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17. UNA PEQUEÑA INVESTIGACIÓN

Una hora antes de asistir a la reunión que tenían concertada en la oficina de Martin Friel, Sean y Whitey pasaron un momento por casa de Whitey para que pudiera cambiarse la camisa que se había manchado a la hora de comer.

Whitey vivía con su hijo, Terrance, en un bloque de pisos de ladrillos blancos en la zona sur de los límites de la ciudad. El piso estaba cubierto de punta a punta con una moqueta beis; tenía esas paredes blancuzcas y ese olor a aire viciado tan característico de las habitaciones de motel y de los pasillos de hospital. A pesar de que el piso estaba vacío, el televisor estaba en marcha cuando entraron, con el Canal de Entretenimiento y Deportes a un volumen muy bajo y las distintas partes de un juego Sega estaban dispersas sobre la moqueta, ante la enorme pantalla negra de lo que parecía ser un centro lúdico. Delante del televisor había un sofá -cama futón, lleno de bultos; Sean se imaginó que, con toda probabilidad, la papelera estaría repleta de envoltorios de McDonald´s y que el congelador se hallaría lleno de comida preparada.

– ¿Dónde está Terry? -preguntó Sean.

– Creo que está jugando al hockey -respondió Whitey-. Aunque si tenemos en cuenta la época del año en que estamos, quizá esté jugando al béisbol; sin embargo, lo que más le gusta es el hockey.

Sean sólo había visto a Terry una vez. A los catorce años era gigantesco, un chico enorme, y cuando Sean pensaba en el tamaño que alcanzaría al cabo de dos años se imaginaba el miedo que tendrían los demás chicos al verlo correr como un rayo sobre el hielo humeante.

Whitey tenía la custodia de Terry porque su mujer no la quería. Hacía dos años que les había abandonado para irse con un abogado especializado en derecho civil adicto al crack, y cuyo problema haría que lo inhabilitasen para ejercer la abogacía y que lo demandaran por malversación de fondos. Sin embargo, ella se había quedado con el tipo, aunque Whitey y ella seguían siendo amigos. A veces, cuando le oías hablar de ella tenías que recordarte a ti mismo que estaban divorciados.

Es lo que hacía en aquel momento mientras conducía a Sean a la sala de estar y observaba el juego Sega del suelo; empezó a desabotonarse la camisa y le dijo:

– Suzanne siempre me dice que Terry y yo nos hemos montado aquí una verdadera casa de la fantasía. Cada vez que lo ve, suele quedarse pasmada. Pero yo creo que lo que le pasa es que está celosa. ¿Quieres una cerveza o alguna otra cosa?

Sean recordó lo que Friel le había dicho sobre el problema que Whitey tenía con la bebida y se imaginó la cara que Friel pondría si se presentaba a la reunión oliendo a Altoids y a Budweiser. Además, conociendo a Whitey, aquello podía tratarse también de una especie de prueba que le ponía, puesto que esos días todo el mundo estaba pendiente de Sean.

– ¿Por qué no tomamos un poco de agua o una Coca-Cola? -sugirió Sean.

– ¡Buen chico! -exclamó Whitey, sonriendo como si realmente hubiera puesto a Sean a prueba, aunque éste percibió su necesidad en la mirada inquieta y en la forma de apoyar la punta de la lengua en las comisuras de los labios.

– ¡Dos Coca-Colas; marchando!

Whitey salió de la cocina con los dos refrescos y dio uno a Sean. Se encaminó hacia un pequeño cuarto de baño situado en el pasillo que salía de la sala de estar, y Sean oyó cómo se quitaba la camisa y hacía correr el agua.

– Este caso cada vez me parece mas complicado -gritó Whitey desde el lavabo-. ¿También tienes esa sensación?

– Un poco -admitió Sean.

– Las coartadas de Fallow y de O´Donnell parecen bastante convincentes.

– Pero eso no quiere decir que no pudieran contratar a alguien para que lo hiciera -apuntó Sean.

– Estoy de acuerdo, pero ¿es eso lo que piensas?

– En realidad, no. No lo veo nada claro.

– Sin embargo, no podemos descartar esa posibilidad.

– No, desde luego que no.

– Tendremos que volver a entrevistar al chico ése de los Harris, aunque sólo sea porque no tiene coartada, pero no me lo imagino capaz de haberlo hecho. ¡Ese chico parece de gelatina!

– Aun así, tenemos que pensar en los motivos -advirtió Sean-. ¿Y si cada vez estaba más celoso de O'Donnell o algo así?

Whitey salió del cuarto de baño secándose la cara con una toalla; su panza blanca tenía un corte en forma de sonrisa, una serpiente roja de tejido cicatricial que le atravesaba desde un lado hasta la parte baja del tórax.

– Sí, pero ese chico… -se dirigió poco a poco hacia el dormitorio de la parte trasera.

Sean fue hasta el pasillo y dijo:

– Tampoco le creo capaz de cometer semejante atrocidad, pero debemos asegurarnos.

– Además está el padre y todos esos tíos chiflados, aunque ya tengo a unos cuantos hombres interrogando a la gente del barrio.

Sean se apoyó en la pared, tomó un sorbo de su Coca-Cola y añadió:

– Si alguien lo hizo sin tener motivo alguno, sargento… ¡mierda!

– Sí, y que lo digas. -Whitey salió al pasillo con una camisa limpia y empezó a abotonársela-. Pero la señora Prior nos dijo que no oyó gritar a nadie.

– Sólo oyó un disparo.

Nosotros creemos que fue un disparo, aunque supongo que tenemos razón. Sin embargo, no oyó gritar a nadie.

– Tal vez la chica de los Marcus estuviera demasiado ocupada golpeando al tipo con la puerta del coche e intentando escapar.

– En eso estoy de acuerdo, pero… ¿y la primera vez que lo vio dirigiéndose hacia el coche?

Whitey pasó por delante de Sean y entró en la cocina.

Sean se apartó de la pared, le siguió y precisó:

– Eso quiere decir que le conocía; además, le dijo «hola».

– Sí -asintió Whitey-. Y si no fuera así, ¿por qué iba a parar el coche?

– Es verdad -respondió Sean.

– ¿No estás de acuerdo?

Whitey se apoyó en la encimera y se volvió hacia Sean.

– Es verdad -repitió Sean-, El coche se estrelló y las ruedas estaban giradas hacia el bordillo.

– Sin embargo, no había marcas que indicaran que hubiera derrapado.

Sean asintió con la cabeza y añadió:

– Quizá sólo iba a veinticinco kilómetros por hora y algo le hizo desviarse bruscamente hacia el bordillo.

– ¿Qué?

– ¡Cómo coño quieres que lo sepa! ¡El jefe eres tú!

Whitey sonrió y se bebió la Coca-Cola de un trago. Abrió la nevera para coger otra y le preguntó:

– ¿Qué podría hacer que alguien girase bruscamente sin darle al acelerador?

– Algo que hubiera en la carretera -respondió Sean.

Whitey levantó la segunda Coca-Cola en señal de asentimiento y recalcó:

– Sin embargo, cuando llegamos allí no había nada en la carretera.

– Pero eso fue a la mañana siguiente.

– ¿Qué quieres decir, un ladrillo o algo así?

– Teniendo en cuenta que era de noche, un ladrillo es demasiado pequeño, ¿no crees?

– Pues un trozo de hormigón.

– De acuerdo.

– En todo caso, seguro que había algo -insistió Whitey.

– Algo -asintió Sean.

– Se desvía, choca contra el bordillo, quita el pie del embrague, y el coche se estrella.

– Y en ese preciso instante aparece el asesino.

– A quien ella conoce. Y después, ¿qué, sencillamente se acerca a ella y se la carga?

– Ella le da un golpe con la puerta y luego…

– ¿Te han golpeado alguna vez con la puerta de un coche?

Whitey levantó el cuello de la camisa, se puso la corbata y empezó a hacerse el nudo.

– De momento me he perdido esa experiencia.

– Es como un puñetazo. Por muy cerca que estés, si una mujer te golpea con la pequeña puerta de un Toyota, lo único que conseguirá es ponerte de mal humor. Karen Hughes nos contó que el asesino debía de estar a unos diez centímetros de distancia cuando realizó el primer disparo. ¡A diez centímetros!

Sean comprendía lo que le estaba insinuando, pero añadió:

– De acuerdo, pero tal vez se echara hacia atrás y le diera una patada a la puerta. Eso ya sería suficiente.

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