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«Iremos a un buen sitio -le diría a Celeste-. Iremos a un lugar limpio donde podamos criar a nuestro hijo. Empezaremos de cero. Y te contaré lo que sucedió, Celeste. No es nada bueno, pero no es tan malo como piensas. Te explicaré que tengo algunas cosas sobrecogedoras y perversas en mi cabeza, y que tal vez tenga que ir a ver a alguien para librarme de ellas. Tengo ciertas necesidades que me horrorizan, cariño, pero estoy esforzándome. Estoy intentando ser un hombre bueno y enterrar al chico. O como mínimo, enseñarle un poco de compasión.»

Tal vez fuera eso lo que andaba buscando el tipo del Cadillac: un poco de compasión. Pero el chico que había escapado de los lobos no se sentía nada compasivo el sábado por la noche. Tenía aquella pistola en la mano y le había dado un golpe al tipo ése a través de la ventana abierta; Dave había oído cómo le rompía los huesos mientras el niño pelirrojo no paraba de moverse en el asiento contiguo, observándole con la boca abierta mientras Dave le golpeaba una y otra vez. Había entrado en el coche y le había sacado arrastrándole por el pelo, y el tipo no se encontraba tan desvalido como le había hecho creer. Había estado haciéndose el muerto, y Dave sólo alcanzó a ver el cuchillo cuando le rasgó la camisa y se lo clavó en la carne. Era una navaja, y no se la había clavado con mucha fuerza, pero estaba lo bastante afilada para herir a Dave, hasta que éste consiguió golpearle la muñeca con las rodillas y apretarle el brazo contra la puerta del coche. Cuando la navaja cayó al suelo, Dave le dio una patada y fue a parar bajo el coche.

El niño pelirrojo parecía estar asustado, pero también conmocionado. Dave, que en ese momento ya estaba fuera de sí, le dio al tipo un golpe en la cabeza con la culata de la pistola con tanta fuerza que rompió la empuñadura. El tipo empezó a retorcerse de dolor, y Dave le saltó encima, sintiendo el lobo, odiando a aquel hombre, a aquel monstruo, a aquel jodido degenerado abusador infantil, y cogió por los pelos a ese desgraciado y le golpeó la cabeza contra la acera. Una y otra vez, hasta que lo dejó hecho polvo, a Henry, a George, santo cielo, Dave, Dave.

«Muérete, cabrón. Muérete, muérete, muérete.»

En ese instante el niño pelirrojo se fue corriendo; Dave volvió la cabeza y se dio cuenta de que estaba pronunciando las palabras en voz alta: «Muérete, muérete, muérete, muérete». Dave vio cómo el niño atravesaba el aparcamiento a toda velocidad y empezó a perseguirle a gatas, con la sangre del hombre goteándole por las manos. Deseaba decirle al niño que lo había hecho por él. Le había salvado. Y que si él quería, le protegería para siempre.

Permaneció en el callejón de detrás del bar, sin aliento, a sabiendas de que el niño ya estaría muy lejos. Alzó los ojos hacia el oscuro cielo y dijo:

– ¿Por qué? ¿Por qué me has metido en esto? ¿Por qué me has dado esta vida? ¿Por qué me has dado esta enfermedad que tanto odio? ¿Por qué permites que mi cerebro disfrute de momentos de belleza, ternura y amor intermitente por mi hijo y mi mujer? En realidad, son sólo vislumbres de lo que mi vida podría haber sido si aquel coche no se hubiera detenido en la calle Gannon y no me hubieran encerrado en ese sótano. ¿Por qué? Contéstame, por favor. Por favor, te lo suplico, contéstame.

Pero, evidentemente, no hubo respuesta. No se oyó nada, a excepción del silencio, del goteo de las alcantarillas y de la lluvia que empezaba a caer con fuerza.

Unos minutos más tarde salió del callejón y se encontró al hombre tendido junto a su coche.

«Caramba -pensó Dave-. Le he matado.»

Pero entonces el hombre se dio la vuelta, boqueando como un pez. Tenía el pelo rubio y una gran panza a pesar de que era un hombre delgado. Dave intentó recordar qué aspecto tenía antes de que él hubiera metido la mano por la ventana abierta y le hubiera golpeado con la pistola. Lo único que recordaba es que sus labios le habían parecido rojos y carnosos en exceso.

Su rostro, sin embargo, había desaparecido. Parecía que hubiera chocado contra un motor a reacción, y Dave sintió náuseas al observar cómo aquella cosa sangrienta hacía un esfuerzo por respirar; era repugnante.

Daba la impresión de que el hombre no era consciente de la presencia de Dave. Se puso de rodillas y empezó a gatear. Se arrastró hacia los árboles de detrás del coche. Consiguió llegar hasta el pequeño terraplén y apoyó las manos en la valla de tela metálica que separaba el aparcamiento de la empresa de chatarra que había al otro lado. Dave se quitó la camisa de franela que llevaba encima de la camiseta. Envolvió la pistola con ella mientras se dirigía a la criatura sin rostro.

La criatura consiguió agarrarse en lo alto de la valla, pero luego las fuerzas le flaquearon. Se cayó de espaldas y se inclinó hacia la derecha, y acabó sentado contra la valla, con las piernas extendidas, observando cómo se acercaba Dave.

– No -susurró-. No.

Pero Dave sabía que no lo decía en serio. Estaba tan cansado de ser quien era como el mismo Dave.

El chico se arrodilló ante el hombre, y le colocó el envoltorio de la camisa de franela en el torso, justo encima del abdomen; Dave se cernía sobre ellos y les observaba.

– ¡Por favor! -refunfuñó el hombre.

– jSsh! -exclamó Dave, y el chico apretó el gatillo.

El cuerpo de la criatura sin rostro se convulsionó de tal forma que le dio una patada en la axila, pero luego el aire lo abandonó, con un silbido de tetera.

Y el chico dijo: «Bien».

Cuando ya había metido al tipo en el maletero del Honda, Dave se dio cuenta de que debería haber usado el Cadillac. Ya había subido las ventanillas y apagado el motor, y ya había limpiado con la camisa de franela el asiento delantero y todo lo que había tocado. No obstante, ¿qué sentido tenía ir dando vueltas con el tipo dentro del maletero de su Honda para encontrar un lugar adecuado para deshacerse de él, cuando la respuesta estaba delante de sus narices?

Por lo tanto, Dave aparcó el Honda junto al Cadillac, con la mirada puesta en la puerta del bar; hacía un buen rato que no salía nadie. Abrió su maletero y después el del Cadillac, y pasó el cuerpo de un coche a otro. Cerró los dos maleteros, envolvió la navaja y la pistola con la camisa de franela, la lanzó sobre el asiento delantero del Honda, y se fue de allí a toda prisa.

Tiró la camisa, la navaja y la pistola desde el puente de la calle Roseclair, y fue a parar al Penitentiary Channel; no se percató hasta mucho después de que mientras él estaba haciendo aquello, Katie Marcus seguramente estaría encontrando la muerte en el parque adyacente. Después había regresado a casa, con la certeza de que bien pronto alguien encontraría el coche y el cadáver.

Se había pasado por el Last Drop a última hora del domingo, y vio que había un coche aparcado junto al Cadillac, pero que el resto del aparcamiento estaba vacío. Sabía que el otro coche pertenecía a Reggie Damone, uno de los camareros. El Cadillac parecía inocente, olvidado. El mismo día había vuelto al lugar un poco más tarde, y casi tuvo un ataque al corazón cuando vio que el Cadillac ya no estaba. Era evidente que no podía ir haciendo preguntas sobre el coche, ni siquiera de forma casual: «Reggie, ¿llamáis a la grúa si un coche lleva demasiado tiempo en el aparcamiento?», pero después se dio cuenta de que al margen de lo que hubiera sucedido con el coche, no había ningún indicio que guardara relación con él.

Nada, a excepción del niño pelirrojo.

Pero a medida que pasaba el tiempo, se le ocurrió que aunque el niño se había asustado, también se había sentido complacido, emocionado. Estaba de parte de Dave. No tenía por qué preocuparse.

La policía no tenía nada. No había testigos. No habían conseguido pruebas del coche de Dave, o como mínimo, pruebas que pudieran usar ante un tribunal. Por lo tanto, Dave podía relajarse. Podría hablar con Celeste y contárselo todo, dejar que las cosas siguieran su curso, y ofrecer a su mujer la posibilidad de que lo aceptara de nuevo, con defectos pero con intención de cambiar. Como si fuera un buen hombre que ha hecho una cosa mala por un buen motivo. Como un hombre que hacía todo lo posible por eliminar al vampiro que le corrompía el alma.

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