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La primera noche que Jimmy estuvo en la prisión de Deer Island, se la pasó toda la noche sentado, desde las nueve hasta las seis, preguntándose si su compañero de celda querría ir a por él.

El tipo, llamado Woodrell Daniels, era un motorista de New Hampshire que una noche había entrado en el estado de Massachusetts para traficar con metanfetamina; se había detenido en varios bares a tomarse unos vasos de whisky antes de ir a dormir y había acabado dejando ciego a un tipo con un palo de billar. Woodrell Daniels era un gran trozo de carne recubierto de tatuajes y de cicatrices de navaja, y, con los ojos puestos en Jimmy, soltó una risa entre susurros que le atravesó el corazón como si fuera un tramo de tubería.

– Ya te veré más tarde -le dijo Woodrell cuando apagaron las luces-. Te veré más tarde -repitió, y soltó otra de sus risas susurrantes.

Así pues, Jimmy permaneció despierto toda la noche, atento a cualquier crujido repentino en la litera que había encima de él, a sabiendas de que tendría que lanzarse al cuello de Woodrell si llegaba el caso, y preguntándose si sería capaz de asestarle un buen puñetazo sorteando los enormes brazos que tenía. «Golpéale en el cuello -se decía a sí mismo-. Golpéale en el cuello, golpéale en el cuello, golpéale en el cuello… ¡Dios mío, ahí viene!»

Pero sólo era Woodrell dándose la vuelta mientras dormía, haciendo chirriar los muelles; el peso de su cuerpo hacía sobresalir el colchón hacia abajo, por encima de Jimmy, de tal manera que parecía la tripa de un elefante.

Esa noche Jimmy oyó todos los sonidos de la prisión como si fuera una criatura viviente, un motor en marcha. Oyó cómo las ratas luchaban, masticaban y chirriaban con una desesperación perturbada y estridente. Oyó susurros, lamentos, y los oscilantes chirridos de los muelles de los colchones, arriba y abajo, arriba y abajo. El agua goteaba, algunos hombres hablaban en sueños, y los zapatos de un guarda resonaban en un pasillo lejano. A las cuatro, oyó un grito, solo uno, que se apagó con tanta rapidez que duró más el eco y el recuerdo que el grito en sí, y Jimmy, en aquel momento consideró la posibilidad de coger su almohada de detrás de la cabeza, subir a la litera de Woodrell Daniels y ahogarle, Sin embargo, tenía las manos demasiado húmedas y pegajosas y, además, cómo iba él a saber si Woodrell estaba durmiendo de verdad o tan sólo lo simulaba y quizá Jimmy no tuviera suficiente fuerza física para sujetar la almohada en el lugar adecuado mientras los robustos brazos de aquel hombre enorme se agitaban alrededor de su cabeza, le arañaban la cara, le arrancaban trozos de piel de las muñecas y le hacían pedazos el cartílago del oído con puños de acero.

La última hora fue la peor. Una luz grisácea apareció a través de las gruesas y altas ventanas, y llenó el lugar de un frío metálico. Jimmy oyó que algunos hombres se despertaban y andaban con sigilo en sus celdas. Oyó toses roncas y ásperas. Tuvo la sensación de que la máquina estaba calentando motores, fría e impaciente por devorar, a sabiendas de que moriría sin violencia, sin el sabor a carne humana.

Woodrell bajó de la litera de un salto; el movimiento fue tan repentino que Jimmy ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar. Cerró los ojos todo lo que pudo, intensificó el ritmo de su respiración y esperó a que Woodrell se acercara lo suficiente para poder darle un golpe en el cuello.

Sin embargo, Woodrell Daniels ni siquiera le miró. Cogió un libro de la estantería de encima del fregadero, lo abrió mientras se ponía de rodillas y empezó a rezar.

Rezó y leyó pasajes de las cartas de Pablo y siguió rezando, y de vez en cuando aquella risa susurrante se le escapaba de la boca, pero sin IIegar a interrumpir el torrente de palabras, hasta que Jimmy se dio cuenta de que era una especie de emanación incontrolable, parecida a Ios suspiros que la madre de Jimmy soltaba cuando él era más joven. Con toda probabilidad Woodrell no se daba cuenta de que emitía los sonidos.

Cuando Woodrell se dio la vuelta y le preguntó si alguna vez había considerado la posibilidad de aceptar a Cristo como su salvador personal, Jimmy supo que la noche más larga de su vida había llegado a su fin. El rostro de Woodrell emanaba la típica luz de los condenados en busca de la salvación, y era un resplandor tan evidente que Jimmy no comprendía cómo había podido pasarlo por alto nada más conocer al hombre.

Jimmy no podía creer la buena suerte que había tenido; había acabado en la guarida del león, pero era un león cristiano, y Jimmy aceptaría a Jesús, a Bob Hope, a Doris Day o a quienquiera que Woodrell adorara con su mente de devoto fervoroso, siempre que aquello significara que ese individuo extraño y musculoso no saliera de la cama en medio de la noche y se sentara junto a Jimmy durante las comidas.

– Una vez perdí el rumbo -le explicó Woodrell Daniels a Jimmy-Pero, ahora, gracias a Dios, he encontrado el camino.

¡Cuánta razón tienes, Woodrell!, estuvo a punto de decir en voz alta. Hasta ese día, Jimmy consideraba la primera noche en Deer Island como punto de referencia para juzgar su grado de paciencia. Se decía a sí mismo que podría seguir allí todo el tiempo que fuera necesario, un día o dos, para obtener lo que deseaba, porque no había nada que pudiera igualar esa primera noche tan larga en la que la maquinaria viviente de una prisión retumbaba y jadeaba a su alrededor, mientras las ratas chillaban, los muelles de los colchones rechinaban, y los gritos morían tan pronto como nacían.

Hasta aquel día.

Jimmy y Annabeth esperaban de pie junto a la entrada de la calle Roseclair del Pen Park. Se encontraban dentro del primer parapeto que los federales habían erigido en la carretera de acceso, pero fuera del segundo. Les ofrecieron tazas de café y sillas plegables para sentarse, y los agentes les trataron con amabilidad. Pero aun así, tuvieron que esperar, y cada vez que pedían información, los rostros de los agentes se volvían pétreos y tristes; se disculpaban y les aseguraban que no sabían nada más de lo que sabía la gente que estaba en los alrededores.

Kevin Savage se había llevado a Nadine y a Sara a casa, pero Annabeth se había quedado allí. Estaba sentada junto a Jimmy con el vestido color lavanda que había llevado en la ceremonia de Primera Comunión de Nadine, un acontecimiento que parecía haber sucedido semanas antes, y estaba tensa y en silencio desde la desesperación de su esperanza. Esperanza de que lo visto por Jimmy en el rostro de Sean Devine fuera una mala interpretación. Esperanza de que el coche abandonado de Katíe y de que el hecho de que no hubiera aparecido en todo el día no tuviera nada que ver con la presencia policial en Pen Park. Esperanza de que lo que ella tenía por cierto fuera, de algún modo, una mentira.

– ¿Te traigo otro café? – le preguntó Jimmy.

No, estoy bien- le dedicó una sonrisa fría y distante.

– ¿Estás segura?

– Sí.

Jimmy sabía que hasta que no viera el cuerpo, no la consideraría muerta. Así era como había racionalizado su propia esperanza en las horas que habían pasado desde que Chuck Savage y él fueran obligados a abandonar el lugar del crimen. Tal vez fuera una chica que se le pareciera. O existía la posibilidad de que estuviera en coma. O quizá estuviera atrapada en el espacio que había detrás de la pantalla y no pudieran sacarla de allí. Sufría, tal vez sufría mucho, pero estaba viva. Esa era la esperanza, tan fina como el pelo de un bebé, que albergaba, ante la falta de una confirmación absoluta.

Y aunque sabía que era una tontería, había algo en Jimmy que le obligaba a aferrarse a esa esperanza.

– Lo que quiero decir es que nadie te ha comunicado nada en realidad -le había dicho Annabeth al principio de su vigilia fuera del parque-, ¿de acuerdo?

Nadie les había dicho nada. Jimmy le acarició la mano, sabiendo que el mero hecho de que les hubieran permitido pasar aquellas barreras policiales era toda la confirmación que necesitaban.

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