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Esa noche representaron La fierecilla domada, y Jimmy fue incapaz de seguir la mayor parte de la historia. Iba sobre un tipo que abofeteaba a su prometida hasta que la hacía entrar en vereda y se convertía en una obediente y aceptable esposa. Jimmy no comprendía qué había de artístico en eso, pero se imaginó que la obra perdía mucho a causa de la adaptación. En cambio, Katie se lo pasó en grande. Se rió un montón de veces, se quedó absorta y en total silencio unas cuantas veces más, y después dijo a Jimmy que había sido «mágico».

Jimmy no comprendía nada de lo que ella le decía y Katie era incapaz de explicárselo. Sólo repetía que había sentido que la «transportaban», y durante los seis meses siguientes no paraba de repetir que se iría a vivir a Italia después de la graduación.

Jimmy, mientras contemplaba el extremo de los edificios de East Bucky desde las escaleras de la iglesia, pensó: «¡Italia, por supuesto!».

– ¡Papá, papá! -Nadine se separó de un grupo de amigos y corrió hacia Jimmy en el momento en que éste pisaba el último escalón-. ¡Papá, papá! -repitió lanzándose a toda velocidad sobre él.

Jimmy la levantó en brazos y percibió un olor intenso a almidón procedente del vestido; la besó la mejilla y exclamó:

– ¡Nena, nena!

Con el mismo movimiento que su madre solía hacer para apartarse el pelo de los ojos, Nadine usó dos dedos para apartarse el velo del rostro.

– Este vestido pica.

– Me pica a mí y ni siquiera lo llevo -protestó Jimmy.

– Si te pusieras un vestido, papá, estarías muy gracioso.

– No si me quedara tan bien como a ti.

Nadine puso los ojos en blanco, se rascó la parte inferior de la barbilla con la rígida corona del velo y le preguntó:

– ¿Te hace cosquillas?

Jimmy observó a Annabeth y a Sara por encima de la cabeza de Nadine y sintió como las tres le hacían estallar el pecho, cómo le llenaban y como le convertían en polvo a la vez.

Si un montón de balas le acribillara la espalda en ese momento, en ese preciso instante, no pasaría nada. No lo lamentaría. Era feliz, todo lo feliz que uno podía llegar a ser.

Bueno, casi. Echó un vistazo a la multitud por si veía a Katie, con la esperanza de que ésta hubiera aparecido en el último momento. En vez de eso, vio a un coche patrulla que giraba la esquina de la avenida Buckingham y que se colocaba en el carril izquierdo de la calle Roseclair; el neumático trasero golpeaba la franja central mientras que el ruido estridente y agudo de la sirena cortaba el aire de la mañana. Jimmy observó cómo el conductor pisaba el acelerador y oyó el ruido que hacía el motor al girar con rapidez cuando el coche patrulla bajaba la calle Roseclair a toda velocidad en dirección al Pen Channel. Unos segundos más tarde le siguió un coche negro camuflado y, a pesar que de llevaba la sirena apagada, era imposible confundirlo con otro tipo de coche, ya que el conductor giró la esquina de noventa grados que llevaba a la calle Roseclair a sesenta kilómetros por hora; además, el motor hacía un ruido ensordecedor.

Mientras Jimmy dejaba a Nadine en el suelo, sintió que una certeza desagradable y repentina le recorría el cuerpo; tuvo la sensación de que las cosas volvían lamentablemente a la normalidad. Contempló cómo los dos coches patrulla pasaban como un rayo por debajo del paso elevado y giraban con brusquedad hacia la derecha para tomar la carretera de entrada del Pen Park. En ese momento, sintió a Katie en su sangre, junto con los motores ensordecedores y los neumáticos batientes, entre los vasos capilares y las células.

– Katie -estuvo a punto de decir en voz alta-. ¡Santo cielo! ¡Katie!

8. VIEJO MACDONALD

El domingo por la mañana, Celeste se despertó pensando en cañerías: en toda esa red de tubos que atravesaba casas y restaurantes, multicines y centros comerciales, y que bajaba formando grandes tramos esqueléticos desde lo alto de edificios de oficinas de cuarenta plantas, de un piso gigantesco a otro, y que se precipitaban hacia una red incluso mayor de alcantarillas y acueductos que serpenteaban bajo pueblos y ciudades, conectando a la gente de una forma más viable que las propias palabras, con el único objetivo de deshacerse de todo aquello que habíamos consumido y que nuestros cuerpos, nuestras vidas, nuestros platos y nuestras bandejas de comida crujiente habían desechado.

¿Adónde iba todo aquello?

Se imaginaba que ya se habría planteado esa pregunta con anterioridad, de forma imprecisa, de la misma manera que uno se pregunta como puede ser que un avión se mantenga en el aire sin batir las alas, pero en ese momento deseaba saberlo de verdad. Se sentó en la cama vacía, ansiosa y curiosa, y oyó el ruido que hacían Dave y Michael mientras jugaban a Wiffle-ball en el jardín trasero tres plantas más abajo. ¿Adónde?, se preguntaba.

Tenía que ir a alguna parte. Todos esos chorros de agua, todo ese jabón de manos, champú, detergente, papel higiénico y los vómitos de los bares, todas las manchas de café, las manchas de sangre, las manchas de sudor, la suciedad de las vueltas del pantalón y la mugre del Iado interno de los cuellos de camisa, las verduras frías que uno quitaba del plato con el tenedor y tiraba en el cubo de la basura, los cigarrillos, la orina, las duras cerdas de pelo procedentes de piernas, mejillas, ingles y barbillas…, todo aquello se juntaba cada noche con cientos de miles de entidades similares o idénticas y, según suponía, fluían a través de húmedos pasadizos repletos de bichos, para ir a desembocar en unas grandes catacumbas, donde se mezclaba con chorros de agua que se dirigían a toda velocidad a… ¿ dónde?

Ya no lo vertían en el mar. ¿O sí? No estaba permitido. Le parecía recordar algo sobre el tratamiento de gérmenes infecciosos y de la depuración de aguas residuales, pero no tenía muy claro si lo había visto en una película, y ya se sabe que a menudo las películas estaban plagadas de gilipolleces. Así pues, si no lo vertían al mar, ¿adónde iba? y si lo hacían, ¿por qué? Seguro que había un sistema mejor, ¿no? Sin embargo, se le volvió a aparecer la imagen de todas aquellas tuberías, de todos los residuos, y no le quedó más remedio que seguir preguntándoselo.

Oyó el sonido hueco y de plástico que hacía el bate de Wiffle-ball al golpear la pelota. Oyó cómo Dave gritaba «¡para!» y los gritos de alegría de Michael; también oyó el ladrido de un perro y éste sonó tan seco como el del bate y la pelota.

Celeste se dio la vuelta y se puso boca arriba; sólo entonces se dio cuenta de que estaba desnuda y de que había dormido hasta pasadas las diez. Era algo que no había sucedido a menudo, si es que había sucedido alguna vez desde que Michael había aprendido a andar. Notó como una oleada de culpabilidad le inundaba el pecho, para luego desaparecer en la boca del estómago a medida que recordaba cómo había besado la piel que había alrededor de la nueva cicatriz de Dave a las cuatro de la madrugada y en la cocina, arrodillada, probando el miedo y la adrenalina de sus poros, olvidándose de cualquier preocupación por el sida o por la hepatitis al sentir ese deseo repentino de saborearle y abrazarse a el lo más estrechamente posible. Había dejado que la bata de baño le cayera de los hombros mientras continuaba recorriéndole la piel con la lengua, arrodillada con una camiseta y en ropa interior de color negro, sintiendo como la noche se adentraba por debajo de la puerta del porche y le helaba los tobillos y las rótulas. El miedo había provocado que la piel de Dave adquiriera un sabor medio amargo y medio dulce; le pasaba la lengua desde la cicatriz hasta la garganta y le rodeaba las pantorrillas con las manos mientras notaba que se endurecía y que se le intensificaba la respiración. Deseaba que todo eso durara para siempre: el hecho de saborearlo, el poder que de repente sentía en su cuerpo; por lo tanto, se levantó y le rodeó con los brazos. Deslizó la lengua sobre la de él, le agarró el pelo con los dedos y se imaginó que así absorbía el dolor causado por el encuentro del aparcamiento. Le sostuvo la cabeza y le apretó contra su cuerpo hasta que él le arrancó la camiseta y hundió la boca entre sus pechos; luego se balanceó contra la ingle de él y oyó cómo empezaba a gemir. Deseaba que Dave comprendiera que ellos eran eso: estrecharse uno contra el otro, la fusión de sus cuerpos, el olor, la necesidad, el amor, sí, el amor, porque nunca le había amado tanto como entonces, ya que se había dado cuenta de que había estado a punto de perderlo.

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[3] Variedad de béisbol en la que solo se requieren cinco jugadores y en la que las dimensiones son más reducidas. Así mismo no se necesitan ni guantes, ni bates de aluminio, ni guantes de cuero… Solo se necesita un bate de plástico amarillo (Wiffle-bar) el único permitido y una pelota de plástico también de la marca Wiffle. (N. de la T.)

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