hacerte un par de preguntas rápidas.

– Por supuesto. ¿Qué pasa?

– ¿Qué le parece si vamos dentro?

El sargento Powers inclinó la cabeza hacia la puerta principal de la casa de Dave.

– ¡Sí, claro! -Dave volvió a coger a Michael de la mano-. Síganme.

Cuando pasaban por delante de la casa de McAllister en dirección a las escaleras, Sean comentó:

– He oído decir que, incluso aquí, los precios del alquiler han subido mucho.

– Incluso aquí -repitió Dave-. Parece que quieran convertirlo en un barrio similar al de la colina, con una tienda de antigüedades en cada esquina.

– Si, la colina -dijo Sean con una risa sofocada- ¿Recuerdas la casa de mi padre? Ahora es un bloque de pisos.

– ¡No puede ser! -exclamó Dave-. ¡Con lo bonita que era!

– Evidentemente la vendió antes de que los precios se pusieran por las nubes.

– ¡Y ahora es un bloque de pisos! -se lamentó Dave, mientras la voz le resonaba en la estrecha escalera. Negó con la cabeza-. Estoy seguro de que los ejecutivos que lo compraron sacan por cada piso la misma cantidad por la que se la vendió tu padre.

– Sí, más o menos -respondió Sean-. Pero ¿qué se puede hacer?

– No lo sé. Pero debe de haber alguna manera de detener a esa gente. Devolverles al lugar que les corresponde a ellos y a sus malditos teléfonos móviles. Sean, el otro día un amigo mío me dijo: «Lo que este barrio necesita es una buena oleada de delitos, joder». -Dave se rió-. «Eso haría que los precios de compra, y con ello también los de alquiIer, volvieran al nivel que les pertenece.»

– Si siguen asesinando a chicas en el Pen Park, señor Boyle, es posible que su deseo se haga realidad -apuntó el sargento Powers.

– No es mi deseo en absoluto -replicó Dave.

– Ya me lo imagino -dijo el sargento Powers.

– Papá, has dicho la palabra esa que empieza por «j» -dijo Michael.

– Lo siento, Mike. No volverá a suceder -guiñó el ojo a Sean por encima del hombro mientras abría la puerta de la casa.

– ¿Está su mujer en casa, señor Boyle? -le preguntó el sargento Powers mientras entraban.

– ¿Eh? No, no está. Mike, ahora vete a hacer los deberes, ¿de acuerdo? De aquÍ a un rato tenemos que ir a casa del tío Jimmy y de la tía Annabeth.

– ¡Venga! Yo…

– Mike -repitió Dave mirando a su hijo-. Haz el favor de irte arriba. Estos hombres y yo tenemos que hablar.

Michael adoptó esa expresión de abandono que los niños suelen poner cada vez que se sienten excluidos de las conversaciones de los mayores; se dirigió hacia las escaleras, con los hombros caídos y arrastrando los pies como si tuviera bloques de hielo atados a los tobillos. Soltó el suspiro que había aprendido de su madre y comenzó a subir las escaleras.

– Debe ser algo generalizado -comentó el sargento powers mientras tomaba asiento en el sofá de la sala de estar.

– ¿El qué?

– Ese gesto de los hombros. Cuando tenía su edad, mi hijo solía hacer lo mismo cada vez que lo mandábamos a dormir.

– ¿De verdad? -exclamó Dave; luego se sentó en el canapé que había al otro lado de la mesa auxiliar.

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