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Los perros no ladraron ni una sola vez. Jimmy volvió la cabeza al darse cuenta de que era precisamente eso lo que le había estado fastidiando desde que los viera por primera vez. Las veinticuatro patas se movían arriba y abajo del asfalto con mucho nerviosismo, con un desasosiego tenso y concéntrico, como si fueran soldados en medio de un desfile. Jimmy tuvo la sensación de que sus hocicos negros y sus delgadas ijadas eran de una eficacia espantosa, y los ojos le parecían ardientes trozos de carbón.

EI resto de la calle Sydney tenía la misma apariencia que una sala de espera antes de los altercados. La calle estaba atestada de polis y éstos andaban de forma metódica a través de los hierbajos que conducían a la entrada del parque. Desde allá arriba, Jimmy tenía una visión incompleta del parque en sí mismo, pero también podía verles allí dentro: uniformes azules y cazadoras color tierra se movían entre la vegetación, examinaban la orilla del canal y se comunicaban a gritos.

De nuevo en la calle Sydney, se reunieron en torno a algo que había en el extremo más lejano del furgón para perros policía; varios policías vestidos de paisano se apoyaban en los coches camuflados que estaban aparcados al otro lado de la calle, y bebían café; sin embargo, no daba la impresión de que se comportaran de forma habitual, ni que se divirtieran contando las últimas batallitas de guerra que habían tenido que protagonizar. Jimmy percibía la tensión más absoluta: en los perros, en los silenciosos polis apoyados en los coches, en el helicóptero, que ya había dejado de parecer una abeja y que sobrevolaba la calle Sydney con gran estruendo, volando bajo, y luego se dirigía al otro lado de los árboles importados y de la pantalla del autocine del parque.

– ¡Eh, Jimmy! -Ed Deveau abrió un paquete de M amp;M con los dientes y le dio un codazo a Jimmy.

– ¿Qué tal, Ed?

Deveau se encogió de hombros y dijo:

– Ese helicóptero es el segundo que entra en el parque. El primero estuvo sobrevolando mi casa durante un buen rato hará una media hora. Y le dije a mi mujer: «¿Cariño, nos hemos mudado a Watts [6] sin que yo me enterara?». -Se metió unos cuantos caramelos en la boca y volvió a encogerse de hombros-. Así pues, decidí venir a ver de qué iba todo este jaleo.

– ¿Te has enterado de algo?

Deveau deslizó el dorso de la mano por delante de ellos y respondió.

– No, de nada. Están más cerrados que el monedero de mi madre. Pero la cosa va en serio, Jimmy. ¡Y tanto! Han cerrado el acceso a la calle Sydney desde todos los ángulos posibles; según he oído, han puesto polis y caballetes en Crescent, Harborview, Sudan, Romsey* y hasta en Dunboy. La gente que vive en esas calles no puede salir y está muy cabreada. Me han contado que están rastreando el canal y Boo Bear. Durkin me ha llamado y me ha dicho que desde su ventana ha visto hombres rana zambulléndose en el canal- Deveau señaló en aquella dirección-. ¡Mira todo el montaje que tienen ahí!

Jimmy siguió el dedo de Deveau y vio cómo tres polis hacían salir a un borracho de uno de los edificios de tres plantas más destrozados del final de la calle Sydney; al borracho no parecía gustarle mucho lo que le estaban haciendo y ofreció resistencia hasta que uno de los policías le pegó tal empujón que le hizo bajar de cabeza los pocos escalones derruidos que quedaban. Jimmy aún seguía pensando en la palabra que Ed acababa de pronunciar: hombres rana. No solían enviar hombres rana cuando iban tras algo bueno o alguien que siguiera con vida.

– Debe de tratarse de un asunto serio. -Deveau silbó y se quedó mirando la ropa de Jimmy-. ¿Dónde vas tan bien vestido?

– Vengo de la ceremonia de Primera Comunión de Nadine.

Jimmy vio cómo un poli recogía al borracho del suelo y le decía algo a la oreja, luego la llevaba a la fuerza hasta un sedán color verde oliva que tenía una sirena puesta a un lado del techo sobre el asiento del conductor.

– ¡Felicidades! -exclamó Deveau.

Jimmy se lo agradeció con una sonrisa.

– ¿Y qué demonios haces aquí?

Deveau recorrió la calle Roseclair con la mirada en dirección hacia Santa Cecilia; de repente Jimmy se sintió ridículo. ¿Qué coño estaba haciendo él ahí con su corbata de seda y su traje de seiscientos dólares, estropeándose los zapatos con los hierbajos que surgían desde debajo de la barandilla?

Katie, recordó.

Aun así, le seguía pareciendo ridículo. Katie no había asistido a la Primera Comunión de su hermanastra porque estaría durmiendo la borrachera de la noche anterior o en íntima conversación con su último novio. ¿Qué le hacía creer que Katie iba a ir a la iglesia si nadie la obligaba? El día que bautizaron a Katie, hacía más de diez años que Jimmy no entraba en una iglesia. E incluso después de ese día, Jimmy no empezó a ir a la iglesia con regularidad hasta que conoció a Annabeth. Así pues, ¿qué había de malo si había salido de la iglesia, había visto los coches patrulla girar a toda velocidad la esquina de la calle Roseclair y había tenido un… mal presentimiento? Era sólo porque estaba preocupado por Katie, y también cabreado con ella, y por tanto pensaba en su hija mientras contemplaba cómo los polis se dirigían hacia el Pen Channel.

Sin embargo, en aquel momento se sentía estúpido. Estúpido, demasiado bien vestido y realmente tonto por haberle dicho a Annabeth que se llevara a las chicas a Chuck E. Cheese´s y que el ya iría más tarde; Annabeth le había mirado a los ojos con una mezcla de exasperación, confusión y enfado a duras penas contenido.

Jimmy se volvió hacia Deveau y le respondió:

– Supongo que tenía curiosidad por ver qué pasaba, como todos los demás- le dio una palmadita en el hombro-. Pero ya me marcho, Ed.

Mientras bajaba por la calle Sydney, un poli le lanzó un juego de llaves a otro y éste entró en el furgón policial.

– De acuerdo, Jimmy. Cuídate.

– Tú también -dijo Jimmy despacio, sin dejar de observar la calle al tiempo que el furgón daba marcha atrás y se detenía para cambiar de marcha y girar las ruedas a la derecha.

Jimmy volvió a tener la certeza de que había sucedido algo malo.

Uno la sentía en el alma, pero en ningún otro lugar. Uno solía sentir la verdad allí mismo (más allá de toda lógica) y a menudo no se equivocaba, si era de ese tipo de verdad que no se quiere aceptar y que no se está seguro de poder asumir. Las mismas verdades que todos intentamos no ver y que hacen que la gente vaya al psiquiatra, pase demasiado tiempo en bares y se atonte delante del televisor para ocultar ciertas realidades duras y desagradables que el alma reconoce mucho antes de que la mente las capte.

Jimmy sintió que aquel mal presentimiento le fijaba los zapatos con clavos y que le obligaba a seguir allí de pie, a pesar de que lo que más deseaba era salir corriendo, lo más rápido que pudiera, hacer cualquier cosa que no fuera estar allí inmóvil observando cómo se alejaba el furgón. Los clavos, gruesos y fríos, le llegaron hasta el pecho, como si hubieran sido disparados desde un cañón, y deseaba cerrar los ojos, pero aquellos mismos clavos le obligaban a tenerlos abiertos, y cuando el furgón estaba ya en medio de la calle, vio el coche que había ocultado hasta entonces: todo el mundo se agrupaba a su alrededor, le pasaban el cepillo en busca de pruebas, le hacían fotografías, examinaban el interior y extraían objetos embolsados que entregaban a los policías que permanecían de pie en la calle y en la acera.

El coche de Katie.

No es que fuera el mismo modelo ni uno que se le pareciera, era realmente su coche. La abolladura en el parachoques delantero de la derecha y el foco derecho sin cristal.

– ¡Por el amor de Dios, Jimmy! ¿Jimmy? ¡Mírame! ¿Te encuentras bien?

Jimmy alzo los ojos y vio a Ed Deveau, sin saber como había acabado así, de rodillas, con las palmas de las manos en el suelo, mientras un montón de rostros irlandeses redondos le contemplaban.

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[6] Hace referencia a los graves disturbios que ocurrieron en Watts (Los Ángeles) en agosto de 1965. El saldo fue de 34 muertos y se produjeron pérdidas valoradas en 800 millones de dólares (N. de la T.)

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