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Dennis Lehane

Rio Mistico

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Él no comprendía a las mujeres. No del modo en que los camareros o los cárnicos no entendían a las mujeres, sino de la forma en que la gente pobre no comprendía la economía. Uno podría pasarse la vida entera delante del edificio del Girard Bank, sin llegar jamás a imaginarse 10 que pasaba allí dentro. Ésa es la razón por la que, en lo más profundo de sus corazones, siempre preferirían atracar un 7-Eleven.

PETE DEXTER, God's Pocket [El bolsillo de Dios]

No existe la calle sin piedras mudas

ni la casa sin ecos.

GÓNGORA

I. LOS NIÑOS QUE ESCAPARON DE LOS LOBOS

(1975)

1. LA COLINA y LAS MARISMAS

Cuando Sean Devine y Jimmy Marcus eran niños, sus padres trabajaban juntos en la fábrica de golosinas Coleman; al llegar a casa, aún llevaban impregnado el hedor de chocolate caliente. Se convirtió en una permanente de su ropa, de la cama donde dormían y del respaldo de vinilo del asiento de sus coches. La cocina de Sean olía a crema de cacao, y el cuarto de baño a barrita de chocolate Coleman. AI cumplir los once años, Sean y Jimmy habían llegado a odiar tanto los dulces que durante el resto de su vida, nunca volvieron a añadir azúcar al café ni a tomar postres.

Los sábados, el padre de Jimmy se dejaba caer por casa de los Devine a tomarse una cerveza con el padre de Sean. Solía llevarse a Jimmy y, cuando lo que en principio debía ser una cerveza se convertía en seis, más dos o tres chupitos de Dewar's, Jimmy y Sean se iban a jugar al patio de atrás; a veces, también se les unía Dave Boyle, un niño corto de vista y con muñecas de chica que siempre contaba chistes que había aprendido de sus tíos. Desde el otro lado del cristal de la ventana de la cocina solían oír el siseo de las latas de cerveza al abrirse, estallidos de súbitas carcajadas y los fuertes chasquidos de los Zippos cuando el señor Devine y el señor Marcus encendían sus Lucky.

El padre de Sean, un capataz, tenía el mejor empleo. Era alto y rubio, y su sonrisa relajada y natural había calmado más de una vez la furia de su madre, como si apagase un interruptor dentro de ella. El padre de Jimmy cargaba camiones. Era bajito y por su frente caía una maraña de cabello oscuro; había algo en sus ojos que parecía impedirle dejarlos quietos. Se movía con demasiada rapidez; en un instante ya estaba en la otra punta de la sala. Dave Boyle no tenía padre, sólo un montón de tíos, y la única razón por la que solía ir allí los sábados era porque tenía la habilidad de pegarse a Jimmy como si fuera una tirita; cada vez que le veía salir de casa con su padre, se plantaba junto al coche y, casi sin aliento, le decía: «¿Qué tal, Jimmy?», con una triste expresión de esperanza.

Todos ellos vivían en East Buckingham, al oeste del centro de la ciudad, un vecindario de tiendas de barrio estrechas, pequeños parques y carnicerías donde la carne, todavía rosada por la sangre, colgaba de los escaparates. Los bares tenían nombres irlandeses y había Dodge Darts aparcados junto a las aceras. Las mujeres llevaban pañuelos atados a la nuca y cajitas de imitación de piel para los cigarrillos. Hasta hacia un par de años, los chicos mayores habían sido arrancados de la calle, cual víctimas de una abducción por naves espaciales, para enviarlos a la guerra. Regresaban vacíos y tristes al cabo de un año más o menos, o sencillamente no regresaban. Durante el día, las madres examinaban los periódicos en busca de cupones de descuento; por la noche, los padres iban al bar. Uno conocía a todo el mundo; nadie se marchaba de allí, a excepción de aquellos chicos mayores.

Jimmy y Dave procedían de la zona de las marismas, un poco más abajo del Penitentiary Channel, en la parte sur de la avenida Buckingham. Sólo estaba a doce manzanas de la calle de Sean, pero los Devine vivían al norte de la avenida, en la colina, y la gente de las marismas y de la colina no solía mezclarse demasiado.

Tampoco es que la colina brillara por sus calles de oro y sus cucharas de plata. Se trataba de clase trabajadora, obreros, Chevys, Fords y Dodges aparcados delante de casas sencillas de una planta, y alguna ocasional casita de estilo victoriano. Sin embargo, la gente de la colina era propietaria de sus casas; la gente de las marismas solía vivir de alquiler. Las familias de la colina iban a la iglesia, permanecían unidas y aguantaban pancartas en las esquinas durante los meses previos a las elecciones. En cambio, la gente de las marismas, que sabía lo que hacía, vivía a veces como animales; diez en un piso, la basura por la calle -Sean y sus amigos de Saint Mike solían llamarlo Wellieville-. Esas familias vivían del desempleo, llevaban a sus hijos a la escuela pública y se divorciaban. Así pues, mientras Sean iba a la escuela parroquial Saint Mike con pantalones negros, corbata negra y camisa azul, Jimmy y Dave iban a la escuela Lewis M. Dewey de Blaxston. Los niños que iban a esta última escuela se podían poner ropa de calle, lo cual estaba muy bien; pero normalmente llevaban la misma ropa tres de cada cinco días, y eso ya no les gustaba tanto. Les rodeaba un halo grasiento: pelo grasiento, piel grasa, cuellos y puños grasientos. Muchos chicos tenían verdugones desiguales de acné y dejaban el colegio muy pronto. Algunas chicas llevaban vestidos de embarazada a la ceremonia de graduación.

Así pues, si no hubiera sido por sus padres, probablemente nunca se habrían hecho amigos. Durante la semana nunca salían juntos, pero tenían aquellos sábados, y había algo en esa época, tanto si pasaban el rato en el patio trasero como si vagaban por las pilas de grava que había al final de la calle Harvest, como si se subían al metro de un salto y se iban al centro de la ciudad -no para ver nada, simplemente para atravesar los oscuros túneles y oír el traqueteo y los frenazos de los vagones a medida que tomaban las curvas de los raíles y las luces apagarse y encenderse – donde Sean se sentía como si aguantara la respiración. Cuando uno estaba con Jimmy, podía pasar cualquier cosa. Si sabía que había normas -en el metro, en la calle, en el cine-, nunca lo demostraba.

Una vez en South Station, cuando se lanzaban una pelota de hockey de color naranja de un extremo a otro del andén, la pelota fue rebotando hasta caer en los raíles sin tiempo a que Jimmy la recogiera. Antes de que a Sean ni siquiera pudiera ocurrírsele, Jimmy ya había bajado hasta las vías de un salto, con los ratones, las ratas y el tercer raíl.

La gente que había en el andén se puso como loca. Empezaron a gritarle, una mujer se puso del color de la ceniza de cigarro mientras se arrodillaba y chillaba: «¡Haz el favor de subir, haz el favor de subir ahora mismo, maldita sea!». Sean oyó un ruido sordo y apagado que podía ser el de un tren que entrara por el túnel de la calle Washington o de los camiones que circulaban por la calle; la gente del andén también lo oyó. Agitaban los brazos y movían la cabeza de un lado a otro en busca de los guardias de seguridad del metro. Un hombre le tapó los ojos a su hija con el antebrazo.

Jimmy, con la cabeza baja, intentaba localizar la pelota en la oscuridad, debajo del andén. La encontró. Le quitó la mugre con la manga de la camisa y no hizo ni caso a la gente, que se había arrodillado en la línea amarilla y extendía las manos hacia las vías.

Dave le dio un codazo a Sean y le dijo: «¡Uf, eh!», en un tono de voz demasiado alto.

Jimmy empezó a andar entre las vías en dirección a las escaleras de uno de los extremos del andén, allí donde el túnel se abría y se volvía oscuro; un ruido más fuerte sacudió la estación, y en aquel momento la gente saltaba literalmente y se golpeaba las caderas con los puños. Jimmy se lo tomó con calma, andaba muy despacio; luego se volvió y mirando por encima del hombro, captó la mirada de Sean y le hizo una mueca.

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