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Sin embargo, mientras Celeste sacudía los pantalones vaqueros y algunas camisas de Dave, supo que esa mentira podría acabar con él. Con ellos, ya que al lavarle la ropa, ella también había participado en la conspiración de la obstrucción a la justicia. Si Dave no se sinceraba con ella, sería incapaz de ayudarle. Y cuando la policía fuera a su casa (porque lo harían, ya que eso no era la televisión; incluso el detective más tonto y más borracho era más listo que ellos cuando se trataba de crímenes) despedazarían la historia de Dave con la misma facilidad que si cascaran un huevo en el canto de una sartén.

La mano derecha le estaba matando. A Dave se le habían hinchado los nudillos el doble de lo normal y tenía la sensación de que los huesos más cercanos a la muñeca estaban a punto de perforarle la piel. Así pues, podría haber pasado por alto que le había lanzado la pelota a Michael con torpeza, pero se negaba a hacerlo. Si el chaval era incapaz de darle a la pelota Wiffle cuando ésta volaba en curva o por lo bajo, nunca sería capaz de seguir la trayectoria de una pelota más dura que fuera al doble de velocidad, ni de darle con un bate diez veces más pesado.

Su hijo, que tenía siete años, era demasiado pequeño para su edad y demasiado confiado para el mundo en que vivían. Era obvio por la franqueza de su rostro y por la sensación de esperanza que irradiaba de sus ojos azules. A Dave le encantaba esa faceta de su hijo, pero también la odiaba. No sabía si tendría la fortaleza para quitársela, pero tenia la certeza de que pronto tendría que hacerlo, y que si no lo hacía, el mundo lo haría por el. Esa cosa tierna y frágil de su hijo era una maldición de los Boyle, la misma que hacia que a Dave, a la edad de treinta y cinco años, aún le siguieran confundiendo por un universitario y que le pidieran el carné de identidad en las tiendas de bebidas alcohólicas fuera del barrio. Tenía la misma mata de cabello que cuando tenía la edad de Michael y no tenía ni una sola arruga; sus propios ojos azules eran vitales e inocentes.

Dave observó cómo Michael se atrincheraba tal y como le había enseñado, cómo se arreglaba la gorra y cómo ladeaba el bate por encima de su cabeza. Balanceaba un poco las rodillas y las flexionaba, un hábito del que Dave se iba liberando poco a poco, pero que le volvía con la misma naturalidad que si fuera un tic. Dave lanzaba la pelota con rapidez, para sacar partido de sus debilidades, escondiendo las nudiIleras al arrojar la plata antes de extender el brazo del todo; retorciendo la palma de la mano a causa del movimiento.

Sin embargo, Michael dejó de flexionar las rodillas tan pronto como Dave empezó a moverse con la rapidez que lo caracterizaba cuando la pelota voló y luego cayó en casa, Michael intentó golpearla bajo y le dio como si sostuviera un palo de golf. Dave vio el indicio de una sonrisa esperanzadora en el rostro de Michael mezclada con algo de sorpresa al darse cuenta de su proeza; Dave estuvo a punto de dejar escapar la pelota, pero en vez de eso la arrojó de nuevo al suelo; sintió cómo algo se le desmoronaba en el pecho mientras la sonrisa se desvanecía del rostro de su hijo.

– ¡Eh! -exclamó Dave, decidido a permitir que su hijo disfrutara de la satisfacción de haber hecho un golpe lateral tan bueno-. Ha sido un golpe estupendo, campeón.

Michael, que aún seguía perfeccionando el golpe con el entrecejo fruncido, le preguntó:

– ¿Como has podido lanzarla al suelo?

Dave recogió la pelota del suelo y respondió:

– No lo sé. ¿Crees que será porque soy mucho más alto que los demás niños de la liga infantil?

Michael sonrió con indecisión, a la espera de volver a batear y le dijo:

– ¿Eso crees?

– Déjame que te haga una pregunta: ¿conoces a algún niño de segundo curso que mida más de metro sesenta?

– No.

– Y además tuve que saltar para conseguirlo.

– ¡Es verdad!

– Y por mucho que mida más de metro sesenta, sólo he podido hacer un sencillo.

Entonces Michael se rió; su risa era una cascada, como la de Celeste.

– De acuerdo…

– Sin embargo, has flexionado los músculos.

– ¡Ya lo sé, ya lo sé!

– Una vez que hayas encontrado la posición, colega, deberías dejar de moverte.

– Pero Nomar…

– Ya sé todo lo que hacen Nomar y Derek Jeter. Son tus héroes, de acuerdo. Pero cuando uno tiene la posibilidad de ganar diez millones de dólares en un partido, se puede permitir el lujo de moverse. ¿Hasta entonces?

Michael se encogió de hombros y le pegó una patada al suelo.

– Mike, ¿hasta entonces?

Michael suspiró y dijo:

– Hasta entonces, me concentraré en lo básico.

Dave sonrió, lanzó la pelota por encima de él y la cogió sin ni siquiera mirarla; luego añadió:

– Sin embargo, has hecho un lanzamiento muy bueno.

– ¿De verdad?

– Hijo, esa cosa ha salido volando hacia la colina, directo a la zona alta de la ciudad.

– A la zona alta -repitió Michael, y soltó otra risa como las de su madre.

– ¿Quién se va a la zona alta?

Ambos se dieron la vuelta y vieron a Celeste de pie junto al porche trasero. Llevaba el pelo recogido, los pies descalzos, y una de las camisas de Dave le colgaba por encima de unos pantalones vaqueros descoloridos.

– ¡Hola mamá!

– ¡Hola, preciosidad! ¿Te vas a la zona alta con tu padre?

Michael se quedó mirando a Dave. De repente se había convertido en un chiste privado. Se rió con disimulo y contestó;

– No mamá.

– ¿Dave?

– Se trata de la pelota, cariño. De la pelota que acaba de lanzar.

– ¡Ah, la pelota!

– Le dio de pleno. Papá sólo fue capaz de pararla porque es muy alto.

Dave sentía que Celeste lo observaba incluso cuando ésta tenía los ojos puestos en Michael. Le observaba y esperaba como si deseara preguntarle algo. Recordó cómo la noche anterior le había susurrado: «Ahora formo parte de ti y tú de mí» con voz ronca, mientras se levantaba del suelo de la cocina para asirle del cuello y acercar los labios a su oído.

Dave no tenía ni idea de lo que le estaba hablando, pero le gustó el sonido; además, la ronquera de sus cuerdas vocales había hecho que alcanzara un orgasmo más intenso.

Sin embargo, en ese momento tenía la sensación de que sólo se trataba de uno más de los intentos de Celeste de adentrarse en su cabeza y fisgar; eso le cabreaba, ya que una vez que alguien se metía allí dentro, no le gustaba lo que veía y se iba corriendo.

– ¿Qué te pasa, cariño? -le preguntó Dave.

– ¿Eh? Nada -se estrechó el cuerpo con los brazos a pesar de que la temperatura aumentaba con rapidez-. Mike, ¿ya has almorzado?

– Aún no.

Celeste frunció a Dave el entrecejo, como si fuera el peor de los crímenes que Michael se hubiera puesto a golpear pelotas antes de haber obtenido el azúcar necesario que le aportaban los cereales de color carmesí que solía comer.

– Te he llenado la taza y la leche está en la mesa.

– ¡Estupendo! ¡Tengo un hambre que me muero!

Michael soltó el bate y Dave sintió que le traicionaba al dejar el bate de aquel modo e irse corriendo hacia las escaleras. «¿Que te morías de hambre? ¿Qué pasa? ¿Te he tapado la boca para que no me lo pudieras decir? ¡Joder!»

Michael echó a trotar al lado de su madre y subió las escaleras que llevaban al tercer piso con tal velocidad que daba la impresión que éstas iban a desaparecer si no llegaba hasta arriba con la suficiente rapidez.

– ¿No vas a almorzar Dave?

– ¿Vas a dormir hasta el mediodía, Celeste?

– Solo son las diez y cuarto- respondió celeste.

Dave sintió que toda la buena voluntad que habían conseguido infundir a su matrimonio con la locura de la noche anterior en la cocina se convertía en humo y se alejaba más allá de su propio jardín.

Hizo un esfuerzo por sonreír. Si uno conseguía aparentar que la sonrisa era auténtica, nadie podía llegar hasta él.

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