Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¿Sabes con lo que sueño? -le confesó una vez que ya hablaba con dificultad-. Cada vez pienso más en ello.

– ¿En qué, cariño?

– En cortinas de color naranja. Cortinas de color naranja amplias y tupidas… -se relamió los labios y Jimmy oyó el ruido que hizo al tragar saliva-, que ondean al viento, colgando de unas altas barras, Jimmy. Sólo ondean al viento. No hacen nada más que ondear, ondear, ondear. Cientos de ellas en ese campo tan grande. Ondean a lo lejos…

Esperó a que prosiguiera, pero ya había acabado, y como no quería que Marita se quedara dormida a media conversación, como ya había hecho muchas otras veces, le preguntó:

– ¿Cómo está Katie?

– ¿Eh?

– ¿Qué tal Katie, cariño?

– Tu madre nos cuida muy bien. Está triste.

– ¿Quién está triste, mi madre o Katie?

– Las dos. Mira, Jimmy, tengo que colgar. Tengo náuseas y estoy cansada.

– De acuerdo, nena.

– Te quiero.

– Yo también te quiero.

– Jimmy, nunca hemos tenido cortinas de color naranja, ¿verdad?

– No, nunca.

– ¡Qué extraño! -exclamó; luego colgó el teléfono.

Fue la última palabra que le dijo, extraño.

Sí, era muy extraño. El lunar que había tenido en el brazo desde que estaba en la cuna observando un móvil de cartón, de repente se había vuelto mas oscuro; veinticuatro semanas mas tarde, después de casi dos años de no compartir la cama con su marido y de no poder pasar la pierna por encima de la suya, la habían metido en una caja y la habían enterrado bajo tierra, mientras el marido lo observaba de pie a unos cuarenta metros de distancia, escoltado por dos policías armados, con grilletes en las muñecas y en los tobillos.

Jimmy salió de la cárcel dos meses después del funeral; se fue a casa, paso un buen rato en la cocina sin cambiarse la ropa que llevaba dentro y sonrió a la extraña que tenía por hija. Tal vez él fuera capaz de recordar los primeros cuatro años de vida de su hija, pero ella no. Ella sólo recordaba los dos últimos, tal vez algunos fragmentos dispersos del hombre que había vivido en aquella casa, antes de que permitieran verle los sábados y sólo desde el otro lado de una mesa vieja en un lugar húmedo y maloliente, construido sobre un cementerio encantado de los indios, donde el viento soplaba con fuerza, las paredes goteaban y los techos eran demasiado bajos. De pie en la cocina, mirando cómo ella le observaba, Jimmy tuvo la sensación de no haberse sentido nunca tan inútil. Jamás había estado la mitad de solo o asustado que en el momento en que, arrodillándose junto a Katie, le cogió ambas manos con las suyas y se los imaginó a los dos como si flotaran por encima de la habitación. Y el hombre que flotaba sobre ellos le dijo: «Éstos dos me dan mucha pena. Extraños en una cocina de mierda, intentando formarse una idea el uno del otro, haciendo un esfuerzo por no odiarse, pues elIa había muerto y los había dejado colgados a los dos, incapaces de saber qué demonios iban a hacer a continuación».

Aquella hija, esa criatura, que vivía, respiraba y que, en muchos aspectos ya estaba casi formada, dependía de él, tanto si les gustaba como si no.

– Nos sonríe desde el cielo -dijo Jimmy a Katie-. Está orgullosa de nosotros. Muy orgullosa.

– ¿Tienes que regresar a ese sitio? -le preguntó Katie.

– No. Nunca jamás.

– ¿Piensas irte a algún otro lugar?

En aquel momento, Jimmy habría cumplido con gusto seis años más de condena en cualquier agujero de mierda como Deer Island, o incluso en otro sitio peor, para no enfrentarse las veinticuatro horas del día con aquella niña (medio hija medio extraña), con el temor ante un futuro incierto, ni con la certeza de que su juventud, sin duda, había acabado.

– ¡De ninguna de las maneras!-, Pienso quedarme contigo.

– Tengo hambre.

Y le llegó a lo más profundo de su ser: «Dios mío, tendré que alimentar a esta niña cada vez que tenga hambre. Durante el resto de nuestras vidas. ¡Santo cielo!».

– Bien, de acuerdo -respondió, y sintió que la sonrisa le temblaba en el rostro-. Comeremos algo.

Jimmy llegó a Cottage Market, la tienda de la que era dueño, a las seis y media de la mañana. Se hizo cargo de la caja registradora y de la máquina de lotería, mientras Pete llenaba las estanterías con los donuts que había traído Yser Gaswami del Dunkin' Donuts de la calle Kilmer, y con los pasteles, los cannolis y los bocadillos de salchichas de la panadería de Tony Buca. Cuando tenía un momento de calma, Jimmy vertía el café de las cafeteras en los termos enormes que había encima del mostrador y cortaba las cuerdas de los paquetes de Globe, Herald y New York Times del domingo. Colocaba las circulares y los cómics en el medio y, después, los apilaba ordenadamente dentro de las estanterías de golosinas que había debajo del mostrador de la caja.

– ¿Te ha dicho Sal a qué hora vendrá?

– No puede venir hasta las nueve y media -respondió Pete-. Se le han jodido los bajos del coche y lo ha llevado al taller. Así pues, tendrá que coger dos trenes y un autobús, y me dijo que ni siquiera estaba vestido.

– ¡Mierda!

Alrededor de las siete y cuarto, tuvieron que atender a una multitud de gente que salía del turno de noche: policías, casi todos del Distrito 9, algunas enfermeras del Saint Regina y unas cuantas prostitutas que trabajaban en los after hours, del otro lado de la avenida Buckingham en las marismas y más arriba, en Rome Basin. Aunque parecían muy cansadas, se mostraban cordiales y comunicativas, y emanaban un halo de gran alivio, como si acabaran de abandonar el mismo campo de batalla juntas, cubiertas de barro y de sangre, pero sanas y salvas.

Durante un receso de cinco minutos, antes de que la multitud que iba a la primera misa del día empezara a hacer cola delante de la puerta, Jimmy llamó a Drew Pigeon y le preguntó si había visto a Katie.

– Sí, creo que está aquí- contestó Drew.

– ¿De verdad?

Jimmy notó cierta esperanza en su propia voz y sólo entonces se dio cuenta de que estaba más preocupado de lo que había querido admitir.

– Creo que sí -dijo Drew-. Deja que vaya a mirarlo.

– Te lo agradezco, Drew.

Oyó el ruido de los pesados pies de Drew que se alejaban por un pasillo recubierto de madera mientras canjeaba dos boletos de la Loto a la señora Harmon, y tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le saltasen las lágrimas por la violenta agresión de aquel perfume de anciana. Oyó cómo Drew se encaminaba de nuevo hacia el teléfono y sintió una ligera emoción en el pecho; mientras tanto, le daba los quince pavos de cambio a la señora Harmon y le decía adiós con la mano.

– ¿Jimmy?

– Dime, Drew.

– Lo siento. La que se ha quedado a dormir es Diane Cestra. Está durmiendo en el suelo del dormitorio de Eve, pero Katie no está.

El aleteo que Jimmy había sentido en el pecho se detuvo en seco, como si se lo hubieran arrancado con unas pinzas.

– No pasa nada.

– Eve me ha dicho que Katie las dejó delante de casa alrededor de la una y que no les dijo a dónde iba.

– De acuerdo, hombre. -Jimmy intentó poner un tono de voz alegre-. Ya la encontraré.

– ¿Sale con alguien?

– Con las chicas de diecinueve años, Drew, es imposible llevar la cuenta.

– Eso sí que es verdad -asintió Drew con un bostezo-. Todas las llamadas que Eve recibe son de tipos diferentes. Te juro, Jimmy, que debería colgar una lista junto al teléfono para tenerlos controlados.

Jimmy hizo un esfuerzo por reírse y dijo:

– Bien, gracias una vez más, Drew.

– Estoy a tu disposición, Jimmy. Cuídate.

Jimmy y colgó y se quedó mirando las teclas de la caja registradora como si fueran a decirle algo. No era la primera vez que Katie pasaba toda noche fuera. Ni tampoco era la décima, joder. Ni tampoco era la primera vez que faltaba al trabajo, pero en ambos casos, solía llamar. Aun así, si había conocido a un tipo con pinta de estrella de cine y con un encanto extraordinario… Jimmy recordaba demasiado bien como se sentía él mismo a los diecinueve años y lo comprendía. Y aunque nunca permitiría que Katie pensara que estaba dispuesto a tolerarlo, en el fondo de su corazón no podía ser tan hipócrita que lo condenase.

19
{"b":"110196","o":1}