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26. PERDIDOS EN EL ESPACIO

Dave y Val atravesaron la ciudad, cruzaron el río Mystic, y llegaron a un bar muy cutre de Chelsea donde la cerveza era barata y fría, y no había mucha gente; tan sólo algunos viejos con aspecto de haberse pasado la vida entera trabajando en el puerto, y cuatro trabajadores de la construcción que tenían una polémica sobre una mujer llamada Betty, al parecer con las tetas muy grandes pero de mal comportamiento. El bar quedaba encajonado justo debajo del puente Tobin, de espaldas al río, y daba la impresión de que hacía varias décadas que estaba allí. Todo el mundo conocía a Val y le saludaba. El propietario, un tipo esquelético de pelo muy negro y una piel muy pálida, se llamaba Huey. Trabajaba en el bar y les invitó a las dos primeras rondas.

Dave y Val jugaron al billar durante un rato, y después se sentaron con una jarra y dos chupitos. Las pequeñas ventanas cuadradas que daban a la calle habían pasado de un tono dorado al añil, y había anochecido con tanta rapidez que Dave casi se sintió intimidado por la oscuridad. De hecho, Val era un tipo bastante simpático cuando uno le conocía. Contaba historias sobre la cárcel y sobre robos que habían salido mal, y aunque todo lo que contaba Val era un poco escalofriante, lo hacía de un modo que parecía gracioso. Dave se preguntó qué debía de sentir un hombre como Val, intrépido y seguro de sí mismo, pero tan condenadamente pequeño.

– Bueno, sigo con la historia, ¿de acuerdo? Una vez que encarcelaron a Jimmy, todos los demás nos esforzamos por mantener la banda unida. Todavía no nos habíamos dado cuenta de que el único motivo de que fuéramos ladrones era porque Jimmy lo planeaba todo por nosotros. Lo único que teníamos que hacer era escucharle y seguir sus instrucciones, y todo salía bien. Pero sin él, éramos unos imbéciles. Bueno, pues una vez atracamos a un coleccionista de sellos. Lo dejamos atado en su oficina, mi hermano Nick y yo, y el chico ése llamado Carson Leverett, que no sabía ni atarse los cordones de los zapatos él solo, nos montamos en el ascensor. Todo iba bien. Llevábamos traje y teníamos la sensación de que encajábamos. Una mujer entró en el ascensor y empezó a gritar. No teníamos ni idea de lo que estaba sucediendo. Teníamos una apariencia de lo más respetable, ¿de acuerdo? Me volví hacia Nick y vi que éste estaba mirando a Carson Leverett porque el desgraciado no se había quitado la careta. -Val empezó a dar golpes sobre la mesa, sin parar de reírse-. ¿No te parece increíble? Llevaba puesta una careta de Ronald Reagan, una de esas máscaras cretas que vendían. ¡Y no se la había quitado!

– ¿Y no os habíais dado cuenta?

– No, ése fue el problema -respondió Val-. Salimos de la oficina, Nick y yo nos quitamos la careta, y dimos por sentado que Carson también lo habría hecho. Pequeñas cosas como ésas suceden continuamente en un oficio como éste. A veces, uno se olvida de los detalles más obvios porque está nervioso, es estúpido y lo único que quiere es acabar cuanto antes. Lo tienes delante de las narices, pero eres incapaz de verlo. -Soltó una risita y se bebió el chupito de un trago-. Ésa es la razón por la que echábamos de menos a Jimmy. No se le escapaba ni el más mínimo detalle, al igual que un buen quarterback que nunca pierde de vista la totalidad del campo de juego. Jimmy era capaz de ver el campo entero. Podía prever cualquier cosa que pudiera fallar. ¡Era un jodido genio!

– Pero luego se reformó.

– Sí, claro -asintió Val, encendiéndose un cigarrillo-. Lo hizo por Katie. Y después por Annabeth. Si te soy sincero, creo que nunca se lo llegó a tomar en serio del todo, pero la vida es así. A veces la gente crece. Mi primera mujer siempre me decía que ése era precisamente mi problema: que era incapaz de madurar. Me gusta demasiado la noche. El día sólo sirve para dormir.

– Siempre pensé que sería diferente -afirmó Dave.

– ¿El qué?

– El proceso de crecer. Pensaba que me sentiría diferente, como un adulto, como un hombre.

– ¿No te sientes adulto? Dave sonrió y contestó:

– Algunas veces, sí, pero por poco tiempo. Pero casi nunca me siento diferente de la época en que tenía dieciocho años. Muchas veces me despierto pensando: «¿Tengo un hijo? ¿Tengo mujer? ¿Cómo ha sucedido?». -Dave sentía cómo se le trababa la lengua a causa del alcohol, y notaba que la cabeza le daba vueltas porque aún no habían pedido nada para comer. Sentía la necesidad de explicarse, de demostrar a Val quién era en realidad, y de caerle bien-. Supongo que siempre pensé que a partir de un momento dado uno no dejaría de sentirse adulto. ¿Entiendes lo que quiero decir? Como si un día te despertaras, te sintieras un hombre y fueras capaz de controlar las situaciones del mismo modo que hacen los padres en las series televisivas.

– ¿Te refieres a personajes como los de Ward Cleaver? -preguntó Val.

– Sí, o incluso como esos sheriffs, ya sabes a quién me refiero, a James Amess, y a esos tipos como él. Siempre se comportaban como hombres de verdad.

Val asintió, tomó un trago de cerveza y añadió:

– Un tío me dijo una vez en la cárcel: la felicidad aparece muy rara vez, y sólo nos cabe esperar a que vuelva a aparecer. Pueden pasar años, pero la tristeza -Val parpadeó- nos invade siempre. -Apagó el cigarrillo-. Ese tipo me caía muy bien. No paraba de decir cosas interesantes. Me voy a pedir otro chupito. ¿Quieres otro?

Val se puso en pie.

Dave negó con la cabeza y contestó:

– Todavía no me he terminado éste.

– ¡Venga! -exclamó Val-. ¡De un trago!

Dave, observando su rostro arrugado y sonriente, respondió:

– De acuerdo.

– ¡Bien hecho!

Val le dio un golpecito en el hombro y se dirigió hacia la barra.

Dave lo observó mientras permanecía allí de pie, charlando con uno de los viejos trabajadores del muelle mientras esperaba que le sirvieran las bebidas. Dave pensó que aquellos tipos debían de saber lo que era ser hombres. Hombres sin vacilaciones, que nunca ponían en duda si obraban bien, que no estaban confundidos por el mundo o por lo que éste esperaba de ellos.

Supuso que era miedo. Eso era lo que él siempre había sentido, a diferencia de aquellos hombres. El miedo le había invadido desde una edad muy temprana, Y de modo permanente, al igual que la tristeza según el amigo de Val. El miedo se había instalado en su interior y nunca le había abandonado; por lo tanto, temía obrar mal, temía no estar a la altura, temía no ser lo bastante inteligente, temía no ser un buen marido o un buen padre o un hombre de verdad. Hacía tanto tiempo que tenía miedo que no estaba muy seguro de poder recordar cómo debía de ser vivir sin él.

La luz de un faro se reflejó en la puerta principal y le enfocó directamente a los ojos. Se abrió la puerta y Dave parpadeó varias veces, llegando sólo a entrever la silueta del hombre que entraba por la puerta. Era corpulento y le pareció que llevaba una chaqueta de piel. De hecho, se parecía un poco a Jimmy, pero era más grande y más ancho de hombros.

Cuando la puerta se cerró de nuevo y recobró la visión, se dio cuenta de que en realidad era Jimmy, con una chaqueta negra de piel por encima de un jersey oscuro de cuello alto y de unos pantalones color caqui. Saludó a Dave mientras se acercaba a la barra para hablar con Val. Le susurró algo al oído; Val se dio la vuelta y miró a Dave, y luego le dijo algo a Jimmy.

Dave empezaba a sentirse mareado. Estaba convencido de que era porque no había comido nada. Pero también tenía algo que ver con Jimmy, con el modo de saludarle, y por su rostro pálido y su expresión decidida. ¿Por qué demonios le parecía tan fornido? Tenía la sensación de que había aumentado cuarenta kilos de peso desde el día anterior. ¿Qué estaba haciendo en Chelsea la noche anterior al funeral de su hija?

Jimmy se acercó, tomó asiento delante de él y le preguntó:

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