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– ¿Y cuál es esa escena? -preguntó Jimmy.

– En este momento es todo el parque. Mira -Sean le dio un golpecito a Jimmy en el hombro-, he venido hasta aquí para decirte que de momento no hay nada que puedas hacer. Lo siento. Lo siento de verdad. Pero así son las cosas. Tan pronto como averigüemos algo, te lo haré saber, Jimmy. Te lo diré de inmediato. Te lo digo en serio.

Jimmy asintió con la cabeza, le tocó en el codo a Sean y le preguntó:

– ¿Puedo hablar contigo un momento?

– ¡Claro!

Dejaron a Chuck Savage en la acera y fueron unos cuantos metros calle abajo. Sean se cuadró, preparándose para lo que fuera que Jimmy quisiera preguntarle, se puso serio y le miró con ojos de poli, sin mostrar ningún tipo de compasión.

– Ése es el coche de mi hija -afirmó Jimmy.

– Ya lo sé. Yo…

Jimmy levantó una mano y prosiguió:

– ¿Sean? Ése es el coche de mi hija y dentro hay rastros de sangre.

Esta mañana no se ha presentado al trabajo y tampoco ha aparecido en la Primera Comunión de su hermana pequeña. Nadie la ha visto desde ayer por la noche, ¿de acuerdo? Es de mi hija de quien estamos hablando, Sean. No tienes hijos, no espero que lo entiendas del todo, pero se trata de mi hija.

La mirada de poli de Sean no cambió en lo más mínimo; ni siquiera se inmutó por las palabras de Jimmy.

– ¿Qué quieres que te diga, Jimmy? Si quieres saber con quién estaba ayer por la noche, mandaré a unos cuantos agentes para que lo investiguen, Si tenía enemigos, iré a por ellos. Si lo deseas…

– Han traído perros, Sean. Perros para mi hija. Perros y hombres rana.

– Así es. No solo tenemos a la mitad del cuerpo de policía dentro del parque, Jimmy, sino también a los federales y al Departamento de Policía de Boston. Además, disponemos de dos helicópteros y de dos botes. La encontraremos. Sin embargo, tú no puedes hacer nada. Al menos, de momento. Nada. ¿Queda claro?

Jimmy miró atrás y vio que Chuck seguía junto a la acera, con la mirada fija en los matorrales que llevaban al parque, con el cuerpo un poco inclinado hacia delante, preparado para arrancarse su propia piel.

– ¿Por qué habéis traído a hombres rana para buscar a mi hija, Sean?

– No podemos descartar ninguna posibilidad, Jimmy. Siempre que hay agua actuamos de ese modo.

– ¿Está dentro del agua?

– Lo único que sabemos es que ha desaparecido. Eso es todo, Jimmy.

Jimmy se apartó de él un momento; no se acababa de encontrar bien, se notaba la mente sombría y pegajosa. Deseaba entrar en aquel parque. Quería bajar por el sendero y encontrarse a Katie caminando hacia él. Era incapaz de pensar. Necesitaba entrar.

– ¿Quieres tener que cargar con la responsabilidad de habernos tratado mal? -le preguntó Jimmy-. ¿Deseas tener que detener a todos los hermanos Savage y a mí mismo por intentar entrar en el parque para buscar a nuestra querida Katie?

Jimmy se percató, en el mismo momento en que dejó de hablar, de que era una amenaza débil, sin fuerza; no le gustó nada que Sean también se hubiera dado cuenta.

Sean asintió con la cabeza y respondió:

– No deseo hacerlo. Créeme. Pero si tengo que hacerlo, Jimmy, lo haré, Que no te quepa ninguna duda. -Sean abrió una libreta de golpe. Mira, cuéntame con quién estaba ayer por la noche, qué hacía, y yo…

Jimmy ya se estaba alejando de él cuando se oyó, fuerte y estridente, el transmisor de Sean. Se dio la vuelta en el instante en que Sean se lo llevaba a los labios y decía: «Al habla».

– Hemos encontrado algo, agente.

– Repítalo, por favor.

Jimmy se acercó hacia Sean y oyó la emoción apenas reprimida del tipo que había al otro lado del transmisor.

– Dije que hemos encontrado algo. El sargento Powers nos ha dicho que debería venir usted hacia aquí. Ah, y tan pronto como sea posible. Ahora mismo, de hecho.

– ¿Dónde se encuentra?

– Junto a la pantalla del autocine, agente. No se puede ni imaginar el estado en que está.

10. PRUEBAS

Celeste estaba viendo las noticias de las doce en el pequeño televisor que tenían en la encimera de la cocina. Planchaba mientras veía la televisión, consciente de que la podrían confundir por un ama de casa de los años cincuenta, pues se ocupaba de las tareas domésticas y cuidaba del niño; mientras, su marido iba a trabajar con su fiambrera metálica, y al regresar a casa esperaba tomarse una copa y que la cena estuviera en la mesa. Pero en realidad no era así. Dave, a pesar de todos sus defectos, arrimaba el hombro en las tareas domésticas. Se ocupaba de pasar el aspirador, de quitar el polvo y de fregar los platos; en cambio, Celeste disfrutaba haciendo la colada, doblando y planchando la ropa, y con el cálido olor que emanaba de la tela recién lavada y sin arrugas.

Usaba la plancha de su madre, un artefacto de principios de los años sesenta. Pesaba más que una roca, siseaba continuamente y soltaba repentinos estallidos de vapor; sin embargo, planchaba mucho mejor que cualquiera de esas planchas nuevas que Celeste, persuadida por los descuentos y por todos esos anuncios de tecnología de era espacial, había ido probando a lo largo de los años. La plancha de su madre dejaba la ropa tan lisa que se podría partir una barra de pan encima; además alisaba las arrugas más difíciles de una suave pasada, mientras que una de las nuevas con carcasa de plástico habría tenido que pasarla media docena de veces.

Celeste se cabreaba cada vez que pensaba en que todo se diseñaba para romperse con facilidad (videos, coches, ordenadores, teléfonos inalámbricos), mientras que los utensilios de la época de sus padres habían sido ideados para que duraran mucho tiempo. Dave y ella aún utilizaban la plancha y la licuadora de su madre, y seguían teniendo su antiguo y achaparrado teléfono negro junto a la cama. Y sin embargo, en los años que llevaban juntos, habían tenido que tirar muchas adquisiciones que habían dejado de funcionar antes de lo que parecería lógico: televisores con tubos de imagen fundidos, una aspiradora que echaba humo azul y una cafetera que elaboraba un líquido que salía sólo un poco más caliente que el agua de la bañera. Ésos y otros aparatos habían acabado en el cubo de la basura, ya que casi era más barato comprarlos nuevos que repararlos. Casi. Por lo tanto, uno acababa gastándose el dinero en el último modelo que acababa de salir al mercado, lo cual era, sin lugar a dudas, lo que pretendían los fabricantes. A veces, Celeste se encontraba a sí misma intentando eludir de modo consciente una idea que le rondaba por la cabeza: no eran tan sólo las cosas que poseía, sino su vida en sí, la que carecía de peso o consecuencias duraderas, sino que estaba programada, de hecho, para que se estropeara a la primera oportunidad que se presentara, a fin de que cualquier otra persona pudiera reciclar las pocas piezas buenas que sobrasen, mientras el resto de ella desaparecería.

Allí estaba pues, planchando y pensando en sus partes desechables cuando, a los diez minutos de haber comenzado el telediario, el presentador miró con seriedad a la cámara y comunicó que la policía estaba buscando al responsable de un crimen atroz que se había perpetrado en las cercanías de uno de los bares del barrio. Celeste se acercó al televisor para subir el volumen y el presentador anunció:

– Esta historia y la información meteorológica después de la publicidad.

A continuación, Celeste se encontró mirando las manos muy cuidadas de una mujer que intentaba fregar una bandeja que tenía toda la pinta de que la hubieran sumergido en caramelo caliente; una voz pregonaba las ventajas de utilizar ese líquido lavavajillas nuevo y mejor, y a Celeste entraron ganas de ponerse a gritar. De alguna manera, las noticias eran como aquellos aparatos desechables: ideados para engañar y engatusar, para reírse de la credulidad de la gente sin que ésta se diera cuenta, ya que la gente creía, una vez más, que cumplirían con lo prometido.

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