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Su padre salió de la habitación y Sean se sentó en la cama; el colchón estaba un poco hundido en el lado en que había colocado su nuevo guante de béisbol con una pelota dentro, muy bien envuelto con gruesas cintas elásticas de color rojo.

El otro también había muerto. En un accidente de coche. Sean albergaba la esperanza de que hubiera ido conduciendo el coche que olía a manzanas, de que se hubiera caído por un precipicio y que, tanto él como el coche, hubieran ido a parar directamente al infierno.

II. SINATRAS DE OJOS TRISTES

(2000)

3. LAGRIMAS EN EL PELO

Brendan Harris amaba a Katie Marcus con locura; era como un amor de película, con una orquesta que le hacía bombear la sangre y que le anegaba los oídos. La amaba cuando se despertaba, cuando se iba a dormir, las veinticuatro horas del día y segundo a segundo. Brendan Harris amaría a Katie Marcus aunque ésta fuera gorda y fea. La amaría aunque tuviera un cutis repugnante, vello sobre el labio superior y aunque careciera de pechos. Seguiría queriéndola incluso sin dientes y calva.

Katie. La vibración que le recorría el cerebro cada vez que pronunciaba su nombre era suficiente para que Brendan sintiera que sus miembros estaban repletos de óxido nitroso, como si fuera capaz de andar sobre el agua, levantar un tractor del suelo y lanzarlo al otro lado de la calle cuando hubiera acabado de usarlo.

En ese momento Brendan Harris amaba a todo el mundo porque él quería a Katie y ésta le quería a él. A Brendan le encantaba el tráfico, la niebla tóxica y el sonido de las taladradoras. Amaba a su viejo inútil, que no le había mandado ni una sola postal de felicitación por su cumpleaños ni por Navidad desde que abandonara a Brendan y a su madre cuando éste tenía seis años. Le gustaban los lunes por la mañana, las comedias que no harían reír ni a un retrasado mental y hacer cola en el Registro de Vehículos. Incluso adoraba su trabajo, aunque nunca pensara volver.

Brendan iba a dejar su casa a la mañana siguiente, iba a abandonar a su madre, iba a salir por aquella ajada puerta y a bajar por las escaleras resquebrajadas, subiría por la amplia avenida llena de coches aparcados en doble fila por doquier y en la que todo el mundo se sentaba en la entrada de las casas; tenía intención de salir de allí como si formara parte de una maldita canción de Springsteen, pero no el Springsteen de Nehraska o Ghost of Tom Joad, sino el de Born to Run, Two Hearts Are Better Than One o Rosalita, Won't You Come Out Tonight? El Bruce del himno. Sí, un himno. Eso es lo que sería cuando bajara por en medio del asfalto, por mucho que los parachoques le rozaran las piernas y la gente tocara la bocina; recorrería esa calle y llegaría al mismísimo centro de Buckingham para cogerle la mano a Katie, para dejarlo todo atrás para siempre y subirse a aquel avión con destino a Las Vegas y casarse, con los dedos entrelazados, Elvis leyendo la Biblia y preguntándole si aceptaba a aquella mujer, y Katie diciendo que aceptaba a ese hombre y después… Después a olvidarse de todo: estarían casados, se habrían ido y no tenían intención de regresar, de ningún modo, sólo serían él y Katie y el resto de sus vidas abierto y limpio ante ellos como un alma despojada de pasado, aislada del mundo.

Contempló su dormitorio. Ya había hecho las maletas. Había guardado los cheques de viaje de American Express, los zapatos, las fotografías de Katie y de él, el reproductor de CD portátil, los CD y el neceser.

Observó lo que dejaba atrás. El póster de Bird y Parrish. El de Fisk saludando a la gente del festival que habían organizado en el 75. El póster de Sharon Stone, enfundada en un vestido blanco de tubo (aunque enrollado debajo de la cama desde la primera noche en que él y Katie se habían acostado allí), la mitad de sus discos compactos. ¡Maldita sea! La mayoría sólo los había podido escuchar dos veces. ¡MC Hammer, por el amor de Dios! ¡Billy Ray Cyrus, santo cielo! Un par de altavoces Sony muy buenos que había usado para complementar un ordenador Jensen, que sumaban doscientos vatios, y que había comprado el verano anterior con el dinero que había ganado montando techos para Bobby O'Donnell.

Aquello había sido lo que le permitió acercarse a Katie lo suficiente para iniciar una conversación. ¡Dios! ¡Solo hacía un año! A veces le parecía que habían pasado diez años, en el buen sentido, mientras que otras tan solo un minuto. Katie Marcus. Por supuesto, ya la había visto con anterioridad, al igual que toda la gente del barrio. ¡Era tan atractiva! Sin embargo, muy poca gente la conocía en realidad. La belleza podía causar esos efectos: que la gente se asustara y que te mantuviera a distancia. No era como en las películas, en que la cámara hace que la belleza parezca algo que te invita a participar. En el mundo real, la belleza era como una valla que te dejaba fuera y que te hacía retroceder.

Pero Katie, curiosamente, desde el primer día que pasó con Bobby O'Donnell por la obra y éste se fue apresuradamente con algunos de sus chicos a la ciudad por asuntos urgentes, dejándola atrás como si se hubiera olvidado de su existencia, desde aquel primer día, ella se había convertido en una persona sencilla y muy normal; hablaba con Brendan con mucha naturalidad mientras éste colocaba láminas de metal en el tejado. Sabía incluso cómo se llamaba y le había dicho: «¿Cómo puede ser que un tipo tan majo como tú, Brendan, trabaje para Bobby O'Donnell?». Brendan. La palabra le salió de la boca como si la dijera cada día; y allí arriba, Brendan, arrodillado al borde del tejado, sintió que estaba a punto de desmayarse, sí, sí, de desmayarse, era algo serio. Así era cómo le hacía sentirse.

Al día siguiente, tan pronto como le llamara, se irían; se marcharían juntos y para siempre.

Brendan, tumbado en la cama, se imaginaba que el rostro de Katie flotaba por encima de él. Sabía que no podría dormir, estaba demasiado emocionado. Sin embargo, no le importaba. Siguió allí echado, mientras Katie flotaba y sonreía, con los ojos resplandecientes en la oscuridad de detrás de sus ojos.

Aquella noche, después de salir del trabajo, Jimmy Marcus fue a tomarse una cerveza al Warren Tap con su cuñado, Kevin Savage. Se sentaron junto a la ventana y se dedicaron a observar a unos niños que jugaban al hockey en la calle. Eran seis y se batían contra la oscuridad; esta hacía imposible vislumbrar los rasgos de su rostro. El Warren Tap quedaba enclavado en una calle lateral del antiguo barrio de ganaderos. Era un lugar estupendo para jugar al hockey, ya que no había mucho tráfico; sin embargo, por la noche era horrendo porque hacía muchísimo tiempo que las farolas no funcionaban.

Kevin era una compañía muy buena, ya que por norma general, al igual que Jimmy, no hablaba mucho; así que estuvieron allí sentados, tomando tragos de cerveza y escuchando la refriega y el roce de las suelas de goma y de los palos de madera, el ruido metálico y repentino de la pelota de goma dura al golpear el tapacubos.

A los treinta y seis años, había llegado a apreciar la tranquilidad de los sábados por la noche. Detestaba los bares ruidosos y abarrotados, así como también las confesiones de los borrachos. Hacía trece años que había salido de la cárcel; era el dueño de una tienda de barrio y en casa le esperaban su mujer y sus tres hijas. Creía que el chico malhumorado que fue una vez había dejado de existir para dar paso a un hombre que apreciaba un ritmo de vida tranquilo: una cerveza bebida a sorbos lentos, un paseo matinal, el sonido de los partidos de béisbol por la radio.

Contempló la calle. Cuatro de los niños ya habían dejado de jugar y se habían marchado a casa, mientras que los otros dos se habían quedado en la calle lanzando la pelota de un lado a otro, envueltos en la noche. Jimmy apenas alcanzaba a verlos, pero sentía el furor de su energía en los golpes que daban y en su alocada forma de correr.

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