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– ¡No jodas!

– Las pruebas del coche no nos sirven para llevarle a juicio.

– Eso ya lo sé.

Sean vio cómo Dave se cubría la cara con la mano y entrecerraba los ojos a causa del sol. Parecía llevar un mes sin dormir.

– ¡Vamos, sargento!

Whitey apartó la mirada del micrófono y le miró. También empezaba a tener cara de estar agotado, y tenía los ojos enrojecidos.

– ¡A la mierda! -exclamó-. ¡Que lo suelten!

24. UNA TRIBU DESTERRADA

Celeste estaba sentada junto a la ventana de la cafetería Nate amp; Nancy, situada delante de casa de Jimmy Marcus en la avenida Buckingham, cuando Jimmy y Val Savage aparcaban el coche de Val media manzana más arriba y se encaminaban hacia la casa.

Si pensaba hacerlo de verdad, tenía que levantarse de la silla enseguida e ir hacia ellos. Se puso en pie, con las piernas temblando, y se golpeó la mano con la parte inferior de la mesa. Se la quedó mirando. También le temblaba, y vio un rasguño en la base del hueso del dedo pulgar. Se la llevó a los labios y se volvió hacia la puerta. Todavía no estaba muy segura de poder hacerlo, de pronunciar las palabras que se había preparado aquella mañana en la habitación del motel. Había decidido contar a Jimmy sólo lo que sabía, la forma en que Dave se había comportado desde primera hora del domingo por la mañana, aunque sin sacar conclusiones, para que él mismo se formara su propia opinión. Sin la ropa que Dave había llevado esa noche, no tenía mucho sentido ir a la policía. Se lo repetía, porque no estaba muy segura de que la policía pudiera protegerla. Después de todo, ella tenía que seguir viviendo en el barrio, y lo único que podía protegerla de los peligros del barrio era el barrio mismo. Si se lo contaba a Jimmy, entonces él y los Savage podrían erigir una especie de foso alrededor de ella, que Dave nunca se atrevería a cruzar.

Salió por la puerta en el momento en que Jimmy y Val se acercaban a las escaleras de la entrada principal. Alzó su mano lastimada. Llamó a Jimmy mientras avanzaba por la avenida, convencida de que debía de parecer una loca: despeinada, con los ojos hinchados y ciegos a causa del miedo.

– ¡Jimmy! ¡Val!

Se dieron la vuelta cuando subían el primer escalón y se la quedaron mirando. Jimmy le dedicó una sonrisa diminuta y perpleja, y Celeste se percató una vez más de lo franca y encantadora que era su sonrisa. Era natural, intensa y genuina. Decía: «Soy amigo tuyo, Celeste. ¿En qué puedo ayudarte?».

Alcanzó la acera y Val le besó en la mejilla.

– ¡Hola, prima!

– ¡Hola, Val!

Jimmy también le dio un beso rápido, y tuvo la sensación de que le atravesaba la carne y le hacía temblar la garganta.

– Annabeth te ha estado llamando esta mañana -dijo Jimmy-, pero no estabas ni en casa ni en el trabajo.

Celeste asintió con la cabeza y añadió:

– He estado… -apartó la mirada del rostro pequeño y curioso de Val que la examinaba-. Jimmy, ¿podría hablar contigo un momento?

– ¡Por supuesto! -respondió Jimmy, dedicándole otra vez una sonrisa de desconcierto. Después se volvió hacia Val-. Ya hablaremos de nuestros asuntos más tarde, ¿de acuerdo?

– ¡Claro! ¡Hasta pronto, prima!

– Gracias, Val.

Val entró en la casa, y Jimmy se sentó en el tercer escalón y dejó un espacio para Celeste a su lado. Ella se sentó, se meció la mano herida en el regazo, e intentó encontrar las palabras. Jimmy la observó un momento, expectante, y pareció darse cuenta de que estaba bloqueada y de que era incapaz de dar rienda suelta a sus pensamientos.

Con voz suave, le dijo:

– ¿Sabes de lo que me estaba acordando el otro día?

Celeste negó con la cabeza.

– De cuando estaba de pie junto a las escaleras de la calle Sydney. ¿Te acuerdas de cuando íbamos allí a ver las películas del autocine y a fumar canutos?

Celeste sonrió y comentó:

– Por aquel entonces salías con…

– ¡No me lo digas!

– …Jessica Lutzen y su extraordinario cuerpo, y yo salía con Duckie Coopero

– Sí, con el Pato Donald -añadió Jimmy-. ¿Qué habrá sido de él?

– Me contaron que se enroló en la Marina, que pilló una extraña enfermedad cutánea en el extranjero, y que ahora vive en California.

– ¡Ajá!

Jimmy alzó la barbilla, recordando el pasado, y de repente Celeste vio que hacía lo mismo que dieciocho años atrás, cuando su pelo era más rubio y él estaba más loco; Jimmy solía subirse a los postes telefónicos en días de tormenta, mientras las chicas le observaban y rezaban para que no se cayera. Pero incluso en los momentos más enloquecidos, había esa tranquilidad, esas pausas repentinas de reflexión, esa sensación que emanaba de él, incluso de niño, de que lo examinaba todo con mucho cuidado, a excepción de su propia piel.

Se volvió y le dio una palmadita en la rodilla con la mano.

– ¿Qué te pasa, cielo? Pareces un poco…

– Puedes decirlo.

– Bueno, pareces un poco cansada, eso es todo. -Se apoyó en el escalón y suspiró-. Supongo que todos lo estamos, ¿no?

– Ayer pasé la noche en un motel, con Michael. Jimmy se quedó mirando al frente y respondió:

– De acuerdo.

– No lo sé, Jimmy. Creo que he hecho bien en dejar a Dave.

Notó que le cambiaba el rostro y que se le desencajaba la mandíbula, y de repente Celeste tuvo la sensación de que Jimmy sabía lo que estaba a punto de decirle.

– Has dejado a Dave -constató Jimmy con un tono de voz monótono y mirando la avenida.

– Eso es. Últimamente se comporta de un modo muy raro. No es el mismo, y ha empezado a asustarme.

Entonces Jimmy se volvió hacia ella y le dedicó una sonrisa tan fría que podría haberla golpeado con la mano. En sus ojos, veía de nuevo al chico que se había subido a los postes telefónicos bajo la lluvia.

– ¿Por qué no empiezas desde el principio? -sugirió Jimmy-. Desde el momento en que Dave empezó a comportarse de manera extraña.

– ¿Qué sabes, Jimmy? -le preguntó.

– ¿De qué?

– Sabes algo. No pareces sorprendido.

La fea sonrisa se desvaneció y Jimmy se inclinó hacia delante, con las manos entrelazadas en su regazo.

– Sé que la policía se lo ha llevado esta mañana. Sé que tiene un coche extranjero con una abolladura en la parte delantera. Sé que la historia que me contó de cómo se había hecho daño en la mano no coincidía con la que le había contado a la policía. Sé que vio a Katie la noche en que murió, pero que no me lo contó hasta después de que la policía le interrogara acerca de ello. -Separó las manos y las estiró-. No sé lo que significa con exactitud, pero sí, está empezando a preocuparme.

Celeste sintió una punzada repentina de lástima por su marido, y se lo imaginó en alguna sala de interrogatorios de la policía, tal vez esposado a una mesa, con una luz desagradable iluminándole el pálido rostro. Después vio al Dave que había asomado la cabeza por la puerta esa noche, alterado y enloquecido, y la sensación de miedo anuló la de lástima. Respiró profundamente y lo soltó:

– A las tres de la madrugada del domingo, Dave regresó a casa cubierto de sangre ajena.

Estaba fuera. Las palabras habían salido de su boca y habían quedado suspendidas en el aire. Formaron un muro delante de ella y de Jimmy, y de él brotó luego un techo y otro muro a sus espaldas; de repente se vieron atrapados en una celda diminuta creada por una única frase. El ruido de la avenida se atenuó y la brisa desapareció, y lo único que Celeste podía oler era la colonia de Jimmy y el sol cálido de mayo que les calentaba los pies.

Cuando Jimmy habló, parecía que alguien le estrujara la garganta con las manos.

– ¿Qué sucedió, según él?

Ella se lo contó. Le explicó todo lo que sabía, incluso las locuras de vampiros de la noche anterior. Se lo contó, y se percató de que cada palabra que brotaba de su boca se convertía en una palabra más de la que él quería huir. Le quemaban. Le atravesaban la piel como dardos. Torcía la boca y los ojos ante ellas, y se le tensó tanto la piel del rostro que Celeste podía ver su esqueleto debajo, y la temperatura de su cuerpo descendió al imaginárselo en un ataúd, con las uñas largas y afiladas, la mandíbula deshecha y un musgo largo y suelto en vez de pelo.

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