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Dejaron de mover los brazos arriba y abajo; Brendan se agachó delante de la estantería de golosinas y cogió una barrita de chocolate CoIeman, lo que le hizo a Jimmy pensar en su padre y en el olor que desprendía aquel año que trabajó en la fábrica de golosinas.

– Y un Globe, también -indicó Brendan.

– Por supuesto, chico -le contestó Pete mientras empezaba a hacer la suma.

– Bueno, pues… yo creía que Katie trabajaba los domingos -Brendan entrego a Pete un billete de diez.

Pete alzo las cejas al apretar la tecla de la caja; el cajón se abrió y le dio en la barriga.

– Estas un poco enamorado de la hija de mi jefe, ¿no Brendan? Sin mirar a Jimmy exclamó.

– ¡No, no, no! -soltó una risa que desapareció tan pronto como le salió de la boca-. Sólo lo preguntaba porque los domingos suelo verla por aquí.

– Su hermana pequeña hace hoy la Primera Comunión -anunció Jimmy.

– ¿Ah, Nadine?

Brendan miró a Jimmy, con los ojos demasiado abiertos y con una sonrisa demasiado ancha.

– Nadine -repitió Jimmy, sorprendido de que Brendan se hubiera acordado del nombre tan fácilmente-. Sí.

– Bien, felicítela de mi parte y de la de Ray.

– Claro, Brendan.

Brendan bajó la mirada hasta el mostrador y asintió varias veces con la cabeza mientras Pete ponía en una bolsa el té y la barrita.

– Bien, bueno, encantado de verles. ¡Vamos, Ray!

Ray no estaba mirando a su hermano cuando se lo dijo, pero empezó a andar de todas maneras; Jimmy recordó una vez más lo que la gente solía olvidar acerca de Ray: no era sordo, sólo mudo. Jimmy estaba convencido de que había muy pocas personas del barrio o en los alrededores que conocieran a alguien como él.

– ¡Eh, Jimmy! -exclamó Pete cuando los hermanos se hubieron marchado-. ¿Puedo hacerte una pregunta?

– Dispara.

– ¿Por qué odias tanto a ese chico?

Jimmy se encogió de hombros y respondió:

– La verdad, no sé si lo que siento es odio, pero… ¡Venga, hombre, no me digas que ese cabroncete mudo no te parece un poco horripilante!

– ¿Ah, es él? -preguntó Pete-. Sí. Es una mierdecilla extraña, siempre mirándote fijamente como si viera algo en tu cara que deseara arrancar. ¿Sabes? Pero yo hablaba del otro. Yo me refería a Brendan. Hombre, el chico parece majo, Tímido, pero amable, ¿sabes lo que te quiero decir? ¿Te has dado cuenta de cómo utiliza el lenguaje de signos con su hermano aunque no tenga que hacerlo? Es como si quisiera que el chico no se sintiera solo; es un gesto muy bonito. Pero Jimmy, tío, cada vez que le miras tengo la sensación de que quieres cortarle la nariz y hacérsela comer.

– ¿Que dices?

– Sí.

– ¿De verdad?

·-Tal como lo oyes.

Jimmy miró por la polvorienta ventana que había encima de la máquina de la Loto y vio que la avenida Buckingham aparecía gris y húmeda bajo el sol de la mañana. Notó aquella maldita sonrisa tímida de Brendan Harris en su propia sangre, como si le picara.

– ¿Jimmy? Sólo estaba jugando contigo. No tenía ninguna intención de…

– ¡Ahí viene Sal! -exclamó Jimmy, de espaldas a Pete y sin apartar la mirada de la ventana, mientras veía al viejo arrastrar los pies y atravesar la avenida camino de la tienda-. ¡Ya era hora, joder!

6. TE DUELE PORQUE ESTÁ ROTO

El domingo de Sean Devine, el primer día de trabajo después de una semana de suspensión de empleo, empezó cuando el sonido del despertador lo sacó de modo repentino de un sueño y le arrancó de él, para darse cuenta luego como se saca a un bebé del útero, al que no le permitirían regresar. No recordaba muy bien los pormenores, tan sólo unos cuantos detalles inconexos, pero tenía la sensación de que en ningún caso había habido un hilo conductor. Sin embargo, el esbozo general del sueño se le había quedado clavado como un alfiler en la parte trasera del cráneo y dejado nervioso durante el resto de la mañana.

Su mujer, Lauren, había aparecido en su sueño, aún podía olerle su piel. Llevaba el pelo despeinado y del color de la arena mojada, más oscuro y más largo que en la vida real; también llevaba puesto un bañador húmedo blanco. Estaba muy bronceada y tenía polvo brillante de arena esparcido por los tobillos desnudos y por los pies. Olía a mar ya sol y, sentada en el regazo de Sean, le besaba la nariz y le hacía cos quillas en la garganta con sus largos dedos. Se encontraban en la terraza de una casa junto a la playa y a pesar de que Sean oía el sonido de las olas, no llegaba a divisar el mar. En el lugar en el que debería haber estado el mar, había una pantalla de televisión en blanco con la anchura de un campo de fútbol. Cuando miró el centro de la pantalla Sean sólo llegó él ver su propio reflejo, pero no el de Lauren, como si estuviera allí sentado flotando en el aire.

Sin embargo, había carne en sus manos, carne cálida.

Lo siguiente que recordaba es que estaba de pie en el tejado de la casa pero el cuerpo de Lauren había sido sustituido por una veleta lisa de metal. La asió y debajo de él, al pie de la casa, un enorme agujero negro le abría la boca, con un velero del revés anclado al fondo. Después se encontraba desnudo en la cama con una mujer a la que nunca había visto, y la acariciaba con la sensación, según la lógica de algunos sueños, de que Lauren estaba en otra habitación de la casa, mirándoles por el vídeo; una gaviota se estrelló contra la ventana y los trozos de cristal salieron disparados hacia la cama como si fueran cubitos de hielo; Sean, totalmente vestido de nuevo, se puso en pie sobre la cama.

La gaviota, que respiraba con dificultad, le decía: «Me duele el cuello», y Sean se despertó antes de poder responderle: «Te duele porque esta roto».

Al despertar, el sueño empezó a escurrírsele entero desde la parte trasera del cerebro, y las hilas y la pelusa se le quedaban enganchadas en la cara inferior de los párpados y en la parte superior de la lengua. Siguió con los ojos cerrados mientras sonaba el despertador, con la esperanza de que no fuese más que otro sueño y de que podría seguir durmiendo, como si el ruido sólo sonara en su mente.

Al cabo de un rato, abrió los ojos, con el tacto del sólido cuerpo de la mujer desconocida y el olor a mar de la carne de Lauren todavía fijado a su tejido cerebral; se percató de que no era un sueño, ni una película, ni una canción excesivamente triste.

Eran esas sábanas, aquella habitación y la cama. Era la lata vacía de cerveza en la repisa de la ventana, y aquel sol en los ojos y el despertador que sonaba en la mesita de noche. Era el grifo que goteaba y que siempre se olvidaba de arreglar. Era su vida, toda suya.

Apagó el despertador, pero no salió de la cama enseguida. Todavía no deseaba levantar la cabeza de la almohada porque no quería saber si iba a tener resaca. Si en realidad tenía resaca, el primer día de trabajo le parecería el doble de largo; como además era el primer día de trabajo después de una suspensión de empleo, tendría que tragarse toda la mierda y todos los chistes que contaran a su costa, y eso ya sería suficiente para que el día le pareciera interminable.

Siguió allí tumbado y oyó los pitidos procedentes de la calle, los pitidos de la televisión de los cocainómanos de la puerta de al lado, que la ponían a todo volumen y se tragaban desde Letterman hasta Barrio Sésamo, el pitido del ventilador del techo, del microondas, de los detectores de humo y el zumbido del frigorífico. Pitaban los ordenadores en el trabajo, pitaban los teléfonos móviles y los ordenadores portátiles; de la cocina y de la sala de estar llegaban pitidos y sonaba un constante bip-bip-bip que venía de la calle de abajo, y de la comisaría, más al sur, y de los inquilinos de Faneuil Heights y East Bucky.

Todo pitaba, en esos días. Todo era rápido, fluido y diseñado para estar en movimiento. Toda la humanidad iba de un lado a otro, al ritmo del mundo y creciendo con él.

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