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Con todo, ese microbio de esperanza se negaba a morir hasta que no hubiera un cuerpo al que mirar y decir: «Sí, es ella. Es Katie. Es mi hija».

Jimmy observó a los polis que se encontraban junto al arco de hierro forjado que cubría la entrada del parque. El arco era lo único que quedaba de la cárcel que había existido en esos terrenos antes de que fuera un parque, antes del autocine, y antes de que todos los que estaban allí en aquel momento hubieran nacido. La ciudad se había extendido alrededor de la cárcel, en vez de hacerlo al revés. Los carceleros se habían instalado en la colina, mientras que las familias de los convictos se habían establecido en la zona de las marismas. La incorporación a la ciudad empezó a producirse cuando los carceleros se hicieron mayores y empezaron a ocupar cargos.

Sonó el transmisor del agente que estaba más cerca del arco y el policía se lo llevó a los labios.

Annabeth apretó la mano a Jimmy con tanta fuerza que los huesos de la mano le crujieron.

– Aquí Powers. Vamos a salir.

– De acuerdo.

– ¿El señor y la señora Marcus están ahí afuera?

– Afirmativo -respondió el agente mirando a Jimmy y dejando caer los ojos.

– Muy bien. Salimos.

– ¡Dios mío, Jimmy! ¡Dios mío! -exclamó Annabeth.

Jimmy oyó el chirrido de neumáticos y vio cómo varios coches y furgonetas pasaban por delante de la barrera de Roseclair. Las furgonetas llevaban antenas parabólicas en el techo, y Jimmy se percató de que un grupo de periodistas y de cámaras se lanzaba a la calle de un salto, zarandeándose, levantando las cámaras y desenrollando cables de micrófono.

– ¡Sáquenlos de aquí! -gritó el policía que estaba junto al arco-. ¡Ahora mismo! ¡Háganles salir!

Los agentes de la primera valla se encontraron con los periodistas, y entonces empezó el griterío.

– Aquí Dugay. ¿Sargento Powers? -dijo por el transmisor el agente que se encontraba junto al arco.

– Aquí Powers.

– La prensa está obstruyendo el paso aquí afuera.

– Dispérselos.

– Eso es lo que estamos haciendo, sargento.

En la carretera de acceso unos veinte metros más arriba del arco, Jimmy vio que un coche patrulla de los estatales giraba una curva y se detenía de repente. Podía ver un tipo al volante, con el transmisor junto a los labios, y Sean Devine a su lado. El parachoques de otro vehículo se detuvo detrás del coche patrulla y Jimmy notó que se le secaba la boca.

– ¡Haga que se vayan, Dugay! ¡Aparte a esos canallas de ahí!

No me importa si tiene que librarse de esos bufones de mierda a tiros.

– Sí, señor.

Dugay, y otros tres agentes más, pasaron a toda velocidad por delante de Jimmy y Annabeth. Dugay, con el dedo alzado, gritaba:

– ¡Están violando la escena del crimen! ¡Hagan el favor de volver a sus vehículos de inmediato! ¡No tienen autorización para entrar en esta zona! ¡Vuelvan a sus vehículos ahora mismo!

– ¡Mierda!- exclamó Annabeth.

Jimmy sintió la ventolera del helicóptero incluso antes de oírlo. Alzó los ojos para ver como sobrevolaba la zona, y después volvió a mirar al coche patrulla que se había detenido en la carretera. Vio cómo el conductor gritaba por el transmisor y después oyó las sirenas, formando una gran cacofonía, y de repente empezaron a moverse a toda prisa coches patrulla color azul marino y plata desde todos los extremos de Roseclair; los periodistas se dirigieron con rapidez a sus vehículos, y el helicóptero hizo un giro brusco y se dirigió de nuevo hacia el parque.

– ¡Jimmy! -exclamó Annabeth con el tono de voz más triste que

Jimmy jamás hubiera oído salir de su boca-. ¡Jimmy, por favor! ¡Por favor!

– Por favor, ¿qué, cariño? -Jimmy la sostenía-. ¿Qué?

– ¡Oh, Jimmy, por favor! ¡No, no!

Era todo aquel ruido: las sirenas, los neumáticos chirriantes, las voces estridentes y las ensordecedoras paletas de rotor. Ese ruido era Katie, muerta, gritándoles al oído, y Annabeth se desplomó al oírlo entre los brazos de Jimmy.

Dugay volvió a pasar por delante de ellos a toda prisa y quitó los caballetes de debajo del arco; antes de que Jimmy se diera cuenta de que se había movido, el coche patrulla se había detenido de repente junto a él, y una furgoneta blanca, adelantándole por la derecha, salió disparada hacia la calle Roseclair y luego giró a la izquierda. Jimmy alcanzó a ver las palabras JUEZ DE PRIMERA INSTANCIA DEL CONDADO DE SUFFOLK a un lado de la furgoneta, y sintió que todas las articulaciones de su cuerpo, tobillos, hombros, rodillas y caderas, se volvían quebradizas, y se derretían.

– Jimmy.

Jimmy bajó los ojos y vio a Sean Devine; éste le miraba fijamente a través de la ventana abierta de la puerta de la derecha.

– ¡Venga, Jimmy! ¡Sube, por favor!

Sean salió del coche y abrió la puerta trasera en el instante en que el helicóptero regresaba, volando un poco más alto, pero cortando aún el aire lo bastante cerca para que Jimmy lo sintiera en sus cabellos.

– ¿Señora Marcus? -dijo Sean-. Venga, Jimmy, sube al coche.

– ¿Está muerta? -preguntó Annabeth.

Esas palabras se metieron dentro de Jimmy y se volvieron ácidas.

– Por favor, señora Marcus. ¿Sería tan amable de subir al coche?

En la calle Roseclair, falange de coches patrulla se había alineado en doble fila para hacerles de escolta, y las sirenas sonaban con estrépito.

– ¿Mi hija está…? -vociferó Annabeth para que la pudieran oír. Jimmy le hizo callar porque era incapaz de volver a oír aquella palabra de nuevo. Tiró de ella en medio de todo el ruido y subieron a la parte trasera del coche. Sean cerró la puerta y subió a la parte delantera, mientras que el policía que estaba al volante pisó el acelerador y conectó la sirena al mismo tiempo. Salieron a gran velocidad de la carretera de acceso, se unieron a los coches escolta, y todos juntos llegaron a la calle Roseclair, un ejército de vehículos de motores estridentes y de retumbantes sirenas que gritaban al viento rumbo a la autopista sin dejar de aullar.

Yacía en una mesa de metal.

Tenía los ojos cerrados y le faltaba un zapato.

El color de la piel era entre negro y morado, una tonalidad que Jimmy nunca había visto antes.

Percibía su perfume; tan sólo un rastro entre el olor a formaldehido que impregnaba aquella sala fría.

Sean le puso la mano en la espalda y Jimmy habló, sin sentir apenas las palabras, convencido de que en ese momento estaba tan muerto como el cuerpo que tenía delante.

– Sí, es ella -afirmó.

– Es Katie.

– Es mi hija.

13. LUCES

– Arriba hay una cafetería -dijo Sean a Jimmy-. ¿Por qué no vamos a tomar un café?

Jimmy permanecía de pie junto al cuerpo de su hija. Una sábana lo cubría de nuevo, y Jimmy levantó la esquina superior de la sábana y contempló el rostro de su hija como si la observara desde la parte superior de un pozo y deseara zambullirse tras ella.

– ¿Hay una cafetería en el depósito de cadáveres?

– Sí, es un edificio muy grande.

– Me parece extraño -comentó Jimmy, con un tono de voz carente de color-. ¿Crees que cuando los patólogos entran allí, todo el mundo va a sentarse al otro lado de la sala?

Sean se preguntó si Jimmy estaría en las fases iníciales de una conmoción y le respondió:

– No lo sé, Jim.

– Señor Marcus -dijo Whitey-, teníamos la esperanza de poder hacerle algunas preguntas. Ya sé que es un momento muy duro, pero…

Jimmy volvió a cubrir el rostro de su hija con la sábana, y a pesar de que movió los labios, de su boca no salió ningún sonido. Miró a Whitey como si le sorprendiera verlo en la sala, con el bolígrafo sobre su libreta de notas. Volvió la cabeza y miró a Sean.

– ¿Te has parado a pensar alguna vez cómo una decisión sin importancia puede cambiar totalmente el rumbo de tu vida? -le preguntó Jimmy.

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