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Cuando Annabeth se apartó, Jimmy aún sentía su mejilla en el pecho como una marca permanente. Bajó de encima de su marido, se sentó en el suelo frente a él y se le quedó mirando a los ojos. Inclinó la cabeza hacia el monitor de bebés y, por un momento, escucharon cómo dormían sus hijas.

– ¿Sabes lo que les dije hoy cuando las acosté?

Jimmy negó con la cabeza.

– Les dije que tenían que ser especialmente amables contigo durante un tiempo, porque si nosotros amábamos a Katie, tú la querías mucho más. La querías tanto porque la habías creado y porque la habías mecido en tus brazos cuando era pequeña, y que a veces tu amor por ella era tan grande que tu corazón se hinchaba como un globo y sentías que iba a explotar de amor.

– ¡Santo cielo! -exclamó Jimmy.

– También les dije que su padre las amaba a ellas de ese modo. Que tenía cuatro corazones y que todos ellos eran globos, llenos de aire hasta los topes y dolorosos. Y que tu amor implicaba que nosotras nunca tendríamos que preocuparnos. Y Nadine me preguntó:

«¿Nunca?»

– ¡Por favor! -

Jimmy se sentía como si estuviera aplastado bajo bloques de granito-. ¡Para!

Ella negó con la cabeza una vez, envolviéndole con su serena mirada. -Dije a Nadine que no, que nunca tendríamos que preocuparnos, porque papá no era un príncipe, sino un rey. Y los reyes saben lo que se tiene que hacer, por difícil que sea, para arreglar las cosas. Papá es un rey y hará…

– Anna…

– … lo que deba hacer por aquellos a los que ama. Todo el mundo comete errores. Todos. Los grandes hombres intentan solucionar las cosas, y eso es lo que cuenta. De eso trata el gran amor. Ésa es la razón por la que papá es un gran hombre.

Jimmy se sintió cegado.

– No -dijo.

– Ha llamado Celeste -espetó Annabeth, y sus palabras fueron entonces dardos para él.

– No…

– Quería saber dónde estabas. Me contó que te había explicado sus propias sospechas sobre Dave.

Jimmy se secó los ojos con la palma de la mano, y observó a su mujer como si fuera la primera vez que la viera.

– Me lo contó, Jimmy, y yo pensé: «¿Qué clase de mujer va contando cosas así de su marido? ¡Qué despiadado se ha de ser para ir contando esas historias por ahí como quien no quiere la cosa!». ¿y por qué te lo contó a ti? ¿Eh, Jimmy? ¿Por qué a ti precisamente?

Jimmy se lo imaginaba; siempre lo había pensado por la forma en que a veces le miraba, pero no dijo nada.

Annabeth sonrió, como si pudiera adivinar la respuesta en su rostro.

– Podría haberte llamado al móvil. Podría haberlo hecho. Cuando me contó lo que sabías y recordé que estabas con Val, adiviné lo que estabas haciendo, Jimmy. No soy estúpida.

Nunca lo había sido.

– Sin embargo, no te llamé. No te detuve.

La voz de Jimmy se entrecortó al preguntar:

– ¿Por qué no lo hiciste?

Annabeth inclinó la cabeza hacia él, como si la respuesta hubiera sido obvia. Se puso en pie, le contempló con una mirada de curiosidad, y se quitó los zapatos de golpe. Se bajó la cremallera de los vaqueros y los deslizó pantorrillas abajo, se dobló por la cintura y los hizo bajar hasta los tobillos. Se los pasó por las piernas al tiempo que se quitaba la blusa y el sujetador. Levantó a Jimmy de la silla y estrechó su cuerpo contra el de ella; luego besó sus mejillas húmedas.

– Son débiles -espetó Annabeth.

– ¿Quiénes?

– Todos -respondió-. Todos, salvo nosotros.

Le quitó la camisa de los hombros, y Jimmy vio su rostro reflejado en el Pen Channel la primera noche que habían salido juntos. Ella le había preguntado si llevaba el crimen en la sangre, y Jimmy la había convencido de que no era así, porque había pensado que ésa era la respuesta que ella había esperado oír. Sólo entonces, doce años y medio más tarde, entendió que todo lo que ella había querido de él era la verdad. Cualquiera que hubiera sido su respuesta, ella se habría adaptado. Le habría apoyado. Habrían construido sus vidas de acuerdo con ello.

– Nosotros no somos débiles -declaró ella, y Jimmy sintió que el deseo se apoderaba de él, como si hubiera estado aumentando desde el día en que nació.

Si hubiera podido comérsela viva sin causarle ningún dolor, le habría devorado los órganos y le habría clavado los dientes en la garganta.

– Nunca seremos débiles.

Annabeth se sentó sobre la mesa de la cocina, con las piernas colgando a los lados.

Jimmy miró a su mujer mientras se quitaba los pantalones, a sabiendas de que aquello era temporal, que tan sólo estaba aliviando el dolor del asesinato de Dave, eludiéndolo para adentrarse en la fuerza y en la carne de su mujer. Pero ello bastaría para aquella noche. Quizá no para el día siguiente y los días venideros. Pero, sin lugar a dudas, para esa noche sería más que suficiente. ¿Y no era así cómo uno empezaba a recuperarse? ¿Poco a poco?

Annabeth le puso las manos sobre las caderas, y le clavó las uñas en la carne, junto a la columna vertebral.

– Cuando acabemos, Jimmy…

– ¿Sí?

Jimmy se sentía embriagado de ella.

– No te olvides de dar el beso de buenas noches a las niñas.

EPILOGO. JIMMY DE LAS MARISMAS

Domingo

28. TE GUARDAREMOS UN SITIO

El domingo por la mañana, Jimmy se despertó con el lejano sonido de tambores.

No era el golpeteo ni el sonido de los platillos de cualquier banda moderna de música de un club sudoroso, sino el martilleo grave y constante de una partida de guerra acampada en los alrededores del barrio. A continuación oyó el quejido de los instrumentos de viento metálicos, repentino y desafinado. Una vez más, era un sonido lejano, que llevaba hasta allí el aire de la mañana desde unas diez o doce manzanas de distancia, y que se apagaba casi al empezar. En el silencio que seguía, él permanecía allí tumbado escuchando la vivificante tranquilidad propia de última hora de una mañana de domingo, y que, a juzgar por el fuerte resplandor amarillento que dejaban entrar las cortinas, también debía de ser soleada. Oyó el cloqueo y el arrullo de las palomas desde su lecho y el ladrido seco de un perro calle abajo. La puerta de un coche se abrió de golpe y se cerró, y esperó oír el ruido del motor, pero no llegó, y luego volvió a oír el sonido del tamtam regular y más seguro.

Miró el despertador de la mesilla de noche: las once de la mañana.

La última vez que había dormido hasta tan tarde fue cuando… De hecho, ni siquiera recordaba la última vez que había dormido tanto. Hacía de ello años. Tal vez una década. Recordó el cansancio de aquellos últimos días, la sensación que tuvo de que el ataúd de Katie se elevaba y caía sobre su cuerpo como una caja de ascensor. Después, simplemente Ray Harris y Dave Boyle habían ido a visitarle la noche anterior, cuando estaba tumbado y borracho en el sofá de la sala de estar, pistola en mano, y contempló cómo lo saludaban desde la parte trasera del coche que olía a manzanas. La nuca de Katie aparecía entre ellos mientras bajaban por la calle Gannon, aunque Katie nunca miró hacia atrás; simplemente Ray y Dave saludaban como locos, con una sonrisa burlona, al tiempo que Jimmy sentía que la pistola le escocía en la palma de la mano. Había olido el aceite y había contemplado la posibilidad de llevarse el cañón a la boca.

El velatorio había sido una pesadilla: Celeste se había presentado a las ocho de la tarde cuando estaba lleno de gente; había atacado a Jimmy, le había golpeado con los puños y le había llamado asesino. «Tú, como mínimo, tienes su cuerpo -le había gritado-. ¿Y yo, qué tengo? ¿Dónde está, Jimmy? ¿Dónde?» Bruce Reed y sus hijos se la habían quitado de encima y la sacaron de allí a rastras, pero Celeste no cesaba de gritar: «Asesino. Es un asesino. Ha matado a mi marido. Asesino».

«Asesino.»

Después habían celebrado el funeral, y el oficio religioso junto a la tumba. Jimmy había permanecido allí de pie mientras metían a su niña dentro del agujero y cubrían el ataúd con montones de barro y de piedras sueltas, y Katie desaparecía de su vista bajo toda aquella tierra como si nunca hubiera existido.

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