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Dave le mordió el pecho con los dientes y, aunque le dolía y se lo chupaba con demasiada dureza, aún se le acercó más a la boca y recibió el dolor con los brazos abiertos. Aunque le hubiera chupado la sangre no le habría importado porque la lamía y la necesitaba a ella, le clavaba las uñas en su espalda y se liberaba de su miedo para dejarlo encima y dentro de ella. Se lo tragaría todo y luego lo escupiría por él; los dos se sentirían más fuertes que nunca. No tenía ninguna duda al respecto.

Cuando empezó a salir con Dave, su vida sexual se había caracterizado por una carencia total de límites. Solía llegar al piso que compartía con Rosemary llena de morados, de mordiscos y de arañazos en la espalda, que le llegaban hasta los mismísimos huesos a causa de esa especie de agotamiento apremiante que se imaginaba que debían sentir los adictos entre chute y chute. Desde el momento en que nació Michael, en realidad desde que Rosemary fuera a vivir con ellos después del cáncer número uno, Celeste y Dave habían caído en esa especie de rutina predecible de pareja casada de la que se reían tanto en las comedias; es decir, la pareja que o bien suele estar demasiado cansada o que no tiene suficiente intimidad y que se tiene que contentar con algunos minutos de caricias rutinarias y un poco de sexo oral, hasta pasar al acontecimiento principal, que, con el paso de los años, deja de ser tan importante y cada vez se parece más a una forma de matar el tiempo entre la información meteorológica y Leno .

Sin embargo, la noche anterior había sido sin lugar a dudas ese tipo de pasión que merecía llamarse acontecimiento principal y que la había dejado, hasta aquel preciso momento en que seguía en la cama, totalmente magullada.

Solo al volver a oír la voz de Dave procedente del jardín, repitiéndole a Michael que hiciera el favor de concentrarse, fue capaz de recordar lo que le había estado preocupando, antes de las tuberías, antes del recuerdo del sexo loco en la cocina, tal vez incluso antes de que se metiera en la cama a altas horas de la madrugada: Dave le había mentido.

Lo había sabido desde el primer momento en que él entró en el cuarto de baño; sin embargo, había decidido cerrar los ojos ante la evidencia. Después, tumbada en el suelo de linóleo, y arqueando la espalda y el culo para que él pudiera penetrarla, lo había vuelto a saber. Le examinó los ojos, algo vidriosos, mientras se introducía dentro de ella y mientras tiraba de sus pantorrillas con fuerza para colocarlas encima de sus caderas; aceptó sus primeras embestidas con el convencimiento de que la historia que le acababa de contar no tenía ningún sentido.

Para empezar, a quién podría ocurrírsele decir cosas del estilo «la cartera o la vida, hijo de perra. No me pienso ir sin una cosa o la otra». Absurdo. Era, tal y como había pensado en el cuarto de baño, una frase extraída de una película. Y aunque el ladrón se hubiera preparado la frase con anterioridad, dudaba mucho que en realidad la hubiera pronunciado cuando llegara el momento. Imposible. A Celeste la habían atracado una vez en un parque público cuando debía de tener unos veinte años. El atracador, un negro de piel no demasiado oscura, de muñecas planas y delgadas y ojos inquietos color castaño, se había acercado a ella en el desamparo de un frío anochecer, le había colocado una navaja de resorte en la cadera y le había dejado entrever por un instante sus fríos ojos mientras le susurraba: «¿Qué tienes?».

No había nada en los alrededores, a excepción de unos árboles pelados propios de diciembre; la persona que tenían más cerca era un hombre de negocios que se apresuraba hacia su casa por Beacon al otro lado de una valla de hierro forjado que debía de estar a unos dieciocho metros de distancia. El atracador le apretaba más con la navaja en los pantalones vaqueros, sin cortarla, pero presionando con fuerza contra ella; notó que el aliento le olía a caries y a chocolate. Le había entregado la cartera, intentando evitar sus inquietos ojos castaños y esa sensación irracional de que el tipo tenía muchos más brazos de los que mostraba; él se había metido la cartera en el bolsillo del abrigo y le había dicho: «Estás de suerte, ya que no tengo mucho tiempo», y se había alejado poco a poco por la calle Park, sin prisas y sin miedo.

Muchas mujeres le habían contado historias parecidas. Al menos en aquella ciudad no solían atracar a los hombres, a no ser que buscaran jaleo; en cambio, a las mujeres las atracaban muy a menudo. La amenaza de la violación siempre estaba presente, implícita o imaginada, y de entre todas las historias que le habían contado, nunca había habido un atracador que dijera frases inteligentes. No tenían tiempo. Necesitaban ser lo más sucintos que fuera posible. Conseguir lo que querían y marcharse de allí antes de que alguien se pusiera a gritar.

Además estaba el asunto ése de que le había pegado un puñetazo mientras sostenía la navaja en la otra mano. Si uno daba por supuesto que sostenía la navaja con la mano diestra, bien, venga hombre, ¿quién daba puñetazos con una mano que no fuera la que usaba para escribir?

Sí, creía que Dave se había visto inmerso en una horrible situación en la que se había visto obligado a sucumbir a una mentalidad del tipo «o matas, o te matan». Sí, estaba segura de que no era el tipo de hombre que habría ido en busca de pelea. Pero… pero aún así, la historia que había contado tenía lagunas y cosas que no encajaban. Era como si alguien que llevara la camisa manchada de barra de labios deseara justificarse: no quería decir que uno hubiera sido infiel, pero la explicación, por ridícula que fuera, debería tener algún sentido.

Se imaginó a los dos detectives en la cocina de su casa, haciéndole preguntas, y estaba convencida de que Dave no soportaría la presión. Ante una mirada imparcial y un sinfín de preguntas, su historia caería por su propio peso. Reaccionaria de la misma forma que cuando le preguntaba por su infancia. Sin lugar a dudas había oído contar historias, ya que las marismas no dejaban de ser un pequeño pueblo dentro de una gran ciudad y la gente rumoreaba. Así pues, una vez le había preguntado a Dave si le había sucedido algo terrible cuando era niño, algo que sintiera que no podía compartir con nadie, y le había hecho saber que podía compartirlo con ella, su mujer, que además estaba embarazada de su hijo en aquel momento.

Le había mirado con un gesto de confusión y le había dicho: «¡Ah, te refieres a eso!».

– ¿A qué?

– Estaba jugando con Jimmy y con otro niño, Sean Devine. SÍ, ya le conoces. Le has cortado el pelo una o dos veces, ¿verdad?

Celeste le recordaba. Trabajaba para algún departamento relacionado con la ley, pero no en la ciudad. Era alto, con el pelo rizado y una voz color ámbar que te embriagaba. Tenía la misma seguridad inherente que Jimmy, esa que tenían los hombres que o bien eran muy atractivos o que rara vez se veían afligidos por la duda.

Era incapaz de imaginarse a Dave con aquellos dos hombres; ni siquiera de niños.

– De acuerdo -le había respondido.

– Bien, el coche se detuvo, subí, y poco después, me escapé.

·-Te escapaste.

Había asentido él haciendo un gesto con la cabeza.

– No hay mucho más que contar, cariño.

– Pero Dave…

Le había dicho tapándole los labios con el dedo:

– Démoslo por finalizado, ¿vale?

Sonreía, pero Celeste captó una especie de… ligera histeria en sus ojos.

– ¿Que más quieres saber? Recuerdo que jugaba a pelota y a dar patadas a las latas -dijo Dave-.Y que también iba a la escuela Lewis M. Dewey y que tenía que hacer grandes esfuerzos para no dormirme en clase. También recuerdo haber ido a algunas fiestas de cumpleaños y chorradas de ésas. Pero, venga, era una vida muy aburrida. Si quieres te cuento la época de instituto…

Sin embargo, ella lo dejaba correr, tal y como hacía cuando él le mentía sobre por que había perdido el trabajo en la Empresa Americana de Mensajeros (Dave le había dicho que habían hecho reducción de plantilla, pero otros tipos del barrio salieron a la calle durante las semanas que siguieron y les llovieron las ofertas de empleo), o como cuando le había contado que su madre había muerto de un ataque al corazón cuando todo el barrio sabía la historia de que Dave, al regresar a casa cuando cursaba el penúltimo curso en el instituto, se había encontrado a su madre sentada junto al horno, con las puertas de la cocina cerradas, con unas toallas que tapaban las ranuras y con la habitación llena de gas. Al final se había convencido de que Dave necesitaba sus mentiras y que le hacía falta re inventar su propia historia e idearla de tal modo que le permitiera aceptarla y enterrarla. Y si eso le convertía en una persona mejor, en un marido cariñoso, aunque en ocasiones distante, y en un padre atento, ¿quién era ella para juzgarle?

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[4] hace referencia a The Tonight Show with Jay Leno, uno de los programas de entrevistas más populares de la televisión estadounidense. Se emite a diario por la cadena NBC y su presentador, James Leno, es también famoso por su faceta de cómico. (N. de la T.)

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