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– ¿Jimmy? -Deveau le tendió una mano-. ¿Te encuentras bien?

Jimmy observó la mano y no tenía ni idea de cómo contestarle. Hombres rana, pensó. En el Pen.

Whitey encontró a Sean en el bosque, a unos noventa metros más allá del barranco. Habían perdido el rastro de sangre y cualquier indicio de huellas dactilares en las zonas más abiertas del parque, pues la lluvia de la noche anterior había borrado todo lo que no había estado cubierto por los árboles.

– Unos cuantos perros han olido algo junto a la pantalla del antiguo autocine. ¿Quieres que nos acerquemos hasta allí?

Sean asintió con la cabeza, pero en ese mismo momento sonó su transmisor.

– Agente Devine.

– Aquí delante tenemos un tipo que…

– ¿Delante de dónde?

– Delante de la calle Sydney, agente.

– Siga.

– El tipo asegura ser el padre de la chica desaparecida.

– ¿Qué coño está haciendo en la escena del crimen?

Sean sintió cómo le subía la sangre a la cabeza, y cómo enrojecía y se acaloraba.

– Ha conseguido pasar, agente. ¿Qué quiere que le diga?

– Bien, pues hágalo salir. ¿Ya ha llegado algún psicólogo?

– No, está en camino.

Sean cerró los ojos. Todo el mundo estaba en camino, como si estuvieran parados en el mismo atasco.

– Intente tranquilizar al padre hasta que llegue el psicólogo. Ya sabe lo que tiene que hacer.

– Sí, pero desea verle a usted, agente.

– ¿A mí?

– Asegura que le conoce y que alguien le ha dicho que usted se encontraba aquí.

– ¡No, no, no, mire…!

– Viene acompañado de unos cuantos tipos.

– ¿Tipos?

– Unos tíos con una pinta terrorífica. Todos se parecen mucho y la mitad de ellos son casi enanos.

«Los hermanos Savage. Mierda.»

– ¡Ahora mismo voy! -exclamó Sean.

Un segundo más y Val Savage consigue que lo arresten. Y Chuck, con toda probabilidad, también. El temperamento Savage, casi nunca en calma, se encontraba en plena efervescencia: los hermanos les gritaban a los polis, que parecían estar a punto de empezar a golpearles con la porra.

Jimmy estaba con Kevin Savage, uno de los hermanos más sensatos, a pocos metros de distancia de la cinta policial que rodeaba la escena del crimen. Val y Chuck estaban junto a la cinta, señalaban con el dedo y gritaban:

– ¡Es nuestra sobrina la que está ahí dentro, estúpidos cabronazos de mierda!

Jimmy sentía una histeria controlada, una necesidad de estallar, reprimida con dificultad, que le dejaba impasible y un poco confuso. De acuerdo, el coche aquel que estaba a unos diez metros de distancia era el de su hija. Y sí, era cierto, nadie la había visto desde la noche anterior. Y eso que había visto en el respaldo del asiento del conductor era sangre. Sí, estaba claro que no presagiaba nada bueno. Sin embargo, un batallón entero de policías la estaban buscando y no habían encontrado aún ningún cuerpo. Así pues, debía tener eso en cuenta.

Jimmy observó cómo un poli mayor se encendía un cigarrillo y le entraron ganas de arrancárselo de la boca, de hundirle profundamente carbón ardiente por las venas de la nariz y decirle: «Haz el favor de volver a entrar en el parque y de seguir buscando a mi hija, joder».

Contó hasta diez despacio -un truco que había aprendido en Deer Island- y vio los números aparecer, fluctuantes y grises en la oscuridad de su cerebro. Si gritaba sólo conseguiría que le impidieran permanecer en la escena del crimen. Lo mismo que sucedería si demostraba abiertamente el dolor, la ansiedad o el miedo eléctrico que le recorría el cuerpo. Además, los Savage enloquecerían y acabarían pasando todo el día en una celda en vez de en la calle donde su hija había sido vista por última vez.

– ¡Val! -gritó.

Val Savage quitó la mano de la cinta policial, apartó el dedo del rostro del glacial poli y se dio la vuelta para mirar a Jimmy.

Jimmy negó con la cabeza y le dijo:

– Tranquilízate.

Val arremetió de nuevo contra el policía y exclamó:

– ¡Se andan con jodidas evasivas, Jim! ¡No nos dicen nada, joder!

– Están haciendo su trabajo -declaró Jimmy.

– ¿Que están haciendo qué, Jim? Con el debido respeto, la tienda de donuts está en la otra dirección.

– ¿Quieres ayudarme de verdad? -le preguntó Jimmy, mientras Chuck se acercaba con cautela a su hermano, casi el doble de alto, pero la mitad de peligroso, a pesar de seguir siendo más peligroso que la mayor parte de la gente.

– ¡Claro! -respondió Chuck-. Dinos lo que quieres que hagamos.

– ¿Val? -exclamó Jimmy.

– ¿Qué?

Los ojos le daban vueltas y la furia exhalaba de él como si fuera un olor.

– ¿De verdad me quieres ayudar?

– ¡Sí, sí, sí, claro que te quiero ayudar, joder! Ya lo sabes, ¿no?

– Sí, ya lo sé -respondió Jimmy, intentando reprimir las ganas de chillar-. Sé muy bien de qué se trata, Val. La que está ahí dentro es mi hija. ¿Oyes lo que te digo?

Kevin pasó la mano por el hombro de Jimmy y Val dio un paso atrás y se quedó mirando el suelo durante un rato.

– Lo siento, Jimmy. ¿De acuerdo? ¡Sólo me he desmadrado un poco! ¡Mierda!

Jimmy recuperó su tono de voz tranquilo y haciendo un esfuerzo para que el cerebro le funcionara, añadió:

Val, tú y Kevin podríais ir hasta casa de Drew Pigeon y contarle lo que ha pasado.

– ¿A casa de Drew Pigeon? ¿Por qué?

Ya te lo explicare, Val. Habla con su hija, Eve, y con Diane Cestra si aún sigue allí. Pregúntales cuando vieron a Katie por última vez. La hora exacta, Val. Averiguad si habían bebido, si Katie había quedado con alguien después y con quien salía. ¿Podrías hacer eso por mi, Val? -preguntó Jimmy, con los ojos puestos en Kevin, el único que, con un poco de suerte, podría mantener a Val a raya.

Kevin asintió con la cabeza y respondió:

– Comprendido, Jimmy.

– ¿Val?

Val miraba por encima de su hombro los matorrales que llevaban hasta el parque; después se volvió a Jimmy y, agitando su menuda cabeza, le contestó:

– Sí, de acuerdo.

– Esas chicas son amigas. No os pongáis duros con ellas; pero conseguid que os respondan. ¿De acuerdo?

– Muy bien -respondió Kevin, haciendo saber a Jimmy que se lo tomarían con calma. Le dio una palmada a su hermano mayor en el hombro-. ¡Venga, Val! ¡Hagámoslo!

Jimmy observó cómo subían la calle Sydney y sintió a Chuck a su lado, nervioso, dispuesto a matar a alguien.

– ¿Cómo lo llevas?

– ¡Mierda! -exclamó Chuck-. Estoy bien. Eres tú el que me preocupa.

– No te preocupes. De momento estoy bien. No tengo elección, ¿no crees?

Chuck no le contestó y Jimmy miró al otro lado de la calle Sydney, más allá del coche de su hija y vio a Sean Devine salir del parque y caminar entre los matorrales, sin apartar la mirada de Jimmy. A pesar de que Sean era un tipo alto y de que se movía con rapidez, Jimmy pudo vislumbrar en su rostro aquello que siempre había odiado, la mirada de un tipo al que la vida siempre le había sonreído; Sean lo ostentaba como una placa mucho mayor que la que le colgaba del cinturón, y eso cabreaba la gente aunque él no se percatara de ello.

– ¡Jimmy! -exclamó Sean; después le estrechó la mano-. ¿Qué tal?

– ¡Hola, Sean! Me han dicho que estabas en el parque.

– Si, desde primera hora de esta mañana. -Sean miró atrás por encima de un hombro, luego volvió la vista a Jimmy-. De momento no te puedo decir nada, Jimmy.

– ¿Esta ahí dentro?

Jimmy oyó el temblor de su propia voz.

– No lo sé, Jim. No la hemos encontrado. Es lo único que te puedo decir.

– Déjanos entrar -dijo Chuck-. Os podemos ayudar a buscarla. En las noticias se ve continuamente que la gente normal y corriente va a la búsqueda de niños desaparecidos y casos similares.

Sean, sin apartar los ojos de Jimmy, como si Chuck no estuviera allí, respondió:

– Es un poco más complicado que eso, Jimmy. No podemos permitir que entre nadie que no sea de la policía hasta que hayamos acabado de examinar la escena del crimen.

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