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«Dejaré de merodear por los parques y las piscinas públicas- se dijo Dave a sí mismo mientras apuraba la tercera cerveza-. Esto también lo dejaré», pensó mientras sostenía la lata vacía.

Pero hoy no. Ya llevaba tres, pero, qué demonios, no daba la impresión de que Celeste se fuera a presentar pronto en casa. Tal vez al día siguiente. Eso estaría bien. Les daría un poco de espacio y de tiempo para que pudieran recuperarse del disgusto. Cuando Celeste regresara a casa, se encontraría con un hombre nuevo, un Dave mucho mejor que ya no tenía secretos.

– Porque los secretos son venenosos -dijo en voz alta en la misma cocina en la que había hecho el amor con su mujer por última vez-. Los secretos son como muros -y luego sonrió-. Me he quedado sin cerveza.

Mientras salía de casa para ir a la licorería Eagle, se sentía bien, casi alegre. Era un día precioso y el sol inundaba las calles. Cuando eran niños, el tren elevado solía pasar por allí, partiendo la calle Crescent por la mitad, llenándola de hollín y tapando la luz del sol. No hacía más que aumentar la sensación de que las marismas era un lugar apartado del resto del mundo, arrinconado como una tribu desterrada, libre de vivir como quisiera, siempre que lo hiciera en el exilio.

Cuando arrancaron las vías del tren, la luz volvió, y durante cierto tiempo pensaron que era bueno. Con menos hollín y más sol, la piel recobraría un aspecto más saludable. Pero sin el manto que les cubría, todo el mundo podía verles, apreciar las hileras de casas de ladrillo, la vista del canal y la proximidad al centro de la ciudad. De repente, habían dejado de ser una tribu desterrada para pasar a ser unas propiedades muy valoradas.

Cuando llegara a casa, Dave tendría que reflexionar sobre cómo habían llegado a aquella situación; tendría que formular una teoría con la ayuda de la caja de doce cervezas. O también podría buscar un bonito bar, sentarse a la sombra en un día soleado, pedirse una hamburguesa y hablar con el camarero, para ver si entre los dos podían averiguar en qué momento las marismas había empezado a desintegrarse, y el mundo entero había empezado a girar a su alrededor.

Tal vez debería hacer eso. ¡Claro! Escogería un asiento de piel en un bar color caoba, y así pasaría la tarde. Haría planes para el futuro. Planearía el futuro de su familia. Pensaría en todas las formas posibles de expiar sus culpas. Era sorprendente lo bien que podían sentar tres cervezas después de un día largo y duro. Llevaban a Dave de la mano mientras éste subía la colina en dirección a la avenida Buckingham. Le decían: «¿No estás encantado de que te acompañemos? ¿No te parece maravilloso empezar una vida nueva, desenterrar los secretos, dispuesto a renovar las promesas a tus seres queridos y a convertirte en el hombre que siempre sabías que podías ser? ¿No te parece estupendo?»

«Y mira a quién tenemos ahí delante, ganduleando en la esquina junto a su reluciente coche deportivo. Nos está sonriendo. Val Savage, todo sonrisas, indicándonos con la mano que vayamos hacia él. ¡Venga! ¡Vamos a decirle hola!».

– ¡Dandi Dave Boyle! -exclamó Val mientras Dave se acercaba al coche-. ¿Cómo va todo, colega?

– Muy bien -respondió Dave, agachándose junto al coche. Apoyó los codos en la ventanilla de la puerta y se quedó mirando a Val. ¿Qué haces?

Val se encogió de hombros y contestó:

– Poca cosa, la verdad. Buscaba a alguien para ir a tomarme una cerveza, o para comer algo.

Dave no se lo podía creer. Era lo mismo que había estado pensando él.

– ¿De verdad?

– Sí. Podríamos ir a tomar algo y a jugar una partida de billar. ¿Qué te parece, Dave?

– ¡Genial!

De hecho, Dave estaba un poco sorprendido. Se llevaba bien con Jimmy, y con Kevin, el hermano de Val, a veces incluso con Chuck, pero no recordaba ni un solo día en que Val no hubiera mostrado la más grande de las apatías en su presencia. Se imaginó que debía de ser por Katie. Su muerte había hecho que se sintieran más próximos. Se sentían más unidos por su pérdida, y estrechaban lazos al compartir la tragedia.

– ¡Entra! -dijo Val-. Iremos a un lugar que conozco al otro lado de la ciudad. Está muy bien y es de un amigo mío.

– ¡Al otro lado de la ciudad! -exclamó Dave, observando la calle vacía que acababa de recorrer-. Bien, pero luego tengo que regresar a casa.

– ¡Claro, claro! -contestó Val-. Te llevaré a casa cuando quieras. ¡Venga! ¡Entra! Nos correremos una juerga nocturna de hombres a plena luz del día.

Dave sonrió y no dejó de hacerlo mientras daba la vuelta al coche de Val para llegar hasta la puerta del copiloto. Una juerga de hombres a pleno día. Precisamente lo que necesitaba. Val y él de copas como viejos amigos. Ésa era una de las cosas que más le gustaban de su barrio, y que temía que pudiera perderse: el modo en que los viejos sentimientos y el pasado se olvidaban con el tiempo, a medida que uno envejecía, cuando te dabas cuenta de que todo estaba cambiando y que lo único que seguía igual era la gente con la que uno había crecido y el lugar del que uno provenía. El barrio. «Ojalá viva para siempre -pensó Dave mientras abría la puerta-, aunque sólo sea en nuestra imaginación.»

25. EL TIPO DEL MALETERO

Whitey y Sean comieron tarde en Pat's Diner, en una salida de la autopista. El restaurante existía desde la Segunda Guerra Mundial, y hacía tanto tiempo que era el lugar favorito del cuerpo de policía que a Pat el Tercero le gustaba vanagloriarse de que su familia era con toda probabilidad la única que había resistido tres generaciones sin que la atracaran.

Whitey se tragó un trozo de hamburguesa con queso y la hizo bajar con un trago de gaseosa.

– No se te habrá pasado por la cabeza que lo hizo Brendan, ¿verdad?

Sean comió un trocito de su bocadillo de atún, y contestó:

– Sé que me estaba mintiendo. Creo que sabe alguna cosa sobre esa pistola. Y considero que existe la posibilidad de que su padre siga con vida.

Whitey bañó un trozo de cebolla en salsa tártara, y preguntó:

– ¿Lo dices por los quinientos dólares al mes que alguien les manda desde Nueva York?

– Sí. ¿Sabes a cuánto asciende esa cantidad a lo largo de todos esos años? A casi ochenta mil dólares. ¿Quién mandaría ese dinero si no fuera el padre?

Whitey se limpió los labios con una servilleta y luego siguió comiendo su hamburguesa con queso. Sean se preguntaba cómo había conseguido evitar un ataque al corazón, comiendo y bebiendo como lo hacía, y trabajando setenta y cuatro horas a la semana cuando un caso le interesaba de veras.

– Supongamos que está vivo -sugirió Whitey.

– De acuerdo.

– ¿De qué va todo esto, pues, de una conspiración genial para vengarse de Jimmy Marcus matando a su hija? ¿A qué jugamos? ¿A ser los protagonistas de la película?

Sean soltó una risita y contestó:

– ¿Quién crees que interpretaría tu papel?

Whitey fue sorbiendo la gaseosa con una paja hasta que sólo quedó hielo.

– Pienso mucho en eso, ¿sabes? Podría suceder, si no resolvemos este caso, Superpoli. Si vamos contando por ahí la historia del Fantasma de Nueva York, sabes perfectamente que seríamos el hazmerreír de todo el mundo. Y Brian Dennehy tendría muchas posibilidades de interpretar mi papel.

Sean lo consideró y añadió:

– No me parece tan descabellado -dijo, a la vez que se preguntaba cómo era posible que no se hubiera dado cuenta antes-. No eres tan alto como él, sargento, pero tienes su barriga.

Whitey hizo un gesto de asentimiento, apartó el plato y dijo:

– Estaba pensando que cualquiera de esos mentecatos que salen en la serie Friends podría interpretar tu papel. De hecho, esos tipos parecen pasarse una hora cada mañana recortándose los pelos de la nariz y depilándose las cejas; seguro que se hacen la pedicura una vez a la semana. Sí, cualquiera de ellos lo haría muy bien.

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