Se presentó el padre de Jimmy y se quedó junto a la esquina de la cocina; parecía enfadado y aturdido, con los ojos lacrimosos, un poco intranquilos, como si la pared no dejara de moverse a sus espaldas. No habló con el padre de Sean y los demás tampoco le dijeron nada a él. Al haber silenciado su capacidad habitual de moverse de forma repentina, a Sean le parecía más pequeño, en cierta manera menos real; Sean tenía la sensación de que si apartaba la vista por un instante, al volver a mirarlo se habría fundido con el papel de la pared,
Después de haberlo repasado cuatro o cinco veces, todo el mundo se marchó: los polis, el tipo que había dibujado los esbozos, Jimmy y su padre. La madre de Sean se fue al dormitorio y cerró la puerta; unos minutos más tarde, Sean escuchó el sonido apagado del llanto.
Se sentó en el porche y su padre le dijo que no habían hecho nada malo, que él y Jimmy habían sido muy listos al no subir a aquel coche. Le dio una palmadita en la rodilla y le aseguró que todo saldría bien. «Ya verás cómo Dave ya está en casa esta misma noche.»
Después su padre enmudeció, Tomaba sorbos de cerveza y permanecía sentado junto a él, pero él era consciente de que la mente de su padre estaba muy lejos: tal vez estuviera en el dormitorio trasero con la madre de Sean, o abajo en el sótano construyendo jaulas para pájaros.
Sean alzó los ojos para contemplar la hilera de coches aparcados calle arriba y su resplandeciente brillo. Se dijo a sí mismo que aquello (todo aquello) debía de formar parte de un plan que tuviera sentido. En ese momento era incapaz de entenderlo; sin embargo, sabía que algún día lo comprendería. Había expulsado finalmente por los poros la adrenalina que había circulado por su cuerpo desde el momento en que se habían llevado a Dave en el coche y mientras se peleaba con Jimmy rodando por el suelo, como si se tratara de un desecho,
Observó el lugar donde Jimmy, Dave Boyle y él habían estado peleándose junto al Bel Air; esperó a que los nuevos espacios vacíos que se habían formado a medida que la adrenalina había abandonado su cuerpo se volvieran a llenar. Aguardó a que el plan se formara otra vez y cobrase sentido. Esperó y contempló la calle, percibió sus ruidos, y permaneció así hasta que su padre se puso en pie y volvieron a entrar en casa.
Jimmy regresó a las marismas detrás del viejo. Éste andaba un poco torcido, apuraba totalmente los cigarrillos que se fumaba y le hablaba con voz baja, Con toda probabilidad, cuando llegaran a casa, su padre le daría una paliza, o tal vez no, era demasiado pronto para saberlo. Después de perder el trabajo, le había prohibido a su hijo volver a casa de los Devine; por lo tanto, Jimmy se imaginaba que tendría que pagar por haberse saltado dicha norma. Sin embargo, quizá no ese día, A su padre lo envolvía aquel aire de embriaguez soñolienta que solía indicar que, en cuanto llegaran a casa, se sentaría a la mesa de la cocina y bebería hasta caerse dormido con la cabeza sobre los brazos.
Aun así, Jimmy andaba unos pasos tras él, por si acaso, y lanzaba la pelota al aire y la recogía con el guante de béisbol que había robado de casa de Sean mientras los polis se despedían de los Devine; nadie se había dignado dirigirles la palabra mientras él y su padre se encaminaban pasillo abajo en dirección a la puerta principal. La puerta del dormitorio de Sean estaba abierta y Jimmy había visto el guante en el suelo, con la pelota dentro, y había entrado a cogerlo; después, él y su padre habían salido por la puerta principal. No tenía ni idea de por qué había lobado el guante, No había sido porque su padre le hubiera guiñado el ojo con un gesto de extrañeza y orgullo al ver que lo cogía. ¡A la mierda con todo! ¡A la mierda con él!
Tenía algo que ver con el hecho de que Sean pegara a Dave Boyle, con el hecho de que se hubiera rajado en el momento de robar el coche otras muchas cosas que habían sucedido durante aquel año en que habían sido amigos; Jimmy tenía la sensación de que cualquier cosa que Sean le diera (cromos de béisbol, media barrita de chocolate, lo que fuera) era como una especie de limosna,
Cuando Jimmy cogió el guante y se marchó con él, se sintió eufórico al principio. Se sintió estupendamente. Un poco más tarde, mientras cruzaban la avenida Buckingham, notó aquella vergüenza y aquella turbación que solía experimentar cada vez que robaba algo, una furia contra cualquier cosa o persona que le hiciera obrar de ese modo. UN poco después, mientras bajaban por la calle Crescent y se dirigían a las marismas, notó una punzada de orgullo al contemplar los bloques de tres plantas y luego el guante que llevaba en la mano.
Jimmy había cogido el guante, y se sentía mal por ello. Sean lo echaría en falta. Jimmy cogió el guante, y estaba feliz por haberlo hecho. Sean lo echaría en falta.
Jimmy contempló a su padre tambalearse delante de él; el viejo de mierda tenía toda la pinta de ir a desplomarse en cualquier momento y convertirse en un charco; y Jimmy odiaba a Sean.
Odiaba a Sean y había sido lo bastante estúpido para creer que podían haber sido amigos; tenía la certeza de que conservaría aquel guante durante el resto de su vida, que lo trataría con cuidado, que nunca se lo enseñaría a nadie y que jamás, ni una sola vez, usaría el maldito guante. Preferiría morir a dejar que ello sucediera.
Jimmy contempló cómo las marismas se extendían ante él a medida que él y su viejo caminaban bajo las profundas sombras del ferrocarril urbano y se acercaban al lugar donde la calle Crescent tocaba fondo y los trenes de mercancías pasaban a toda velocidad junto al viejo y destartalado autocine y, a lo lejos, Penitentiary Channel; sabía, en lo más profundo de su corazón, que nunca jamás volverían a ver a Dave Boyle. Donde Jimmy vivía, en Rester, robaban cosas continuamente. A Jimmy le robaron los patines cuando tenía cuatro años y la bicicleta cuando tenía ocho. El coche del viejo había desaparecido. Su madre había empezado a colgar la ropa mojada dentro de casa después de que se la hubieran robado un montón de veces del patio trasero. La sensación que uno tenía cuando le robaban algo era muy diferente de la que uno sentía cuando las cosas se extraviaban. Uno sentía en su corazón que nunca lo recuperaría. Era la misma sensación que tenía con Dave. Tal vez Sean, en aquel mismo momento, se sintiera igual respecto a su guante de béisbol, de pie junto al espacio vacío del suelo donde había estado antes, a sabiendas, más allá de toda lógica, de que nunca jamás lo recuperaría.
Mala suerte porque Jimmy había sentido una gran simpatía por Dave, aunque la mayoría de las veces era incapaz de saber por qué. Había algo en él, tal vez el hecho de que siempre hubiera estado allí, a pesar de que la mitad de las veces uno ni siquiera notara su presencia.
2. CUATRO DÍAS
Tal
y como fueron las cosas, Jimmy se equivocaba.
Dave Boyle volvió al vecindario cuatro días después de su desaparición. Regresó en el asiento delantero de un coche de policía. Los dos polis que le llevaron a casa le permitieron jugar con la sirena y tocar la culata de la escopeta que estaba guardada debajo del cuadro de mandos. Le regalaron una placa honorífica y cuando lo dejaron en casa de su madre, en la calle Rester, había periodistas gráficos y de televisión para captar el instante. Uno de los polis, un agente llamado Eugene Kubiaki, sacó a Dave en brazos del coche patrulla haciendo que las piernas del chico se balanceasen sobre la acera hasta colocarlo delante de su temblorosa madre, que reía y lloraba a la vez.
Aquel día había una multitud en la calle Rester: padres, niños, un cartero, los dos hermanos regordetes propietarios de la carnicería que había en la esquina de las calles Rester y Sydney e incluso la señorita Powell, la maestra de quinto curso de Dave y Jimmy de la escuela Lewis M. Dewey. Jimmy estaba con su madre. Ésta reclinaba la nuca de su hijo contra su pecho y le pasaba la húmeda palma de la mano por la frente, como si quisiera asegurarse de que no había cogido nada de lo que Dave tuviera; Jimmy sintió una punzada de celos cuando el agente Kubiaki columpió a Dave por encima de la acera, riéndose ambos como viejos amigos mientras la atractiva señorita Powell aplaudía.