Al final, consiguió robar un coche. Había pasado casi un año desde su primer intento en la calle de Sean y eso hizo que lo expulsaran para siempre de la escuela Lewis M. Dewey; tenía que atravesar media ciudad en autobús para llegar a la escuela Carver y averiguar cómo era la vida para un chico blanco procedente de East Buckingham en una escuela en la que casi todo el mundo era negro. Sin embargo, a Val le hacían ir en el mismo autobús que a él y Dave se percató de que bien pronto se habían convertido en el terror de Carver, dos chicos blancos que estaban tan locos que no le tenían miedo a nada.
El coche era un descapotable. Dave oyó rumores de que pertenecía a un amigo de uno de los profesores, aunque nunca se enteró de cuál. Jimmy y Val lo robaron del aparcamiento de la escuela mientras los profesores, junto a sus cónyuges y amigos, celebraban una fiesta de final de curso en la sala de profesores después de las clases. Jimmy se puso al volante, y él y Val dieron una buena vuelta alrededor de Buckingham; iban tocando la bocina, saludaban a las chicas y aceleraban, hasta que los vio un coche patrulla y acabaron destrozando el coche al chocar contra un contenedor de escombros que había detrás de la tienda Zayres en Rome Basin. Val se torció el tobillo al salir del coche, y Jimmy, que ya estaba subiendo por una valla que conducía a un solar, regresó para ayudarle; Dave siempre se lo imaginó como un fragmento de una película de guerra: el valiente soldado que vuelve atrás para rescatar a su compañero herido, con las balas zumbando a su alrededor (a pesar de que Dave dudaba que los polis hubieran disparado, lo hacía parecer más emocionante). Los policías les pillaron allí mismo y tuvieron que pasar una noche en un centro de detención para menores. Les permitieron acabar sexto, ya que sólo quedaban unos días de clase; luego les dijeron a sus padres que tendrían que buscar otra escuela para la educación de sus hijos.
Después de aquel incidente, Dave apenas veía a Jimmy, tal vez una o dos veces al año hasta que llegaron a la adolescencia. La madre de Dave sólo le dejaba salir de casa para ir y volver de la escuela. Estaba convencida de que aquellos hombres aún seguían fuera, a la espera, en el coche que olía a manzanas y persiguiendo a Dave como misiles termodirigidos.
Dave sabía que no le perseguían. Al fin y al cabo, eran lobos y éstos olían la noche en busca de la presa más cercana y más débil; después la cazaban. Sin embargo, pensaba en todo ello más a menudo: en el Gran Lobo y en el Lobo Grasiento, junto con los recuerdos de lo que le habían hecho. Rara vez soñaba con ellos, pero se deslizaban hasta él entre la terrible calma del piso de su madre, entre los largos y tranquilos períodos de silencio en los que intentaba leer libros de cómics, ver la tele u observar la calle Rester desde la ventana. Se le aparecían y Dave cerraba los ojos con la intención de hacerlos desaparecer; intentaba olvidarse de que el Gran Lobo se llamaba Henry, y el Lobo Grasiento, George.
Henry y George, gritaba una voz junto con el torbellino de visiones que le aparecían en la mente. Henry y George, Henry y George, Henry y George, mierdecilla.
Dave solía decir a la voz que oía en su cabeza que él no era una mierdecilla. Él era el chico que había conseguido escapar de los lobos. A veces, para mantener aquellas visiones a raya, recordaba con todo lujo de detalles cómo se había escapado: la hendidura que había visto en la bisagra del tabique de la puerta, el sonido del coche al alejarse cuando se iban a tomar unas copas, el destornillador sin empuñadura que había utilizado para agrandar la grieta, cómo hizo saltar la bisagra oxidada junto con un trozo de madera en forma de hoja de cuchillo. Había conseguido salir por lo puerta, él, aquel chico que era listo, y se había abierto paso con dificultad a través del bosque, siguiendo el sol de última hora de la tarde, hasta llegar a una gasolinera que debía de estar a casi dos kilómetros de distancia. Le había impresionado mucho verla (el letrero redondo azul y blanco ya encendido pese a que aún había luz natural.) Dave, al ver el neón blanco, sintió una punzada de dolor que le hizo arrodillarse allí donde acababa el bosque y empezaba el antiguo asfalto de color gris. Así es como lo encontró Ron Pierrot, el dueño de la gasolinera: de rodillas y con la mirada fija en el letrero. Ron Pierrot era un hombre delgado, pero tenía unas manos que parecían capaces de romper una tubería de plomo. Dave a menudo se preguntaba qué habría sucedido si el chico que escapó de los lobos hubiera sido en realidad el personaje de una película. Porque él y Ron se habrían hecho amigos y Ron le habría enseñado todas esas cosas que los padres enseñan a sus hijos; ensillarían los caballos, cargarían los rifles y habrían partido en busca de interminables aventuras. Se lo habrían pasado muy bien, Ron y el chico. Habrían sido héroes, en medio de la naturaleza, y habrían vencido a todos aquellos lobos.
En el sueño de Sean, la calle se movía. Observaba la puerta abierta del coche que olía a manzanas, y la calle le asía los pies y tiraba de él. Dave estaba dentro, acurrucado en uno de los extremos del asiento junto a la puerta, con la boca abierta y profiriendo un grito inaudible, mientras la calle se llevaba a Sean hacia el coche. Todo lo que alcanzaba a ver en el sueño era esa puerta abierta y el asiento trasero. No podía ver al tipo que tenía aspecto de poli. Tampoco podía ver al compañero que se había quedado sentado en el asiento de al Iado. Era incapaz de ver a Jimmy, a pesar de que éste no se había movido de su lado ni un instante. Sólo podía ver en aquel asiento a Dave, la puerta y la basura que había en el suelo. Se dio cuenta de que aquél era el timbre de la alarma que no había oído: que había basura en el suelo. Envoltorios de comida rápida, bolsas arrugadas de patatas fritas, latas de cerveza y de gaseosa, tazas de poliestireno para el café y una camiseta sucia de color verde. Hasta que no se despertó y analizó el sueño no se percató de que el suelo del asiento trasero en el sueño era idéntico al suelo del coche en la vida real, y de que no se había acordado de la basura hasta ese momento. Ni siquiera cuando los polis fueron a su casa y le pidieron que hiciera todo lo posible para intentar recordar cualquier detalle que podría habérsele pasado por alto, se le ocurrió que la parte trasera del coche estaba sucia, pues no lo recordaba. Sin embargo, en el sueño habia vuelto a la memoria, y aquello, más que cualquier otra cosa, era lo que le había hecho percatarse, en cierto modo, de que había algo que no encajaba con el «poli», «su compañero» y el coche. Sean nunca había visto el asiento trasero de un coche patrulla en la vida real, al menos desde tan cerca, pero en cierta forma intuía que no estaría lleno de basura. Tal vez debajo de toda la basura había corazones de manzana medio comer, y por eso el coche olía de aquel modo.
Un año después de la desaparición de Dave, su padre entró en su dormitorio para decirle dos cosas.
Lo primero que le dijo fue que le habían aceptado en la escuela Latin, y que empezaría allí los estudios de séptimo curso en septiembre. Le confesó que tanto él como su madre estaban muy orgullosos de él. Latin era la escuela a donde uno iba si quería llegar a ser algo en la vida.
Lo segundo que le dijo a Sean, como quien no quiere la cosa y cuando ya estaba saliendo por la puerta fue:
– Han cogido a uno, Sean.
– ¿Qué?
– A uno de los tipos que se llevó a Dave. Le pillaron y ahora está muerto. Se ha suicidado en la celda.
– ¿De verdad?
Su padre le miró de nuevo y añadió:
– De verdad. Ahora ya no tendrás más pesadillas.
Sin embargo, Sean le preguntó:
– ¿Y el otro?
– El tipo al que cogieron -prosiguió su padre- contó a la policía que su compañero había muerto, que había perdido la vida en un accidente de coche el año anterior, ¿de acuerdo? -Le miró de tal forma que Sean tuvo la certeza de que aquélla sería la última vez que hablaría del tema-. Así que, arréglate un poco antes de bajar a cenar.