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A su derecha, oyó un gran alboroto: los gritos al unísono del gentío, el crujido de la gente atravesando el parque, y los perros policía gruñendo y ladrando como locos. Cuando echó un vistazo, vio que Jimmy Marcus y Chuck Savage cruzaban a toda velocidad la arboleda que había en uno de los extremos del barranco, allí donde el parque se teñía de verde y estaba muy cuidado y hacía una ligera pendiente hacia la pantalla en la que las multitudes de verano extendían sus mantas y se sentaban para ver una representación.

Ocho policías uniformados y dos de paisano, como mínimo, se dirigieron hacia Jimmy y Chuck; a Chuck lo atraparon en aquel mismo momento, pero Jimmy era rápido y escurridizo, Se deslizó a través de la arboleda con una serie de giros veloces y aparentemente ilógicos que dejaron perplejos a sus perseguidores, y si no hubiera tropezado al bajar por la pendiente, habría conseguido llegar hasta Krauser y Friel sin que nadie lo detuviera.

Pero tropezó. El pie le resbaló a causa de la hierba mojada y sus ojos se encontraron con los de Sean en el preciso instante en que se daba un panzazo contra el suelo y sacudía la tierra con la mandíbula. Un agente joven, de cabeza cuadrada y cuerpo musculoso, se abalanzó encima de Jimmy como si fuera un trineo, y los dos cayeron unos cuantos metros pendiente abajo. El policía le colocó el brazo derecho tras la espalda y fue a por sus esposas.

Sean se subió al escenario y gritó:

– ¡Eh, eh! ¡Es el padre! ¡Suéltalo!

El poli joven le miró, irritado y cubierto de barro.

– Suéltalos -le ordenó Sean-. ¡A los dos!

Se dio la vuelta hacia la pantalla y fue en aquel momento cuando Jimmy pronunció su nombre, con voz ronca, como si los gritos de su cabeza hubieran encontrado las cuerdas vocales y las hubieran liberado:

– Sean

Sean se detuvo y se percató de que Friel le miraba.

– ¡Mírame, Sean!

Sean se dio la vuelta y vio a Jimmy arqueándose bajo el peso del poli joven, con una mancha oscura de tierra en la barbilla y briznas de hierba colgando de ella.

– ¿La has encontrado? ¿Es ella? -gritó Jimmy-. ¿Lo es?

Sean permaneció inmóvil, con los ojos clavados en los de Jimmy, sin apartarlos hasta que la nerviosa mirada de Jimmy vio lo que Sean había visto, hasta que se dio cuenta de que todo había acabado, que sus peores temores se habían cumplido.

Jimmy empezó a gritar y le salían de la boca borbotones de esputo. Otro policía bajó por la pendiente para ayudar al que sostenía a Jimmy, y Sean se alejó. El grito de Jimmy, profundo y gutural, rasgó el aire; no era ni agudo ni estridente, era como si un animal se percatara de su dolor por primera vez. Sean había oído los lamentos de los padres de las víctimas durante muchos años. Siempre tenían un aire de queja, una súplica para que Dios o la razón les contestara y les asegurara que todo había sido un sueño. Pero el grito de Jimmy no tenía nada de eso, sólo amor y rabia, a partes iguales, que asustaba a los pájaros de los árboles y que resonaba por todo el canal.

Sean regresó a la escena del crimen y se quedó mirando a Katie Marcus. Connolly, el agente más nuevo de la unidad, se acercó a él, y los dos contemplaron el cuerpo durante un rato sin pronunciar palabra; el grito de Jimmy Marcus se volvió más ronco y desgarrado, como si se tragase fragmentos de cristal cada vez que respiraba.

Sean observó a Katie, con el puño apretado a un lado de la cabeza y empapada de lluvia roja, el cuerpo y los puntales de madera que le habían impedido llegar hasta el otro lado.

A su derecha, a lo lejos, Jimmy seguía gritando mientras le arrastraban pendiente arriba, y un helicóptero cortaba el aire por encima del barranco a medida que lo sobrevolaba; el motor hizo un zumbido cuando dio la vuelta para acercarse a la orilla, y Sean se imaginó que debía de pertenecer a alguna cadena de televisión. No hacía tanto ruido como los helicópteros de la policía.

– ¿Había presenciado algo así con anterioridad? -le preguntó Connolly.

Sean se encogió de hombros. En realidad no importaba tanto. Llegaba un momento que uno ya dejaba de comparar.

– Quiero decir, esto es… -farfulló Connolly, intentando encontrar las palabras- esto es un tipo de… -apartó la mirada del cuerpo y se quedó mirando los árboles, con un aire de inocente inutilidad, como si estuviera a punto de hablar de nuevo.

Después cerró la boca, y al cabo de un rato cesó en el intento de dar con la palabra adecuada.

12. TUS COLORES

Sean y su jefe, el lugarteniente Martin Friel, se apoyaron en el escenario bajo la pantalla del autocine y observaron cómo Whitey Powers daba instrucciones al conductor de la furgoneta del juez de primera instancia, a medida que reculaba por la pendiente que conducía a la entrada en la que habían encontrado el cuerpo de Katie Marcus. Whitey caminaba hacia atrás, con las manos en alto, y las dirigía a derecha e izquierda de vez en cuando; su voz rasgaba el aire con resueltos silbidos que surgían a través de sus dientes inferiores como gañidos de cachorro. Los ojos iban con precipitación de la cinta que rodeaba la escena del crimen a los neumáticos de la furgoneta y a la mirada nerviosa del conductor que veía por el retrovisor, como si estuviera haciendo pruebas para una empresa de transportes y quisiera asegurarse de que los gruesos neumáticos no se desviaran ni un solo milímetro de donde él quería que fueran.

– Un poco más. Mantén el volante recto. Un poco más. Un poco más. Eso es.

Cuando la furgoneta estuvo en el lugar que él quería, se hizo a un lado, abrió la puerta trasera de golpe y exclamó:

– ¡Lo has hecho muy bien!

Whitey abrió las puertas traseras, de tal manera que nadie pudiera ver lo que ocurría detrás de la pantalla, Sean pensó que a él nunca se le habría ocurrido usar las puertas para ocultar el lugar en que Katie Marcus había muerto, pero recordó que Whitey tenía mucha más experiencia que el por lo que se refería a crímenes; Whitey ya era un veterano en la época en que Sean aún intentaba meter mano a las chicas en los bailes del instituto y no reventarse los granos.

Cuando Whitey llamó a los dos ayudantes del fiscal, éstos ya estaban abandonando sus asientos.

– Así no va a ir bien, chicos. Tendréis que salir por la puerta de atrás.

Cerraron las puertas de delante y desaparecieron en la parte trasera de la furgoneta para coger el cadáver, lo que hizo sentir a Sean que aquella fase llegaba a su fin y que a partir de entonces sería él el que se tendría que ocupar del caso. Los demás policías, los equipos técnicos y los periodistas que sobrevolaban con sus helicópteros el lugar del crimen, o más allá de las cintas protectoras que rodeaban el parque, pasarían a otra cosa, mientras que él y Whitey tendrían que cargar solos con lo que implicaba la muerte de Katie Marcus: redactar informes, preparar los documentos de las causas de defunción e investigar su muerte hasta mucho después de que toda la gente que rondaba por allí se hubiera empezado a ocupar de otros asuntos, como accidentes de tráfico, robos o suicidios en habitaciones con el aire viciado y los ceniceros repletos de colillas.

Martin Friel se subió al escenario y se sentó allí, con sus diminutas piernas balanceándose sobre el suelo. Había ido hasta allí directamente desde el Club de Golf George Wright y su piel, por debajo del polo azul y de sus pantalones caquis, desprendía cierto olor a loción solar. Golpeaba el escenario con los talones y Sean notó un deje de irritación moral en él.

– Ya ha trabajado alguna vez con el sargento Powers, ¿verdad?

– Sí -contestó Sean.

– ¿Algún problema?

– No -Sean observó que Whitey se llevaba a un policía uniformado aparte y que le señalaba la hilera de árboles de detrás de la pantalla del autocine-, El año pasado trabajamos juntos en el caso del homicidio de Elizabeth Pitek.

– ¿La mujer con la orden de restricción? preguntó Friel- ¿El ex marido comentó algo sobre el dinero?

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