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Dave volvió a sentir náuseas, las más desagradables que había tenido hasta entonces, y notó cómo le recorrían el cuerpo. Tropezó, cayó junto a la orilla del agua, y bajó la cabeza en el preciso instante en que el miedo, el Sprite y la cerveza salían a borbotones para ir a caer al grasiento río Mystic. Era líquido puro. No tenía nada más dentro. Era incapaz de recordar la última vez que había comido. Pero cuando se limpió la boca y se pasó un poco de agua se encontró mejor. Sintió el frescor de la noche en el pelo. Una ligera brisa se elevaba desde el río. Esperó, de rodillas, por si le entraban más ganas de devolver, aunque lo dudaba. Era como si le hubieran purificado.

Alzó los ojos y observó la parte inferior del puente; todo el mundo luchaba por entrar o salir de la ciudad, con prisas y de mal humor, seguramente a sabiendas de que cuando llegaran a casa tampoco se encontrarían mejor. La mitad de ellos saldría de sus casas enseguida e irían al supermercado a comprar algo que habían olvidado, a un bar, al videoclub, a un restaurante en el que tendrían que hacer cola otra vez, y todo eso, ¿para qué? ¿Para qué hacíamos tantas colas? ¿Adónde esperábamos llegar? y una vez allí, ¿por qué no estábamos tan contentos como habíamos imaginado?

Dave se percató de que a su derecha había un pequeño bote con motor fuera borda. Estaba amarrado a un poste tan pequeño y hundido que no se podía calificar de muelle. Supuso que debía de ser la barca de Huey, y sonrió al imaginarse a aquel tipo de apariencia mortecina surcando esas aguas grasientas, con su negra caballera al viento.

Se dio la vuelta y observó las plataformas y las malas hierbas.

No era de extrañar que la gente saliera allí a vomitar. Era un lugar de lo más apartado. A no ser que uno estuviera al otro lado del río con prismáticos, era imposible divisar el lugar. Estaba cerrado por tres lados, y era tan tranquilo que el sonido de los coches que pasaban por el puente era tan sólo un ruido apagado y distante; las malas hierbas lo ocultaban todo, a excepción de los graznidos de las gaviotas y del chapaleteo del agua. Si Huey fuera lo bastante listo, limpiaría las malas hierbas, quitaría las plataformas y construiría una terraza para atraer a algunos de los ejecutivos que se habían ido a vivir a Admiral Hill, con la intención de convertir Chelsea en el siguiente campo de batalla de los burgueses después de haber acabado con East Bucky.

Dave escupió unas cuantas veces y después se limpió la boca con la palma de la mano. Se puso en pie, y decidió que tendría que decir a Val y a Jimmy que necesitaba comer algo antes de seguir bebiendo. No hacía falta que fuera nada especial, tan sólo algo sustancioso. Cuando se dio la vuelta, estaban de pie junto a la puerta negra que habían cerrado a sus espaldas; Val, a la izquierda, y Jimmy, a la derecha. Dave pensó que tenían un aspecto gracioso, como si hubieran llegado hasta allí para entregar unos muebles y no supieran dónde dejarlos a causa de todos los hierbajos.

– ¡Hola! ¿Habéis venido a comprobar que no me he caído al río? -preguntó Dave.

Jimmy se apartó de la pared y se dirigió hacia él; la luz que colgaba sobre la puerta se apagó. Jimmy, que apenas veía nada a causa de la oscuridad, empezó a acercársele despacio; el rostro pálido se le iluminaba con la luz procedente del puente, iba entrando y saliendo de las sombras.

– Déjame que te cuente una cosa sobre Ray Harris -sugirió Jimmy, con un tono de voz tan bajo que Dave tuvo que inclinarse hacia delante-. Ray Harris era amigo mío, Dave. Solía venir a visitarme cuando estaba en la cárcel. También pasaba a ver a Marita, a Katie y a mi madre por si les hacía falta algo. Al hacer todas esas cosas, pensé que era amigo mío, pero en realidad lo hacía porque se sentía culpable. La policía le había presionado y me había delatado. Se sentía muy mal por ello. Pero después de haber venido a verme a la cárcel durante meses, pasó una cosa muy extraña. -Jimmy llegó hasta donde estaba Dave, se detuvo y se le quedó mirando con la cabeza ligeramente inclinada-. Me di cuenta de que Ray me caía muy bien. De verdad, disfrutaba mucho de su compañía. Hablábamos de deportes, de Dios, de libros, de nuestras esposas, de nuestros hijos, de la política del momento, de cualquier cosa. Ray era el tipo de persona que podía hablar de cualquier cosa. Tenía interés por todo. Y ésa es una cualidad muy poco común. Después mi mujer murió, ¿sabes? Murió y enviaron un guarda a la celda que me dijo: «Lo siento, recluso, pero su mujer murió ayer a las ocho y cuarto de la tarde. Se ha ido para siempre». ¿Sabes qué es lo que más me dolió de la muerte de mi mujer, Dave? Pues que tuviera que pasar por todo aquello completamente sola. Ya sé lo que estás pensando: todos morimos solos. Es verdad, en el último momento uno siempre está solo. No obstante, mi mujer tenía cáncer de piel, y tuvo que pasarse los últimos seis meses muriendo poco a poco. Yo podría haber estado allí con ella. Podría haberla ayudado a enfrentarse a la muerte. No a la muerte en sí, sino al proceso de morir. Sin embargo, no pude estar con ella. Ray, un hombre al que apreciaba, nos lo impidió.

Dave vio un trozo de río color azul tinta, iluminado por las luces del puente y el resplandor, reflejado en las pupilas de Jimmy.

– ¿Por qué me cuentas todo esto, Jimmy? -le preguntó Dave.

Jimmy señaló un lugar, por encima del hombro izquierdo de Dave y declaró:

– Hice que Ray se arrodillara allí mismo y le pegué dos tiros: uno en el pecho y otro en el cuello.

Val se apartó de la pared que había junto a la puerta, se dirigió hacia la izquierda de Dave y se tomó su tiempo; la maleza sobresalía tras él. A Dave se le cerró la garganta y se le secaron las tripas.

– Jimmy, no sé lo que… -farfulló Dave.

– Ray me suplicó -apuntó Jimmy-. Me dijo que éramos amigos. Que tenía mujer e hijo. También me explicó que su mujer estaba embarazada y que se mudarían a otra ciudad. Me aseguró que nunca jamás volvería a molestarme. Me suplicó que le dejara vivir para que pudiera ver nacer a su hijo. Me dijo que me conocía, que sabía que era un buen hombre, y que sabía que no quería hacerle daño. -Jimmy alzó la vista hacia el puente-. Deseaba darle alguna respuesta. Quería decirle que amaba a mi mujer, que ésta había muerto y que le consideraba responsable de ello y que, además, por principio, uno no delataba nunca a sus amigos si quería vivir muchos años. Pero no le dije nada, Dave. Estaba demasiado ocupado llorando. Fue muy patético. Los dos estábamos lloriqueando. Las lágrimas casi no me dejaban verle.

– Entonces, ¿por qué le mataste? -preguntó Dave, y en su voz había un lamento desesperado.

– Te lo acabo de contar -respondió Jimmy, como si se lo estuviera explicando a un niño de cuatro años-. Por principios. Me convertí en un viudo de veintidós años con una hija de cinco. Me había perdido los dos últimos años de la vida de mi mujer. Y el maldito Ray sabía perfectamente que la regla número uno de nuestro oficio era no delatar a los amigos.

– ¿Qué es lo que piensas que he hecho, Jimmy? Dímelo -dijo Dave.

– Cuando maté a Ray -prosiguió Jimmy-, sentí, no sé, que no era yo mismo. Tuve la sensación de que Dios me estaba mirando mientras le empujaba y lo tiraba a ese río. Y Dios sólo negaba con la cabeza. En realidad, no parecía enfadado, sólo un poco disgustado y nada sorprendido, como cuando descubres que tu cachorrillo ha hecho caca en la alfombra. Estaba ahí mismo, detrás de donde tú estás ahora, contemplando cómo se hundía Ray, ¿sabes? Su cabeza fue lo último en desaparecer, y recuerdo que pensé que cuando era niño creía que si uno nadaba hasta lo más profundo del agua, sería capaz de atravesar el fondo marino y aparecer en el espacio exterior. Así era como me imaginaba el globo terráqueo. Así estaría pues, mi cabeza sobresaldría de la Tierra, con todo el espacio, las estrellas y el cielo negro a mí alrededor, antes de iniciar la caída. Me hundiría en el espacio exterior y me alejaría flotando, y así seguiría durante un millón de años, en el frío de la noche. Eso fue lo que me imaginé cuando Ray se hundió; que seguiría sumergiéndose hasta hacer un agujero en el planeta, para luego vagar durante un millón de años por el espacio.

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