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Las conversaciones, si se podían llamar así, a veces duraban hasta quince minutos, dependiendo de las ganas que él tuviera de hablar; sin embargo, esa noche Sean tenía un agotamiento general y, además, estaba cansado de echar tanto de menos a una mujer que había desaparecido una mañana en la que estaba embarazada de siete meses, y harto de que sus sentimientos por ella fueran los únicos sentimientos que le quedaban por nada.

– Esta noche no puedo -confesó Sean-. Estoy cansado a más no poder, sufro, y tú ni siquiera me dejas oír tu voz.

De pie en la cocina, le dio un irremediable plazo de treinta segundos para que reaccionara. Le llegaba el tilín de una campana mientras alguien llenaba un neumático de aire.

– Adiós, cariño -dijo, pero las palabras se le quedaron atravesadas en la flema de la garganta; luego colgó.

Permaneció inmóvil durante un momento, escuchando cómo el eco de la tintineante bomba de aire se confundía con el silencio resonante que descendía por la cocina y le aporreaba el corazón.

Estaba convencido de que le atormentaría. Tal vez toda la noche y parte del día siguiente. Quizá toda la semana. Había puesto fin al ritual. Había sido él el que había colgado. ¿ y si mientras lo hacía ella había entreabierto la boca para hablar y pronunciar su nombre?

¡Santo cielo!

Esa imagen le hizo dirigirse hacia la ducha, aunque sólo fuera para poder alejarse de ella y del hecho de imaginársela allí de pie junto a las cabinas telefónicas, con la boca abierta, y las palabras subiéndole por la garganta.

Podría haber estado a punto de decir: «Sean, vuelvo a casa».

III. ANGELES DE LOS SILENCIOS

15. UN TIPO PERFECTO

El lunes por la mañana, Celeste se encontraba en la cocina con su prima Annabeth, mientras la casa se llenaba de plañideros. Annabeth estaba de pie junto a los fogones, cocinando sin demasiada convicción en el momento en que Jimmy, recién salido de la ducha, asomaba la cabeza para preguntar si podía ayudar en algo.

Cuando eran niñas, Celeste y Annabeth habían sido como hermanas. Annabeth había sido la única chica en una familia de varones, y Celeste era hija única de unos padres que no se soportaban; por lo tanto, habían pasado mucho tiempo juntas y, en la época del instituto, se llamaban por teléfono casi todas las noches. A lo largo de los años, esa situación había cambiado de forma casi imperceptible, a medida que el distanciamiento entre la madre de Celeste y el padre de Annabeth se hacía cada vez más patente; habían pasado de la cordialidad a la frialdad, y luego a la hostilidad. y en cierto modo, ese distanciamiento entre hermano y hermana había repercutido en sus hijas, hasta el punto en que llegó un momento en que Celeste y Annabeth sólo se veían por formalidad: en las bodas, en los nacimientos y posteriores bautizos, y de vez en cuando en navidades y en Semana Santa. Lo que más le dolía a Celeste es que aquello hubiera sucedido sin ningún motivo aparente, y le dolía que una relación, antes inquebrantable, pudiera debilitarse con tanta facilidad por el paso del tiempo, por problemas familiares y por los esfuerzos propios del crecimiento.

Sin embargo, las cosas habían mejorado un poco desde que su madre muriera. El verano anterior, ella y Dave se habían reunido con Annabeth y Jímmy para comer y, durante el invierno, habían salido a cenar y a tomar algo un par de veces. Las conversaciones eran cada vez menos tensas y Celeste tenía la sensación de que los diez años de distanciamiento tocaban a su fin y encontraban un nombre: Rosemary.

Annabeth había estado a su lado cuando Rosemary murió. Había ido a su casa cada mañana y se había quedado con ella hasta el anochecer durante tres días seguidos. Había cocinado, la había ayudado con los preparativos del funeral y le había hecho compañía mientras Celeste lloraba por la pérdida de una madre que, a pesar de que nunca le había demostrado mucho cariño, no dejaba de ser su madre.

Y en ese momento Celeste estaba dispuesta a ayudar a Annabeth, una persona aparentemente muy independiente que para sorpresa de la mayoría de la gente, Celeste incluida, necesitaba apoyo.

Estuvo junto a su prima; la dejaba cocinar, iba a buscarle la comida al frigorífico cuando ésta se lo pedía y contestaba casi todas las llamadas.

Y allí estaba Jimmy; no habían pasado ni veinticuatro horas de la noticia de la muerte de su hija, y le preguntaba si necesitaba ayuda. Aún llevaba el pelo mojado y no se había acabado de peinar. La camisa, todavía húmeda, se le adhería al pecho. Iba descalzo, y el intenso dolor y la falta de sueño se manifestaban en las bolsas de debajo de sus ojos.

Celeste no pudo evitar pensar: «¡Santo cielo, Jimmy! ¿Y tú, qué? ¿Alguna vez piensas en ti?».

Todas esas personas que atestaban la casa en ese momento llenaban la sala de estar y el comedor, circulaban en masa por el vestíbulo, apilaban sus abrigos en las camas del dormitorio de Nadine y Sara, quería ocuparse de Jimmy, nunca se les habría ocurrido que él se ocupara de ellos. Era como si sólo él fuera capaz de explicarles esa broma brutal, de aliviar la angustia de sus cerebros y de echarles una mano cuando salieran del estado de shock y sus cuerpos se desmoronaran a causa de nuevas oleadas de dolor. Daba la impresión de que Jimmy dominaba la situación sin tener que hacer esfuerzo alguno; Celeste no cesaba de preguntarse si él se daba cuenta de eso, si era consciente de la carga que debía de ser para él, especialmente en momentos como aquéllos.

– ¿Cómo dices? -dijo Annabeth, con los ojos clavados en el tocino que chisporroteaba en una sartén negra.

– ¿Necesitas algo? -le preguntó-. Si quieres, puedo ocuparme un rato de la cocina.

Annabeth, contemplando los fogones con una leve sonrisa, negó con la cabeza y respondió:

– No, estoy bien.

Jimmy miró a Celeste como si quisiera preguntarle: «¿Lo está de verdad?».

Celeste asintió con la cabeza y añadió:

– Jim, lo tenemos todo controlado.

Jimmy volvió a mirar a su mujer y Celeste sintió el más tierno de los dolores en su mirada. También sintió que un fragmento del tamaño de una lágrima saltaba del corazón de Jimmy y le caía en el interior del pecho. Se inclinó hacia delante y, alargando la mano hacia los fogones, apartó una gota de sudor de la mejilla de Annabeth con el dedo índice.

– ¡No! -exclamó Annabeth.

– ¡Mírame! -le susurró Jimmy.

Celeste pensó que debería salir de la cocina, pero temía que si lo hacía se quebrara algo entre su prima y Jimmy, algo demasiado frágil.

– No puedo -contestó Annabeth-. Jimmy, si te miro, me desmoronaré, y no me lo puedo permitir con toda esta gente en casa. ¡Por favor!

– De acuerdo, cariño. De acuerdo -dijo Jimmy, alejándose de los fogones.

Annabeth, con la cabeza baja, musitó:

– No quiero volver a perder la calma.

– Lo comprendo.

Por un momento, Celeste tuvo la sensación de que estaban desnudos ante ella, como si estuviera presenciando algo entre un hombre y su mujer que era tan íntimo como el hecho de hacer el amor.

Se abrió la puerta del vestíbulo y el padre de Annabeth, Theo Savage, bajó por el pasillo con una caja de cerveza en cada hombro. Era un hombre enorme, un ser humano rubicundo y de mejillas caídas que se asemejaba a un oso, poseía una extraña elegancia de bailarín mientras intentaba recorrer el estrecho pasillo con las cajas de cerveza sobre los hombros de mástil de barco. A Celeste siempre le había llamado la atención que semejante mole hubiera engendrado a unos hijos tan enanos: Kevin y Chuck eran los únicos que habían heredado su altura y su tamaño, y Annabeth era la única hija que había heredado su elegancia física.

– Las dejo detrás de ti, Jimmy -dijo Theo, y Jimmy se apartó mientras Theo lo rodeaba con delicadeza y entraba en la cocina.

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