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Sean sosteniéndole la mirada, inquirió:

– ¿En qué sentido?

El rostro de Jimmy estaba pálido e inexpresivo, con los ojos vueltos hacia arriba como si intentara recordar dónde había dejado las llaves del coche.

– Una vez me contaron que la madre de Hitler estuvo a punto de abortar, pero que cambió de opinión en el último momento. También me contaron que él se marchó de Viena porque no podía vender sus cuadros. Ya ves, Sean, si hubiera vendido un cuadro o su madre hubiera abortado, el mundo sería un lugar muy diferente, ¿comprendes? O por ejemplo, digamos que pierdes el autobús por la mañana y, mientras te tomas la segunda taza de café, te compras un boleto de rasca y gana, que va y sale premiado. De repente ya no tienes que coger el autobús. Puedes ir al trabajo en un Lincoln. Pero tienes un accidente de coche y te mueres. Y todo eso porque un día perdiste el autobús.

Sean miró a Whitey y éste se encogió de hombros.

– ¡No! -exclamó Jimmy-. ¡No lo hagas! No me mires como si pensaras que estoy loco. Ni estoy loco ni estoy en estado de shock.

– De acuerdo, Jimmy.

– Lo único que quiero decir es que hay hilos, ¿vale? Hay hilos en nuestras vidas. Si uno estira de uno de ellos, todo lo demás se ve afectado. Imaginemos que hubiera llovido en Dallas y que Kennedy no hubiese podido ir en su descapotable. O que Stalin hubiera seguido en el seminario. O que tú y yo, Sean, hubiéramos subido a aquel coche con Dave Boyle.

– ¿Qué? -preguntó Whitey-. ¿Qué coche?

Sean hizo un gesto con la mano a Whitey para que le dejara proseguir y añadió:

– Ahí me he perdido, Jimmy.

– ¿De verdad? Si hubiéramos subido al coche, nuestra vida habría sido muy diferente. Marita, mi primera mujer y la madre de Katie, era una belleza. Parecía un miembro de la realeza. Ya sabes cómo son algunas mujeres Iatinas, maravillosas. Y ella lo sabía. Si un tipo se le quería acercar más le valía tener un buen par de cojones. Y yo los tenía. A los dieciséis años, era el rey del barrio. No le tenía miedo a nada. Así pues me acerqué a ella y la invite a salir. Un año más tarde, ¡santo cielo, solo tenía diecisiete años, era un niño!, nos casamos y ella ya estaba embarazada de Katie.

Jimmy caminaba alrededor del cuerpo de su hija, formando círculos lentos y regulares.

– La cuestión es, Sean, que si nos hubiéramos subido a ese coche y se nos hubieran llevado quién sabe dónde, y hubiéramos tenido que aguantar durante cuatro días todo lo que aquellos jodidos lunáticos hubieran deseado hacernos cuando tan sólo teníamos… ¿qué, once años?, no creo que hubiera sido tan osado a los dieciséis. Creo que habría acabado como un caso desahuciado y me habrían atiborrado de tranquilizantes. Sé que nunca habría tenido lo que hacía falta para pedir relaciones a una mujer tan bella y tan arrogante como Marita. Y por lo tanto, nunca habríamos tenido a Katie. Y entonces nunca la habrían asesinado. Pero lo han hecho. Todo porque no nos subimos a aquel coche, Sean. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

Jimmy miró a Sean como si esperara una confirmación, pero Sean no tenía ni idea del tipo de confirmación que quería oír. Parecía necesitar que le perdonaran, que le absolvieran por no haber subido al coche cuando era niño y por haber engendrado a una criatura que había sido asesinada.

A veces, mientras hacía footíng, Sean se encontraba volviendo por la calle Gannon, y se quedaba de pie en el mismo trozo de calle en que él, Dave Boyle y Jimmy habían rodado por los suelos, antes de percatarse de que había un coche esperándoles. De vez en cuando, Sean aún era capaz de recordar el olor de manzanas que emanaba de aquel coche. Y si volvía la cabeza con mucha rapidez, aún alcanzaba a ver a Dave Boyle en el asiento trasero de aquel coche, mientras que éste alcanzaba la esquina, con la cabeza vuelta hacia ellos, atrapado y alejándose de su vista.

Hacía unos diez años, un día que había salido de borrachera con unos amigos y que Sean tenía todo el cuerpo lleno de bourbon, se puso filosófico, y pensó que tal vez habían subido realmente al coche. Los tres juntos. Y que lo que consideraban que en aquel momento era su vida era tan solo un sueño. Que todos ellos eran, en realidad, tres niños, de once años encerrados en un sótano, imaginándose en qué se habrían convertido si hubieran conseguido escapar.

Lo importante de esa idea era que, aunque Sean se imaginaba que solo era consecuencia de una noche de borrachera, se le había quedado clavada en el cerebro, como una piedra en la suela del zapato.

Por lo tanto, de vez en cuando se encontraba frente a su antigua casa de la calle Gannon, vislumbrando fugazmente por el rabillo del ojo al Dave Boyle que desaparecía de su vista, y con el olor a manzanas inundándole la nariz, y pensaba: «No. Vuelve».

Levantó los ojos y vio la mirada dolorida de Jimmy. Deseaba decirle algo. Quería contarle que él también había pensado qué habría sido de ellos si se hubieran subido al coche. Que el pensamiento de lo que podría haber sido su vida a veces le obsesionaba, girando a su alrededor, flotando en el aire como el eco de un nombre que se pronuncia desde una ventana. Quería decir a Jimmy que aquel sueño que había tenido, en el que la calle le asía los pies y estiraba de él hacia la puerta abierta, aún le hacía sudar de tanto en tanto. Deseaba hacerle saber que en realidad aún no había sabido qué hacer con su vida desde aquel día, que era un hombre que a menudo se sentía ligero con su propia ingravidez, con la naturaleza insustancial de su carácter.

Pero estaban en un depósito de cadáveres, con la hija de Jimmy tumbada en medio de ambos, en una camilla de metal, y el bolígrafo de Whitey preparado sobre la libreta; así pues, lo único que Sean fue capaz de responder al suplicante rostro de Jimmy fue: «Venga, Jim. Vamos a tomarnos ese café».

Según Sean, Annabeth Marcus era una mujer increíblemente fuerte. Estaba sentada allí, una tarde de domingo, en una fría cafetería municipal, con ese característico olor a celofán recalentado y empañado, siete plantas más arriba de un depósito de cadáveres, hablando de su hijastra con unos distantes representantes de la ley; Sean se dio cuenta de que por muy dolorosa que le resultara la situación, ella no se desmoronaría. Tenía los ojos rojos, pero a los pocos minutos, Sean tuvo la certeza de que no lloraría. Al menos delante de ellos. De ninguna de maneras.

Mientras hablaban, se quedó sin aliento varias veces. Se atragantaba a media frase, como si un puño le atravesase serpenteando por el pecho y le presionara los órganos. Se colocaba la mano sobre el pecho, abría la boca un poco más, y esperaba a tener suficiente oxígeno para continuar,

– El sábado después de trabajar en la tienda, llegó a casa a las cuatro y media.

– ¿De qué tienda se trata, señora Marcus?

– Mi marido -dijo señalando a Jimmy- es propietario del Cottage Market.

– ¿La de la esquina de East Cottage y de la avenida Bucky? -preguntó Whitey-. Tienen el mejor café de toda la ciudad.

– Entró en casa y se metió en la ducha -prosiguió Annabeth-. Cuando salió, cenamos. Ah, no, espere, ella no comió nada. Se sentó con nosotros, habló con las niñas, pero no cenó. Nos dijo que se iba a cenar con Eve y Diane.

– ¿Las chicas con las que salió? -preguntó Whitey a Jimmy.

Jimmy asintió con la cabeza.

– Así pues, no comió… -apuntó Whitey.

– Pasó un rato con las niñas, con nuestras hijas, sus hermanas -continuó Annabeth-. Hablaron del desfile de la semana próxima y de la Primera Comunión de Nadine. Después estuvo hablando por teléfono en su habitación un ratito y, a eso de las ocho, se marchó.

– ¿Sabe con quién hablaba por teléfono?

Annabeth negó con la cabeza.

– ¿El teléfono que tiene en la habitación es una línea privada? -preguntó Whitey.

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