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– ¿Nunca intentó encontrarle ni nada de eso?

– No, como le mandaba dinero, a la mierda con él.

Sean apartó el lápiz del teclado y lo dejó sobre la mesa. Observó a Brendan Harris, intentando obtener información del chico, ya que sólo conseguía sacarle indicios de depresión y de ira acumulada.

– ¿Os mandaba dinero?

Brendan asintió y contesto:

– Una vez al mes, religiosamente.

– ¿Desde dónde?

– ¿Qué?

– ¿Desde dónde enviaba los sobres de dinero?

– Desde Nueva York.

– ¿Siempre?

– Sí.

– ¿En metálico?

– Sí. Casi siempre nos mandaba quinientos dólares al mes. En navidades, nos mandaba más.

– ¿Alguna vez os mandó alguna nota? -preguntó Sean.

– No.

– Entonces, ¿cómo sabes que lo mandaba él?

– ¿Quién más iba a mandarnos dinero una vez al mes? Se sentía culpable. Mi madre siempre decía que él era así: que hacía cosas malas, y que como luego se arrepentía, ya no contaban, ¿sabe?

– Me gustaría ver algunos de esos sobres -declaró Sean.

– Mi madre siempre los tira.

– ¡Mierda! -exclamó Sean, apartando la pantalla del ordenador fuera de su ángulo de visión.

Los detalles del caso estaban empezando a molestarle: que Dave BoyIe fuera sospechoso, que Jimmy Marcus fuera el padre de la víctima, que a ésta la hubieran asesinado con la pistola del padre de su novio. Además había algo más que le fastidiaba, aunque no tuviera nada que ver con el caso.

– Brendan -dijo-, si tu padre abandonó la familia cuando tu madre estaba embarazada, ¿por qué le puso el nombre de tu padre a tu hermano?

Brendan, con la mirada perdida, respondió:

– Mi madre no está muy bien de la cabeza, ¿sabe? Se esfuerza y todo eso, pero…

– De acuerdo.

– Dice que le puso Ray para que no se le olvidara.

– ¿El qué?

– De lo que eran capaces los hombres -se encogió de hombros-. Hasta qué punto le podían joder a uno la vida si se les daba la oportunidad, aunque sólo fuera para demostrar que eran capaces de hacerlo.

– Cuando tu hermano se quedó mudo, ¿cómo se sintió tu madre?

– Cabreada -contestó Brendan, esbozando una tímida sonrisa-.

De alguna manera, confirmaba que ella tenía razón. Por lo menos, así lo creía.

Pasó la mano sobre la bandeja sujetapapeles del escritorio de Sean, y la sonrisa se desvaneció.

– ¿Por qué me ha preguntado si mi padre tenía una pistola?

Sean, que de repente se sentía cansado de aquellos juegos, de ser educado y prudente, le respondió:

– ¡Si tú ya lo sabes!

– No -replicó Brendan-. No lo sé.

Sean se apoyó en la mesa, casi incapaz de reprimir el deseo inexplicable de continuar, de abalanzarse contra Brendan Harris y estrujarle el cuello con las manos.

– La pistola que mató a tu novia, Brendan, es la misma que tu padre usó en un atraco hace dieciocho años. ¿Te gustaría contarme algo más?

– Mi padre no tenía pistola -replicó Brendan, pero Sean se percató de que algo empezaba a funcionar en el cerebro del chico.

– ¿No? ¡A mí no me la pegas! -Golpeó la mesa con tanta fuerza que podría haber tirado al chico de la silla-. Y dices que amabas a Katie Marcus. Pues bien, Brendan, déjame que te cuente lo que me gusta a mí: me encanta mi sueldo, la habilidad que tengo para resolver los casos en setenta y dos horas. Ahora me estás mintiendo.

– No, no es verdad.

– Sí, sí que me estás mintiendo. ¿Sabes que tu padre era un ladrón?

– Trabajaba para la Asociación de Transporte…

– ¡Era un maldito ladrón! Trabajaba con Jimmy Marcus, que también era un ladrón. ¡Y ahora va y matan a la hija de Jimmy con la pistola de tu padre!

– Mi padre no tenía pistola.

– ¡Que te jodan! -vociferó Sean. Connolly pegó un salto en la silla y se volvió hacia ellos-, ¿Tienes ganas de fastidiarme, chico? Pues lo haces en tu celda.

Sean cogió las llaves del cinturón y se las lanzó por encima de la cabeza a Connolly.

– ¡Encierra a este gusano! Brendan se puso en pie y exclamó:

– ¡Yo no he hecho nada!

Sean observó cómo Connolly se colocaba detrás de Brendan, tensando las articulaciones de los pies.

– No tienes coartada, Brendan, mantuviste relaciones con la víctima, y la asesinaron con la pistola de tu padre. Hasta que no se aclare todo esto, te mantendré bajo arresto. Descansa y piensa en todo lo que me acabas de decir.

– ¡No me puede encerrar! -Brendan miró a Connolly que estaba detrás de él-. ¡No puede hacerlo!

Connolly se volvió hacia Sean, con los ojos desorbitados, ya que el chico tenía razón. En teoría, no podían encerrarle hasta que no le acusaran formalmente. Y, de hecho, no podían acusarle de nada. En aquel estado era ilegal acusar a alguien por el mero hecho de ser sospechoso.

Pero Brendan no sabía nada de eso, y Sean lanzó a Connolly una mirada que decía: «Bienvenido al Departamento de Homicidios». -Si no me cuentas algo más ahora mismo -le amenazó Sean-, pienso encerrarte.

Brendan abrió la boca, y Sean vio cómo unos oscuros pensamientos le atravesaban, cual anguila eléctrica. Después cerró la boca y negó con la cabeza.

– Sospechoso de asesinato en primer grado -sentenció Sean-. ¡A la celda con él!

Dave regresó a su casa vacía a media tarde y se fue directo a la nevera para coger una cerveza. No había comido nada y sentía el estómago vacío y lleno de aire. No era el mejor momento para beberse una cerveza, pero a Dave le hacía falta. Necesitaba suavizar su fatigada cabeza y librarse de la tensión del cuello, aliviar los violentos latidos de su corazón.

La primera la pasó muy bien mientras paseaba por la casa vacía. Celeste podría haber regresado a casa mientras él estaba fuera y haberse ido a trabajar, y pensó en llamar a la peluquería para ver si estaba allí, cortando cabellos y hablando con las señoras, flirteando con Paolo, el homosexual que hacía el mismo turno que ella y que coqueteaba de esa manera natural, aunque no del todo inofensiva, tan característica de los homosexuales. O tal vez fuera a la escuela de Michael, y le saludara efusivamente y le diera un fuerte abrazo, para luego acompañarlo hasta casa, y parar a medio camino a tomarse un batido de chocolate.

Pero Michael no estaba en la escuela y Celeste tampoco estaba en el trabajo. De alguna manera, Dave sabía que se escondían de él; por lo tanto, se acabó su segunda cerveza sentado a la mesa de la cocina, sintiendo cómo le hacía efecto, cómo lo calmaba todo, convirtiendo el aire que le rodeaba en pequeños torbellinos y tiñéndolo de color plateado.

Debería habérselo dicho. Desde un buen principio, debería haberle contado a su mujer lo que en realidad había sucedido. Debería haber confiado en ella. Seguro que no había muchas mujeres que hubiesen aguantado a un antiguo campeón de béisbol de instituto, del que habían abusado sexualmente de niño, y que era incapaz de conservar un puesto de trabajo estable. Pero Celeste lo había hecho. Al recordarla junto al fregadero esa noche, lavando la ropa y diciéndole que se encargaría de eliminar las pruebas… ¡No había duda de que era una mujer extraordinaria! ¿Cómo podía haberlo olvidado? ¿Por qué llegaba un momento en que uno dejaba de ver a la gente que siempre le rodeaba?

Dave sacó la tercera y última cerveza de la nevera y siguió andando por la casa un poco más, con el cuerpo repleto de amor hacia su mujer e hijo. Deseaba acurrucarse junto al cuerpo desnudo de su mujer mientras ésta le acariciaba el pelo, para decirle lo mucho que la había echado de menos en aquella sala de interrogatorios, con su silla rota y su frialdad. Un poco antes, había pensado que deseaba calor humano, pero lo que en realidad quería era el calor de Celeste. Quería estrecharla entre sus brazos, hacerla sonreír, besarle los párpados, acariciarle la espalda y fundirse con ella.

«No es demasiado tarde -le diría cuando ella regresara a casa-. Lo único que pasa es que mi cerebro se ha liado un poco últimamente; tan sólo se me habían cruzado los cables. Supongo que la cerveza no sirve de mucha ayuda, pero la necesito hasta que regreses a casa. Cuando lo hagas, dejaré de beber. Dejaré la bebida, iré a clases de informática o algo así, y conseguiré un empleo en una oficina. La Guardia Nacional se ofrece a pagar los estudios, y yo podría hacerlo. Podría estudiar un fin de semana al mes y unas cuantas semanas en verano; podría hacerlo por mi familia. Por ellas, lo podría hacer con los ojos cerrados. Me ayudaría a ponerme en forma, a perder el peso que he ganado con la cerveza, y a aclararme las ideas. Y cuando haya conseguido el trabajo de oficina, entonces nos iremos de aquí, de este barrio que tiene unos alquileres que no paran de subir, proyectos para construir estadios y que se está llenando de burgueses. ¿Por qué luchar contra ello? Tarde o temprano, nos echarán. Se librarán de nosotros y se construirán un mundo a su medida, para hablar de sus segundas residencias en las cafeterías y en los pasillos de los supermercados de comida integral.

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