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Saludó a Celeste rozándole la mejilla con los labios y con un «¿ Cómo estás, cariño?»; luego colocó ambas cajas en la mesa de la cocina y abrazó a su hija por el estómago, apoyándole la barbilla en el hombro.

– ¿ Cómo lo llevas, cielo?

– Hago lo que puedo, papá -respondió Annabeth.

Le besó a un lado de la nuca, diciéndole «mi niña» y después, volviéndose hacia Jimmy, le dijo:

– Si tienes alguna nevera portátil, podemos ir llenándola. Llenaron las neveras junto a la despensa y Celeste continuó desenvolviendo toda la comida que les habían llevado, cuando los amigos y la familia empezaron a regresar a la casa a primera hora de la mañana. Había de todo: pan irlandés hecho con levadura de bicarbonato, empanadas, cruasanes, bollos, pasteles y tres bandejas diferentes de ensalada de patata; bolsas enteras de panecillos, fuentes de carne fría, albóndigas con salsa en una descomunal cazuela de barro, dos jamones curados y un pavo enorme cubierto por un trozo arrugado de papel de aluminio. Annabeth no tenía por qué cocinar, todos los sabían, pero lo comprendían: necesitaba hacerlo. Así pues, preparó tocino, salchichas y dos sartenes enteras de huevos revueltos; Celeste llevó toda la comida a una mesa que habían colocado contra la pared del comedor. Se preguntaba si toda aquella comida era un intento de aliviar la pena que se sentía por los muertos, o si en cierta manera albergaban la esperanza de engullirse el dolor, hartarse hasta no poder más y hacerlo bajar con Coca-Colas y bebidas alcohólicas, con café y con té, hasta que todo el mundo estuviera tan lleno y tan hinchado que se quedara dormido. Eso era lo que se solía hacer en las reuniones tristes: en los velatorios, en los funerales, en las ceremonias conmemorativas y en eventos similares: uno comía, bebía y hablaba hasta que no podía comer, beber o hablar más.

Divisó a Dave a través de la multitud de la sala de estar. Estaba sentado en el sofá junto a Kevin Savage y, aunque los dos hablaban, ninguno de los dos parecía ni muy animado ni muy cómodo; de hecho, ambos estaban sentados en los extremos del sofá y parecía una competición para ver quién iba a caerse antes. Celeste sintió una punzada de lástima por su marido: por ese mínimo, aunque siempre presente, aire de extrañeza que parecía cernir se sobre él de vez en cuando, especialmente entre aquella gente. Al fin y al cabo, todo el mundo le conocía. Todos sabían lo que le había sucedido cuando era niño, y aun cuando ellos pudieran vivir con ello y no juzgarle (y seguramente así era), Dave no acababa de conseguirlo, no era capaz de relajarse del todo cuando estaba rodeado de gente que le conocía de toda la vida. Cuando Celeste y él salían con pequeños grupos de amigos o de compañeros de trabajo que no fueran del barrio, Dave se sentía relajado y seguro de sí mismo, decía ocurrencias divertidas o hacía observaciones ingeniosas; en fin, se comportaba con tanta naturalidad como cualquier otra persona. (A sus compañeras de trabajo de la peluquería y a sus respectivos maridos Dave les caía muy bien.) Pero allí, en el lugar en el que había crecido y había echado raíces, siempre parecía quedarse un poco atrás en las conversaciones, no poder, seguir el ritmo de los demás, era siempre el último en entender un chiste.

Intentó llamar su atención y sonreirle, para hacerle saber que mientras ella siguiera allí dentro no estaría solo. Pero un grupo de gente se detuvo bajo el arco abierto que separaba el comedor de la sala de estar, y Celeste lo perdió de vista.

A menudo, era al estar rodeado de un grupo de gente cuando uno se daba cuenta de lo poco que veía o del poco tiempo importante que pasaba con la persona que amaba y con la que vivía. Aquella semana casi no había visto a Dave, a excepción del sábado por la noche en el suelo de la cocina después de que estuvieran a punto de atracarle. y casi no le había visto desde que Theo llamara el día anterior a las seis de la tarde para decirle: «Cariño, tengo malas noticias para ti. Katie está muerta».

– No es posible, tío Theo -fue la primera reacción de Celeste.

– Cielo, no sabes lo que me está costando decírtelo. Pero lo está.

A la pobre chica la han asesinado. -¡Asesinado!

– La encontraron muerta en el Pen Park.

Celeste había echado un vistazo al televisor que había sobre la encimera de la cocina y había visto que era la noticia más importante del telediario de las seis; aún la estaban retransmitiendo en directo y desde la cámara del helicóptero se veía cómo las fuerzas policiales se reunían a un extremo de la pantalla del autocine. Los periodistas, que aún no sabían el nombre de la víctima, confirmaron que se había encontrado el cadáver de una mujer joven.

Katie, no. No, no, no.

Celeste había dicho a Theo que se dirigiría a casa de Annabeth de inmediato, y allí es donde había estado desde que la llamaran por teléfono, a excepción de una corta siesta que se había echado en su propia casa entre las tres y las seis de aquella misma mañana.

y con todo, no se lo podía acabar de creer. Ni siquiera después de todo lo que había llorado con Annabeth, Nadine y Sara. Ni siquiera después de haber sostenido a Annabeth en el suelo de la sala de estar durante esos cinco minutos en que su prima no había dejado de temblar con violencia presa de fuertes espasmos. Ni siquiera después de haberse encontrado a Jimmy de pie en la oscuridad del dormitorio de Katie, con la almohada de su hija contra el rostro, sin llorar, sin hablar, sin hacer ningún tipo de ruido; estaba allí de pie con la almohada apretada contra la cara, aspirando el olor del pelo y de las mejillas de su hija, una y otra vez. Inspiraba, espiraba. Inspiraba, espiraba…

Ni siquiera después de todo aquello se lo acababa de creer. Tenía la sensación de que Katie podría entrar por la puerta en cualquier momento y de que, plantándose en medio de la cocina, cogería un trozo de tocino de la bandeja del horno sin hacer ruido. Katie no podía estar muerta. Era imposible.

Aunque sólo fuera por esa cosa, esa cosa ilógica clavada en el recoveco más oculto del cerebro de Celeste, esa cosa que había sentido al ver el coche de Katie en las noticias y que le hacía pensar, sin ningún tipo de lógica, que sangre equivalía a Dave.

En ese momento sentía a Dave al otro lado de la multitud de la sala de estar. Sentía su soledad y sabía que su marido era un buen hombre. Con sus defectos, pero bueno. Ella le amaba, y si ella le amaba eso significaba que él era bueno, y si él era bueno, entonces la sangre del coche de Katie no podía guardar ninguna relación con la sangre que ella misma había limpiado de la ropa de Dave el sábado por la noche. Así pues, de algún modo, Katie aún debía de estar viva, porque todas las demás alternativas eran horripilantes.

E ilógicas. Mientras se dirigía de nuevo hacia la cocina en busca de más comida, Celeste tenía la certeza de que eran completamente ilógicas.

Estuvo a punto de toparse con Jimmy y su tío Theo que arrastraban una nevera por el suelo de la cocina en dirección al comedor; en el último instante, Theo se apartó de en medio y exclamó:

– ¡Ten cuidado con esta mujer, Jimmy, pues va a toda prisa! Celeste sonrió con cierto recato, de la forma en que el tío Theo esperaba que las mujeres sonrieran, e intentó olvidarse de la sensación que siempre había tenido cuando el tío Theo la miraba, una sensación que experimentaba desde los doce años y que la provocaba el hecho de que él la mirara con demasiada atención.

Arrastraron la enorme nevera hacia delante, y formaban una pareja muy extraña: Theo, coloradote, con un cuerpo y una voz potentes; Jimmy, tranquilo, de piel clara y tan carente de grasa o de cualquier indicio de exceso que siempre daba la impresión de que acababa de regresar de un campamento militar. Apartaron a la multitud que se arremolinaba junto a la puerta de la entrada a medida que colocaban la nevera al Iado de la mesa que habían apoyado contra la pared del comedor; Celeste se percató de que la sala entera se dio la vuelta para observar cómo la ponían bajo la mesa, como si la carga que compartían ya no fuera de repente una descomunal nevera de plástico duro de color rojo, sino la hija que Jimmy enterraría aquella misma semana, la hija que les había llevado a todos ellos hasta allí para verse, comer y ver si tendrían la valentía de pronunciar su nombre.

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