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Sonó la campana que colgaba de una cinta clavada en el extremo superior de la puerta; Jimmy alzó los ojos y vio al primer grupo de mujeres con pelo azul de peluquería que salían de rezar el rosario irrumpir en la tienda, protestando del mal tiempo, de la dicción del cura y de la basura que había en la calle.

Pete asomó la cabeza por detrás del mostrador y se secó las manos con el trapo que había usado para limpiar las mesas. Lanzó una caja entera de guantes de plástico sobre el mostrador y apareció tras la segunda caja registradora. Se inclinó hacia Jimmy y le dijo:

– Bienvenido al infierno -y el segundo grupo de apisonadoras sagradas entró pisando los talones del primero.

Hacía casi dos años que Jimmy no trabajaba un domingo por la mañana y se había olvidado del zoo en que podía convertirse aquello. Pete tenía razón. Todos esos fanáticos de pelo azul que iban a misa de siete y que abarrotaban la iglesia de Santa Cecilia mientras la gente normal estaba durmiendo, llevaban consigo todo ese frenesí bíblico a la tienda de Jimmy y diezmaban las bandejas de pasteles y de donuts, dejaban la cafetera seca, vaciaban las neveras de productos lácteos y se hacían con la mitad de la pila de periódicos. Se daban contra las estanterías y pisaban las bolsas de patatas fritas y los envoltorios de plástico de los cacahuetes que se les caían al suelo. Hacían sus pedidos a gritos: pasteles, Loto, boletos de rasca y gana, Pall Mall y Chesterfield, furiosamente, sin tener en cuenta en absoluto el lugar que ocupaban en la cola, Después, mientras un mar de cabezas azules, blancas y calvas asomaban tras ellos, se entretenían ante el mostrador para preguntar por la familia de Jimmy y de Pete mientras recogían el cambio exacto; no se olvidaban de coger hasta el último penique y tardaban una eternidad en quitar las compras del mostrador y apartarse para dejar paso al griterío furioso que se apiñaba tras ellos.

Jimmy no había presenciado un caos semejante desde la última vez que fue a una boda irlandesa con barra libre, y cuando, por fin, pudo ver que eran las nueve menos cuarto y que el último del grupo salía por la puerta, se percató de que el sudor, que le empapaba la camiseta bajo la sudadera, le había mojado la piel. Contempló la bomba que acababa de estallar en medio de su tienda y luego miró a Pete; de repente sintió una oleada de afinidad y de camaradería hacia él que le hizo pensar en el grupo de policías, enfermeras y prostitutas de las siete y cuarto, como si él y Pete hubieran alcanzado un nuevo nivel de amistad por haber sobrevivido juntos a la avalancha de famélicos ancianos del domingo a las ocho de la mañana.

Pete le miró con gesto cansado y le dijo:

– Durante la próxima media hora estará un poco más tranquilo. ¿Te importa si salgo un momento y me fumo un cigarrillo?

Jimmy sonrió, volvía a sentirse bien y le recorría una especie de orgullo extraño y repentino al ver que el pequeño negocio que había montado se había convertido en una institución en el barrio.

– ¡Joder, Pete, por mí como si te quieres fumar el paquete entero!

Acababa de limpiar los pasillos, de reponer existencias en la nevera de los lácteos y de rellenar las bandejas de donuts y de pasteles, cuando repicó la campanita. Alzó la mirada y vio pasar ante el mostrador a Brendan Harris y su hermano pequeño, Ray el Mudo, que se dirigían hacia la pequeña zona de pasillos donde se almacenaba el pan, el detergente, las galletas y el té. Jimmy se ocupó de los envoltorios de celofán de los pasteles y de los donuts, y deseó no haber dado la impresión a Pete de que se podía coger unas mini vacaciones y que entrara de nuevo en la tienda de inmediato.

Echo un vistazo y se percató de que Brendan observaba las cajas registradoras desde detrás de las estanterías, como si tuviera intención de perpetrar un atraco o esperase ver a alguien. Durante un segundo de insensatez Jimmy se preguntó si tendría que despedir a Pete por cerrar tratos delante de la tienda. Pero luego se refrenó y recordó que Pete, mirándole fijamente a los ojos, le había jurado que nunca pondría en peligro la tienda de Jimmy por vender marihuana en el trabajo. Jimmy sabía que le había dicho la verdad porque, a no ser que uno fuera el mejor mentiroso del mundo, era casi imposible mentir a Jimmy cuando éste te miraba a los ojos después de haberte hecho una pregunta directa; conocía todos los tics y todos los movimientos de ojos, por pequeños que fuesen, que podían traicionarle a uno. Era algo que había aprendido al observar como su padre hacía promesas de borracho que nunca cumpliría; si uno lo había presenciado suficientes veces, reconocía al animal cada vez que intentaba volver a salir a la superficie. Así pues, Jimmy recordó que Pete le había mirado directamente a los ojos y que le había prometido que nunca traficaría en la tienda; Jimmy sabía que era verdad.

Entonces, ¿a quién buscaba Brendan? ¿Sería lo bastante estúpido para ocurrírsele atracar la tienda? Jimmy había conocido al padre de Brendan, Ray Harris, Simplemente Ray; por lo tanto, sabía que les corría por los genes una buena dosis de estupidez, pero no existía nadie lo bastante tonto para querer atracar una tienda de East Bucky, situada en el límite de las marismas y con la colina, mientras carga con un hermano mudo de trece años. Además, si había alguien que tuviera cerebro en toda la familia, a Jimmy no le quedaba más remedio que admitir que era Brendan. Era un chico tímido, pero muy atractivo, y ya hacía mucho tiempo que Jimmy había aprendido a ver la diferencia entre la gente que callaba porque desconocía el significado de muchas palabras y la que lo hacía porque era reservada y le gustaba observar, escuchar y comprender. Brendan tenía esa cualidad; uno tenía la sensación de que comprendía demasiado bien a la gente, y que ese hecho le ponía nervioso.

Se volvió hacia Jimmy y sus miradas se cruzaron; el chico le dedicó una sonrisa nerviosa y amistosa a Jimmy, haciendo un gran esfuerzo, como si quisiera compensar el hecho de que estaba pensando en otra cosa.

– ¿Te puedo ayudar, Brendan? -le preguntó Jimmy.

– No, no, señor Marcus, sólo quiero un poco de ese té irlandés que le gusta tanto a mi madre.

– ¿Barry's?

– Sí, eso es.

– Está en el siguiente pasillo.

– ¡Ah, gracias!

Jimmy se volvió a colocar detrás de la caja registradora en el momento en que Pete entraba, apestando todo él al olor rancio característico de quien se ha fumado un cigarrillo a toda prisa.

– ¿A qué hora me has dicho que va a llegar Sal? -le preguntó Jimmy.

– Debe de estar a punto de llegar. -Pete se apoyó en la estantería corrediza de cigarrillos que había bajo los fajos de boletos y soltó un suspiro-. Va muy lento, Jimmy.

– ¿Sal?- Jimmy observo como Brendan y Ray el Mudo se comunicaban por signos; estaban de pie en medio del pasillo central y Brendan llevaba una capa de Barry`s bajo el brazo. -¡Tiene mas de setenta años hombre!

– ¡Ya sé que es por eso por lo que va tan lento! -exclamó Pete-solo hablaba por hablar. Si a las ocho de la mañana hubiéramos estado aquí él y yo en vez de nosotros dos, Jim… aún estaríamos colocándolo todo.

– Por eso lo pongo en turnos en los que no hay tanto trabajo. Bien, de todas maneras, esta mañana no nos tocaba a ti y a mí, o a ti y a Sal. En teoría, teníais que ser tú y Katie.

Brendan y Ray el Mudo habían llegado hasta el mostrador y Jimmy, que Brendan hacía un gesto raro al oír que pronunciaban el nombre de Katie.

Pete salió de detrás de los estantes de cigarrillos y le preguntó:

– ¿Eso es todo, Brendan?

– Yo… yo… yo… -tartamudeó Brendan y después miró a su hermano pequeño-. Creo que sí. Espere que se lo pregunte a Ray.

Empezaron a mover las manos por el aire otra vez, y los dos iban tan deprisa que aunque hubieran hablado en voz alta, habría sido muy difícil para Jimmy seguir la conversación. Sin embargo, el rostro de Ray el Mudo, a diferencia de sus manos ágiles y veloces, era como una piedra. Según Jimmy, siempre había sido un niño extraño, más parecido a la madre que al padre, con la vanidad siempre instalada en su rostro, como un acto de desafío. Se lo había comentado una vez a Annabeth, pero ésta le había acusado de tener poca sensibilidad con los discapacitados, aunque Jimmy no estaba de acuerdo. Había algo en la cara inexpresiva de Ray y en su boca silenciosa que uno deseaba sacar a martillazos.

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