Sean no lo deseaba, pero si la experiencia previa le servía de barómetro, eso quería decir que probablemente se lo asignarían. Bajó por una cuesta que se dirigía hacia la pantalla del autocine, con los ojos puestos en Krauser y Friel, intentando leer el veredicto por sus ligeros movimientos de cabeza. Si la que se encontraba allí era Katie Marcus, y Sean no tenía ninguna duda de ello, las marismas estallarían de ira. No pensaba en Jimmy, que se quedaría en un estado catatónico, sino en los hermanos Savage. En la Unidad de Delitos Mayores los expedientes de cada uno de aquellos cabronazos eran tan gruesos que no pasa han por una puerta. Y eso sólo hacía referencia a los delitos estatales. Sean conocía a tipos del Departamento de Policía de Boston que decían que un sábado por la noche sin que encerraran, como mínimo, a uno de los Savage, era como un eclipse solar: los demás policías tenían que comprobarlo por sí mismos porque no se lo creían.
En el escenario que había debajo de la pantalla, Krauser hizo un gesto de asentimiento y Friel volvió la cabeza y estuvo mirando a su alrededor hasta que encontró a Sean. En ese momento Sean supo que el caso era de él y de Whitey. Sean vio gotas de sangre en algunas hojas que conducían a la parte inferior de la pantalla, y unas cuantas más en las escaleras que llevaban a la puerta.
Connolly y Souza dejaron de observar las gotas de sangre de las escaleras, miraron a Sean con gesto ceñudo, y volvieron a examinar las grietas que había entre los escalones, Karen Hughes abandonó la posición de cuclillas y Sean oyó el zumbido de su cámara cuando apretó un botón con el dedo y el carrete se rebobinó hasta el final. Metió la mano en el bolso para sacar un carrete nuevo y abrió la parte trasera de la cámara de un golpe; Sean se percató de que el pelo rubio ceniza se le había oscurecido en la sien y en el flequillo. Le dirigió una mirada inexpresiva, dejó caer el carrete usado dentro del bolso y colocó el nuevo en la cámara.
Whitey estaba de rodillas junto al ayudante del médico forense y Sean oyó que decía «¿qué?», con un penetrante susurro.
– Lo que ha oído.
– Ahora está seguro, ¿verdad?
– No al cien por cien, pero casi.
– ¡Mierda!
Whitey se dio la vuelta al tiempo que Sean se acercaba, negó con la cabeza e hizo un gesto de asentimiento con el dedo pulgar al ayudante del forense.
Al subir las escaleras y colocarse tras ellos, Sean contempló el lugar con más claridad. Observó la puerta de entrada y el cadáver que estaba allí dentro, apretujado; entre pared y pared no debía de haber más de un metro de anchura y el cadáver estaba apoyado de espaldas contra la pared a su izquierda, con los pies levantados y empujando la pared de su derecha, por lo que la primera impresión que tuvo Sean fue la de ver un feto a través de la pantalla de un sonograma. El pie izquierdo estaba al descubierto y cubierto de barro. Lo que quedaba del calcetín le colgaba alrededor del tobillo, arrugado y rasgado. Llevaba un zapato negro sencillo y sin tacón, en el pie derecho, y estaba cubierto de barro seco. Incluso después de haber perdido un zapato en el jardín, había seguido con el otro puesto. Era muy probable que el asesino le hubiera ido pisando los talones todo el rato. Y aun así, había ido hasta allí para esconderse, lo que hacía pensar que debió de despistarle en algún momento a causa de algo que le hiciera reducir la marcha.
– Souza -gritó.
– ¿Sí?
– Llama a algunos policías para que vengan a examinar el camino que llega hasta aquí. Mirad entre los arbustos para ver si encontráis jirones de ropa, trozos de piel o cosas por el estilo.
– Ya tenemos a un tipo que se encarga de buscar huellas dactilares.
– Sí, pero necesitamos más gente. ¿Te encargas tú?
– De acuerdo.
Sean volvió a mirar el cadáver. Llevaba unos ligeros pantalones de color oscuro y una blusa azul marino con cuello ancho. La chaqueta era de color rojo
y estaba rasgada. Sean se imaginó que era la ropa de fin de semana, ya que era demasiado bonita para llevarla a diario, si se tenía en cuenta que era una chica de las marismas. Esa noche habría ido a algún lugar bonito, quizá tenía una cita.
Y de alguna manera había acabado encajada en aquel pasillo estrecho; lo último que vio fueron las paredes mohosas, y con toda seguridad también fueron lo último que olió.
Parecía que hubiera llegado hasta allí para escapar de una lluvia roja, y, sin embargo, el aguacero le había cubierto el pelo y las mejillas, y le manchaban la ropa húmedas hileras de sangre. Tenía las rodillas apretadas contra el pecho, el codo derecho apoyado en la rodilla derecha, el puño apretado contra la oreja, por lo que, una vez más, a Sean le hizo pensar en una niña más que en una mujer, acurrucada e intentando mantener a raya algún estridente sonido. «Pare, pare -decía el cuerpo-. Pare, por favor.»
Whitey se apartó del camino y Sean se agachó junto a la puerta. A pesar de toda la sangre que le cubría el cuerpo, de los charcos que se habían formado debajo de éste y del moho de las paredes que había alrededor, Sean descubrió el perfume de Katie, muy fugazmente, algo dulce, algo sensual, un aroma muy ligero que le hizo recordar las citas y los coches oscuros de la época de instituto, el vacilante manoseo por encima de la ropa y el roce eléctrico de la carne. Por debajo de la lluvia roja, Sean vio que tenía varios morados oscuros en la muñeca, el antebrazo y los tobillos, y supo que en esos lugares la habían golpeado con algo.
– ¿Le pegaron?-preguntó Sean.
– Eso parece. Toda esa sangre de la cabeza fue causada por un corte en la coronilla. Es probable que el tipo acabara por romper lo que estaba usando para pegarla, al golpearla tan fuerte.
Apiladas al otro lado y llenando aquel estrecho pasillo de detrás de la pantalla, había unas plataformas de madera y lo que parecían accesorios de escenario: goletas de madera, pináculos de iglesias y el arco de lo que parecía una góndola veneciana. Era muy probable que no se hubiera podido mover. Una vez allí dentro, no tenía escapatoria. Si aquel que la perseguía la encontraba, no había duda de que iba a morir. Y la había encontrado.
El asesino le habría dado con la misma puerta al abrirla, y ella se habría acurrucado para proteger el cuerpo con lo único que tenía, sus propios miembros. Sean estiró el cuello y observó de cerca el puño cerrado y el rostro. También estaba cubierto de sangre, y tenía los ojos tan apretados como la muñeca, como si deseara que todo acabara; tenía los párpados cerrados, en un principio por el miedo, pero en ese momento por el rigor mortis.
– ¿Es ella? -le preguntó Whitey Powers.
– ¿Eh?
– ¿Es Katherine Marcus?
– Sí -respondió Sean.
Tenía una pequeña cicatriz curvilínea por debajo del lado derecho de la barbilla, que apenas era perceptible y que se había borrado con el tiempo, pero que todo el mundo percibía cuando veía a Katie por el barrio, ya que el resto de su cuerpo rozaba la perfección; su rostro era una magnífica réplica de la belleza oscura y angulosa de su madre combinada con el atractivo más ajado, los ojos claros y el pelo rubio de su padre.
– ¿Está seguro al cien por cien? -le preguntó el ayudante del médico forense.
– Al noventa y nueve por ciento -le respondió Sean-. Haremos que el padre la identifique en el depósito de cadáveres. Pero sí, es ella.
– ¿Le has visto la nuca?
Whitey se inclinó hacia delante y le levantó el pelo de los hombros con la ayuda de un bolígrafo.
Sean observó la nuca con atención y vio que le faltaba un trocito de la parte baja del cráneo, y que la nuca se había vuelto de un tono oscuro a causa de la sangre.
– ¿Me está intentando decir que le dispararon?
Miró al medico forense.
El tipo asintió y añadió.
– A mí me parece una herida de bala.
Sean se alejó del olor a perfume, a sangre, a cemento mohoso y a madera empapada. Por un instante deseó poder apartarle el puño cerrado de la oreja, como si al hacerlo pudiera conseguir que todos esos morados que veía, y los que estaba seguro que encontraría debajo de la ropa, pudieran evaporarse, y que la lluvia roja se evaporara desde su pelo y su cuerpo, y ella pudiera salir de aquella tumba, un poco aturdida, con los ojos cerrados por el sueño.