– ¿Qué pasa, cariño?
Celeste bajó hasta el jardín y sus pies descalzos se veían de un tono color castaño claro sobre la hierba.
– ¿Qué hiciste con el cuchillo?
– ¿Qué?
– Con el cuchillo -susurró, volviendo la cabeza hacia la ventana del dormitorio de los McAlister-. Con el cuchillo del atracador. ¿Dónde fue a parar, Dave?
Dave lanzó la pelota al aire, la cogió por detrás de la espalda, y respondió:
– Ha desaparecido.
– ¿Desaparecido? -se mordió los labios y se quedó mirando el suelo-. Lo que quiero decir es que… ¡Mierda, Dave!
– ¿Qué pasa, cariño?
– ¿Dónde ha desaparecido?
– No lo sé.
– ¿Estás seguro?
Dave no tenía ninguna duda. Sonrió, le miró a los ojos y contestó:
– Del todo.
– Piensa que tiene rastros de tu sangre. Tu ADN, Dave. ¿Está tan «desaparecido» que nadie sea capaz de encontrarlo nunca?
Dave no podía responderle, así que simplemente se quedó mirando a su mujer con la esperanza de que cambiara de tema.
– ¿Has ojeado el periódico de la mañana?
– ¡Claro! -contestó.
– ¿Has visto algo?
– ¿De qué?
– ¿Cómo que de qué? -siseó Celeste.
– ¡Ah…Ah, sí! -Dave negó con la cabeza-. No, no había nada. Ni lo mencionaban. Recuerda, cariño, que era muy tarde.
– Era tarde. ¡Venga, hombre!
Las páginas del Metro siempre eran las ultimas en salir, pues siempre esperaban los últimos informes de la policía.
– ¿Ahora trabajas para un periódico?
– No es para tomárselo a broma, Dave.
– No, no lo es, cariño. Sólo te estoy diciendo que no aparece en el periódico de la mañana. Eso es todo. ¿ Por qué? Pues no lo sé. Ya veremos las noticias del mediodía, a ver si dicen algo.
Celeste volvió a mirar hacia el suelo, asintió con la cabeza varias veces, y le preguntó:
– ¿De verdad crees que van a decir algo, Dave?
Dave se alejó un poco de ella.
– Quiero decir, sobre un tipo negro que fue encontrado medio muerto en el aparcamiento de delante de… ¿de dónde era?
– De… eh… El Last Drop
– ¡Ah, el Last Drop!
– Sí, Celeste.
– ¡De acuerdo, Dave! -exclamó-. ¡Claro!
Y le dejó allí. Le dio la espalda y subió las escaleras que llevaban al porche, entró, y Dave prestó atención al ruido suave de sus pies descalzos al subir la escalera.
Eso era lo que hacían. Te abandonaban. Tal vez no lo hicieran siempre físicamente, pero, ¿emocionalmente, mentalmente? Nunca estaban allí cuando les necesitabas. Con su madre le había sucedido lo mismo. La mañana después de que la policía le hubiera llevado a casa, su madre le había preparado el desayuno, de espaldas a él, tarareando Old MacDonald , y de vez en cuando se volvía a mirarle y le obsequiaba con una sonrisa nerviosa, como si fuera un huésped del que no se fiara.
Le había colocado el plato de huevos a medio hacer, de tocino carbonizado y de tostadas medio crudas delante de él, y le había preguntado si quería zumo de naranja.
– Mamá -le había dicho-. ¿Quiénes eran aquellos tipos? ¿Por que se me…?
– Davey -le había respondido ella-, ¿quieres zumo de naranja? No te he oído.
– Claro. Mira, mamá, no entiendo por qué…
– ¡Ya volvemos con lo mismo! -Le había colocado el vaso de zumo delante-. Cómete el desayuno y yo me voy a… -Había agitado las manos en el aire sin tener ni la más remota idea de lo que iba a hacer… – lavar la ropa, ¿de acuerdo? Después, Davey, nos iremos al cine. ¿Qué te parece?
Dave se había quedado mirando a su madre, esperando encontrar algo que le hiciera abrir la boca y contarle lo del coche, lo de la casa en el bosque y el olor a loción de después del afeitado del tipo más grande. Pero sólo había encontrado esa mirada de alegría y de regocijo que a veces tenía cuando se preparaba para salir el viernes por la noche, e intentaba encontrar la ropa adecuada para ponerse, desesperada en su esperanza.
Dave había bajado la cabeza y se había comido los huevos. Había oído cómo su madre se alejaba de la cocina, tarareando Old MacDonald por el pasillo.
De pie en el jardín, con un gran dolor en los nudillos, seguía oyendo la canción. El viejo MacDonald tenía una granja. Allí todo era estupendo. Uno cultivaba la tierra y labraba, sembraba y cosechaba, y lodo era maravilloso. Todo el mundo participaba, incluso las gallinas y las vacas, y a nadie le hacía falta hablar de nada porque allí no sucedía nada malo, y nadie tenía secretos porque los secretos eran para la gente mala, para la gente que no se comía los huevos, que se subía en coches que olían a manzana y que se marchaban con hombres desconocidos y que tardaban cuatro días en aparecer, para volver a casa y encontrarse con que la gente que conocía también había desaparecido, y había sido reemplazada por gente de apariencia similar que no dejaba de sonreír y que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por uno, a excepción de escucharle. Cualquier cosa menos eso.
9. HOMBRES RANA EN EL PEN
Lo primero que Jimmy vio a medida que se iba acercando a la entrada del Pen Park de la calle Roseclair fue un furgón para perros policía aparcado en la calle Sydney; tenía las puertas traseras abiertas y dos policías intentaban controlar a seis pastores alemanes que llevaban atados con largas correas de cuero. Había subido por la calle Roseclair desde la iglesia, haciendo un esfuerzo por no ir hasta allí corriendo, y al llegar al paso elevado que se extendía por encima de la calle Sydney, se encontró con un montón de curiosos. Estaban de pie junto a la base de la pendiente en la que Roseclair empezaba a ascender por debajo de la autopista y sobre el Pen Channel, antes de cambiar de nombre al otro lado y convertirse en Valenz Boulevard conforme se alejaba de Buckingham y entraba en Shawmut.
Allí donde se había reunido la multitud, uno podía situarse en la parte superior del muro de contención (que debía de medir unos cuatro metros de altura y estaba revestido de hormigón), que marcaba el final de Sydney, y contemplar la última calle que iba de norte a sur en los edificios de East Bucky, si a uno no le importaba clavarse una barandilla oxidada en las rodillas. Tan sólo unos metros hacia el este del mirador, la barandilla daba paso a una escalera de piedra caliza color morado. De niños, solían llevar allí a sus ligues; se sentaban en la sombra, se pasaban litronas de Miller de un lado a otro y veían brillar las imágenes con luz mortecina en la pantalla blanca del autocine Hurley. A veces Dave Boyle solía ir con ellos, no porque Dave le cayera muy bien a nadie en particular, sino porque había visto todas las malditas películas que habían hecho y en alguna ocasión, si iban colocados, hacían que Dave les recitara el texto de carrerilla mientras contemplaban la pantalla silenciosa. A veces se lo tomaba tan en serio que incluso cambiaba la inflexión de la voz según el personaje que hablara. De repente, Dave empezó a jugar muy bien a béisbol, se fue a Don Basca para convertirse en una estrella de los deportes, y ya no pudieron seguir contando con él para pasarlo bien.
Jimmy no tenía ni idea de por qué todos aquellos recuerdos le venían a la memoria en ese preciso instante, ni por qué estaba inmóvil junto a la barandilla, sin apartar la mirada de la calle Sydney; a no ser que tuviera algo que ver con esos perros, con el nerviosismo con el que se movían una vez que los sacaron del furgón y pisaron el asfalto. Uno de los policías que los sujetaba se llevó un transmisor portátil a los labios en el momento en que un helicóptero aparecía en el cielo de la ciudad; se acercaba a ellos como una gruesa abeja, aumentando de tamaño cada vez que Jimmy parpadeaba.
Un poli muy joven impedía el acceso a la escalera color morado, y un poco más arriba de la calle Roseclair, dos coches patrulla y unos cuantos chicos más de uniforme hacían guardia delante de la carretera de acceso que conducía al parque.