– ¿Qué tal?
– Un poco borracho -admitió Dave-. ¿Has engordado?
Jimmy le dedicó una sonrisa burlona y contestó:
– No.
– Pareces más grande.
Jimmy se encogió de hombros.
– ¿Qué haces por aquí? -le preguntó Dave.
– Vengo a este bar muy a menudo. Hace muchos años que conocemos a Huey. Muchísimos. ¿Por qué no te bebes el chupito, Dave?
Dave agarró el vaso y confesó:
– Creo que ya estoy bastante borracho.
– ¡Qué más da! -exclamó Jimmy, y Dave se dio cuenta de que Jimmy también se iba a beber uno. Lo alzó y miró a Dave fijamente a los ojos-. ¡Por nuestros hijos!
– ¡Por nuestros hijos! -repitió Dave con gran esfuerzo, sintiéndose indispuesto, como si se hubiera ausentado del día y de la noche, y hubiera entrado en un sueño, un sueño en el que las caras estaban demasiado cerca, pero en el que las voces sonaban como si procedieran del fondo de una alcantarilla.
Dave se bebió el chupito de un trago, haciendo una mueca al sentir un escozor en la garganta, y Val se sentó junto a él. Val le pasó los brazos por los hombros y después de tomar un trago de cerveza directamente de la jarra, le dijo:
– Siempre me ha gustado mucho este sitio.
– Es un buen bar -asintió Jimmy-. Nadie te molesta.
– En esta vida es muy importante que nadie te moleste -apuntó
Val-. Que nadie se meta contigo ni con la gente que amas ni con tus amigos. ¿No estás de acuerdo, Dave?
– Completamente -respondió Dave.
– Dave es estupendo -dijo Val-. Siempre te hace sentir bien.
– ¿Eso crees? -preguntó Jimmy
– ¡Y tanto! -respondió Val, apretándole el hombro a Dave-. ¡Éste es mi hombre!
Celeste estaba sentada al borde de la cama del motel mientras Michael miraba la televisión. Tenía el teléfono sobre el regazo, con la palma de la mano flexionada sobre el auricular.
Durante las últimas horas de la tarde que había pasado con Michael, sentada en sillas oxidadas junto a la pequeña piscina del motel, había empezado a sentirse diminuta y hueca, como si alguien pudiera verla desde lo alto y pareciera abandonada y tonta, y lo que era peor, desleal.
Su marido. Había traicionado a su marido.
Tal vez Dave hubiera matado a Katie. Era una posibilidad. Pero ¿en qué demonios debía de estar pensando para contarlo todo a Jimmy? ¿Por qué no había esperado un poco más? ¿Por qué no lo había pensado con calma? ¿Por qué no había tenido en cuenta otras alternativas? ¿Acaso tenía miedo de Dave?
El nuevo Dave que ella había visto durante los últimos días era una aberración, un Dave producto del estrés.
Quizá no hubiera matado a Katie. Quizá.
La cuestión era que, como mínimo, tendría que haberle dado el beneficio de la duda hasta que las cosas se aclararan. No estaba muy segura de poder seguir viviendo con él y de poner la vida de Michael en peligro, pero si de algo estaba segura era de que debería haber ido a la policía, en vez de hablar con Jimmy Marcus.
¿Había deseado herir a Dave? ¿Había esperado algo más al mirar a Jimmy directamente a los ojos y contarle sus sospechas? y si era así, ¿qué era? Con toda la gente que había en el mundo, ¿por qué se lo había contado precisamente a Jimmy?
Había muchas respuestas posibles a aquella pregunta, pero no le gustaba ninguna. Descolgó el auricular y marcó el número de teléfono de Jimmy. Lo hizo con manos temblorosas y pensando: «Por el amor de Dios, que alguien coja el teléfono. Responde, por favor».
La sonrisa del rostro de Jimmy había empezado a moverse, a dibujarse y desdibujarse, de un lado a otro, y Dave intentó fijar la mirada en la barra, pero ésta también se movía, como si estuviera dentro de un bote y el mar empezara a enfurecerse.
– ¿Te acuerdas del día que trajimos aquí a Ray Harris? -preguntó Val.
– ¡Claro! -contestó Jimmy-. ¡El viejo y bueno de Ray!
– Ray -añadió Val, golpeando la mesa delante de Dave- era un hijo de perra de lo más divertido.
– Sí -asintió Jimmy en voz baja-. Ray era muy gracioso, siempre te hacía reír.
– La mayoría de la gente le llamaba Simplemente Ray -añadió Val, mientras Dave se esforzaba por adivinar de quién estaban hablando-. Pero yo le llamaba Ray Retintín.
Jimmy castañeteó los dedos, señaló a Val y dijo:
– ¡Eso es! ¡Siempre tenía cambio!
Val se acercó a Dave y le susurró al oído:
– El tipo ése solía llevar diez pavos en monedas dentro de los bolsillos. Nadie sabía por qué. Sencillamente le gustaba llevar muchas monedas en los bolsillos, supongo que por si un día tenía que llamar por teléfono a Libia o un sitio así. ¿Quién sabe? Pero solía pasearse con las manos en los bolsillos, haciendo tintinear las monedas el día entero. Lo que te quiero decir es que el tipo era un ladrón, y ¿quién no le iba a oír llegar? Pero según parece, dejaba las monedas en casa cuando se iba a trabajar. -Val suspiró-. ¡Mira que llegaba a ser raro!
Val apartó el brazo del hombro de Dave y se encendió otro cigarrillo. El humo subió en espiral hasta el rostro de Dave, y éste sintió cómo le avanzaba por las mejillas para acabar abriéndose camino en su pelo. A través del humo, veía cómo Jimmy le observaba con aquella expresión insípida y resuelta; los ojos de Jimmy expresaban algo que no le gustaba, algo que le resultaba familiar.
Se dio cuenta de que era la mirada característica de los policías. La del sargento Powers. La sensación de que podía leerle los pensamientos. La sonrisa volvió al rostro de Jimmy, subiendo y bajando cual lancha neumática, y Dave sintió que su estómago iba al mismo son, botando como si estuviera montado en una ola.
Tragó saliva varias veces y respiró profundamente.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Val.
Dave alzó una mano. Si todo el mundo se callara, se encontraría perfectamente.
– Sí -respondió.
– ¿Estás seguro? -le preguntó Jimmy-. Se te ha puesto la cara verde.
Sintió que una sensación nauseabunda le invadía el cuerpo y que se le cerraba la tráquea como un puño, para luego abrírsele de golpe. Le bajaban gotas de sudor por las cejas; exclamó:
– ¡Mierda!
– Dave.
– Creo que vaya vomitar -advirtió, sintiendo náuseas de nuevo. De verdad.
– De acuerdo -asintió Val, apartándose de la mesa a toda velocidad-. Sal por la puerta trasera. A Huey no le gusta tener que limpiar vómitos del cuarto de baño. ¿Entendido?
Dave se puso en pie, y Val le cogió los hombros y le hizo dar la vuelta para que viera la puerta trasera que había en un extremo de la barra, un poco más allá de la mesa de billar.
Dave se dirigió hacia la puerta, intentando andar en línea recta, un pie después de otro, un pie después de otro, pero seguía viendo la puerta inclinada. Era una puerta oscura y pequeña, y aunque la habían pintado de negro, la madera de roble estaba rota y astillada por el paso de los años. De repente, Dave sintió el calor del lugar. El ambiente era bochornoso y denso, y el aire le golpeaba mientras intentaba llegar hasta la puerta. Asió el pomo de bronce, agradecido por lo frío que estaba; a continuación lo giró y abrió la puerta.
Lo primero que vio fueron malas hierbas, luego agua. Tropezó, sorprendido por lo oscuro que estaba allí fuera y, en el momento justo, la luz de encima de la puerta se encendió e iluminó el alquitrán deteriorado que había delante de él. Oía las bocinas de los coches y los sonidos estridentes procedentes del puente que tenía encima y, de repente, se le pasaron las ganas de vomitar. Después de todo, quizá se encontrara bien. Inspiró el aire de la noche. A su izquierda, alguien había apilado plataformas de madera podridas y trampas de langosta oxidadas, y algunas de ellas tenían agujeros desiguales, como si hubieran sido atacadas por los tiburones. Dave se preguntó qué demonios debían de hacer esas trampas de langosta cerca de un río y en un lugar tan alejado del mar, pero después decidió que, de todos modos, estaba demasiado borracho para intentar hallar una respuesta. Un poco más lejos había una valla de tela metálica, tan oxidada como las trampas de langosta, recubierta de hierbajos. A su derecha, una hilera de malas hierbas más alta que la mayoría de la gente se extendía unos dieciocho n1etros a lo largo del pavimento roto y agujereado.