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– ¡Eso no te lo crees ni tú!

Se dio la vuelta, con los brazos abiertos mientras se volvía hacia Sean.

– Si estás tan seguro, ¿por qué no me arrestas?

– Conseguiré las pruebas -respondió Sean-. Puedes estar seguro de ello.

– No conseguirás nada -dijo Jimmy-. Gracias por arrestar a los asesinos de mi hija, Sean. De verdad. Pero si lo hubieras hecho un poco más rápido, quizá…

Jimmy se encogió de hombros, se dio la vuelta y empezó a bajar por la calle Gannon.

Sean le observó hasta que le perdió de vista en la oscuridad bajo una farola rota, delante de la antigua casa de Sean.

«Lo has hecho -pensó Sean-. ¡Lo has hecho de verdad, maldito animal desalmado! y lo peor de todo es que sé lo inteligente que eres. No habrás dejado ni una sola pista con que podamos iniciar una investigación. Eso no es propio de ti, porque te ocupas del más mínimo detalle, Jimmy. ¡Maldito cabronazo!»

– ¡Le has matado! -exclamó Sean en voz alta-. ¿No es verdad, amigo mío?

Tiró su lata de cerveza al suelo y se encaminó hacia el coche; a continuación llamó a Lauren desde el móvil.

Cuando ella respondió, Sean dijo:

– Soy Sean.

Silencio.

Entonces supo lo que ella necesitaba oír pero que él no le había dicho, aquello que él se había negado a decirle durante más de un año. Se había dicho a sí mismo que le diría cualquier cosa salvo aquello.

No obstante, en ese momento lo dijo. Lo hizo mientras veía al chaval apuntándole el pecho con la pistola, ese chaval que no olía a nada, y viendo, también, al pobre Dave el día en que Sean quería invitarle a una cerveza, el indicio de esperanza que había visto en los ojos de Dave, como si fuera incapaz de creerse que nadie pudiera tener el más mínimo interés en invitarle a una cerveza. Lo dijo porque lo sentía en lo más profundo de su ser; necesitaba decirlo, tanto por Lauren como por él mismo.

– Lo siento. Lauren preguntó:

– ¿El qué?

– Haberte hecho responsable de todo.

– De acuerdo.

– Mira, yo…

– Verás…

– Sigue -sugirió Sean.

– Yo…

– ¿Qué?

– Yo… Sean, también lo siento. No quería…

– No pasa nada -respondió-. De verdad -respiró profundamente, inspirando el aire viciado que olía a sudor rancio del coche patrulla-. Quiero verte. Quiero ver a mi hija.

– ¿Cómo sabes que es tuya? -espetó Lauren.

– Es mía.

– Pero la prueba de paternidad…

– Es mía -repitió-. No necesito hacer ninguna prueba de paternidad. ¿Volverás a casa, Lauren? ¿Lo harás?

En algún lugar de la silenciosa calle, oía el zumbido de un generador.

– Nora -dijo Lauren.

– ¿Qué?

– Así se llama tu hija, Sean.

– Nora -repitió, la palabra fresca en su boca.

Cuando Jimmy regresó a casa, Annabeth estaba esperando en la cocina. Se sentó en una silla al otro lado de la mesa y ella le dedicó aquella sonrisa pequeña y secreta que a él tanto le gustaba, esa que daba la impresión de que lo conocía tan bien que aunque él no abriera la boca durante el resto de su vida, ella sabría lo que le quería decir. Jimmy le cogió la mano y le recorrió los dedos con su pulgar, intentando encontrar la misma fuerza que veía en el rostro de ella.

El monitor para bebés estaba entre ambos, sobre la mesa. Lo habían usado el mes anterior cuando Nadine había tenido una grave infección para controlar los gorjeos de la niña mientras dormía; Jimmy imaginaba que su bebé podía ahogarse, y esperaba el sonido apagado de la tos, para saltar de la cama, cogerla en brazos rápidamente y llevarla a toda prisa a urgencias, en calzoncillos y camiseta. Y aunque su hija se había curado pronto, Annabeth no había vuelto a poner el monitor en la caja que guardaba en el armario del comedor. Solía encenderlo por la noche para controlar el sueño de Sara y Nadine.

En aquel momento no estaban durmiendo. Jimmy oía a través del pequeño altavoz sus risas y susurros y le horrorizaba imaginárselas y pensar en sus pecados a la vez.

«He matado a un hombre. Al hombre equivocado.»

Aquella certeza, aquella vergüenza ardía en su interior.

«He matado a Dave Boyle».

Le chorreaba, todavía ardiente, sobre el vientre. Aquella lluvia lo calaba.

«He cometido un asesinato. He matado a un hombre inocente.»

– Cariño -dijo Annabeth, escudriñándole el rostro-. Cariño, ¿qué te pasa? ¿Es por Katie? Tienes muy mal aspecto.

Dio la vuelta a la mesa, con una temible mezcla de preocupación y de amor en sus ojos. Se sentó a horcajadas sobre Jimmy, le cogió la cara con las manos y le obligó a mirarle a los ojos.

– Cuéntamelo. Cuéntame qué te pasa.

Jimmy deseaba esconderse de ella. En aquel momento, el amor que ella le profesaba le dolía demasiado. Quería deshacerse de sus cálidas manos y encontrar algún lugar oscuro y profundo donde ni el amor ni la luz pudieran alcanzarle, donde pudiera acurrucarse para llorar su dolor y su odio hacia sí mismo en la oscuridad.

– Jimmy -susurró ella. Le besó los párpados-. Jimmy, háblame. Por favor.

Le apretó las sienes con las palmas de la mano, le deslizó los dedos a través del cabello hasta sujetarle el cráneo; luego le besó. Le introdujo la lengua en la boca y lo sondó, buscando con ahínco el motivo de su dolor, absorbiéndolo, capaz de convertirse si era necesario en un escalpelo que extirpase sus tumores y la librara de ellos.

– Cuéntamelo. Por favor, Jimmy. Cuéntamelo.

Y al contemplar a su amada, supo que si no se lo contaba todo estaría perdido. No estaba seguro de que ella pudiera salvarle, pero estaba convencido de que si no le abría su corazón, se moriría.

Así pues, se lo contó.

Se lo contó todo. Le contó lo de Ray Harris y le explicó la tristeza que había sentido en su interior desde que tenía once años, y que el hecho de haber amado a Katie había sido el único logro digno de admiración de toda su inútil vida; y que Katie a los cinco años (aquella hija y extraña a la vez) le necesitaba y desconfiaba de él a un tiempo, que era la cosa más temible con la que se había enfrentado, y la única obligación de la que nunca se había desentendido. Le contó que amar y proteger a Katie había sido su esencia, y que al privarle de su hija, le habían despojado de esa misma esencia.

– Y entonces -prosiguió en la cocina, que cada vez le parecía más pequeña y asfixiante-, maté a Dave.

«Le maté y le tiré al río, y ahora acabo de enterarme, como si lo que he hecho no fuera bastante, de que era inocente.»

«He hecho todas esas cosas, Anna, y no hay vuelta atrás. Creo que debería ir a la cárcel. Debería confesar el asesinato de Dave y volver a la cárcel, porque es allí donde me toca estar. De verdad, cariño. No me merezco vivir en sociedad. No se puede confiar en mí.»

Su voz parecía la de otra persona. Sonaba tan diferente de la que normalmente oía salir de sus labios que se preguntó si Annabeth vería a un extraño ante ella, un Jimmy de papel, un Jimmy que se desvanecía en el éter.

Sin embargo, Annabeth mantenía el rostro tan sosegado y tranquilo que parecía estar posando para un retrato. La barbilla alzada, y los ojos transparentes e ilegibles.

Jimmy oía de nuevo los susurros de las chicas a través del monitor, como una suave ráfaga de viento.

Annabeth se agachó y empezó a desabrocharle la camisa, y Jimmy observó sus dedos hábiles y su propio cuerpo se entumecía. Le abrió la camisa y la dejó que colgara sobre los hombros, y luego colocó la mejilla junto a él, con la oreja sobre el centro de su pecho.

– Yo sólo… -dijo.

– ¡Sshh! -susurró ella-. Quiero oírte el corazón.

Le pasó las manos por las costillas y por la espalda, y apretó con más fuerza la cabeza contra su pecho. Annabeth cerró los ojos, y una diminuta sonrisa apareció en sus labios.

Permanecieron así sentados durante un rato. El susurro del monitor se había convertido en el callado sonido del sueño de sus hijas.

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