Sin embargo, sabía que, tal y como estaban las cosas, ya había demasiado dolor; Annabeth se sentiría ofendida si no le contaba nada de lo sucedido, mientras que él se tiraba de los pelos junto al coche de Katie en la calle Sydney. Recordaría su felicidad con las niñas como inmerecida y, peor aún, como un engaño, una falsa promesa. Annabeth le odiaría por ello.
Oyó su voz apagada de nuevo: «¿Este?» Y el ruido que hizo al levantar el teléfono del mostrador. «¿Dígame?».
– Cariño…- consiguió decir Jimmy con voz ronca.
– ¡Jimmy! -exclamó con cierto nerviosismo-. ¿Dónde estás?
– Estoy… Mira… Me encuentro en la calle Sydney.
– ¿Qué pasa?
– Annabeth, han encontrado su coche.
– ¿El de quién?
– El de Katie.
– ¿Han? ¿Quién? ¿La policía?
– Sí. Ha… desaparecido. En los alrededores de Pen Park.
– ¡Santo cielo! ¡No puede ser! ¡Jimmy!
En aquel momento Jimmy sintió que le salía todo: el miedo, la horrible certeza, todos aquellos terribles pensamientos que había mantenido aprisionados en algún lugar de su cerebro.
– Aún no se sabe nada, pero su coche ha estado aquí toda la noche y la policía…
– ¡Por el amor de Dios, Jimmy!
– …la está buscando por todo el parque. Hay muchos. Así pues…
– ¿Dónde estás?
– Estoy en la calle Sydney. Mira…
– ¿Qué coño haces en la calle? ¿Por qué no estás ahí dentro?
– Porque no me dejan pasar.
– ¿La policía? ¿Y quién coño se creen que son? ¿Acaso es su hija la que está ahí dentro?
– No, mira, yo…
– ¡Haz el favor de entrar! ¡Santo Dios! Podría estar herida. Tirada en cualquier sitio, herida y pasando frío.
– Ya lo sé, pero ellos…
– Voy ahora mismo.
– De acuerdo.
– Haz el favor de entrar, Jimmy. Por el amor de Dios, ¿qué te pasa?. Colgó.
Jimmy devolvió el teléfono a Chuck, y supo que Annabeth tenía razón. Tenía tanta razón que Jimmy, al percatarse de que se arrepentiría de su impotencia de los últimos cuarenta y cinco minutos para el resto de su vida, se sintió morir; nunca sería capaz de pensar en ello sin desmoralizarse, sin intentar apartarlo de sus pensamientos. ¿Cuándo se había convertido en aquello, en aquel hombre que contestaba a unos polis de mierda: «Sí, señor; no, señor; tiene razón, señor…» cuando su hija mayor había desaparecido? ¿Cuándo había sucedido? ¿Cuándo se había puesto de pie junto a un mostrador y se había bajado los pantalones a cambio de poder sentirse como un ciudadano honrado?
Se volvió hacia Chuck y le preguntó:
– ¿Aún guardas las tenazas para cortar alambre bajo la rueda de recambio del maletero?
Por la expresión de Chuck, se diría que alguien le había pillado haciendo algo malo.
– Uno tiene que ganarse la vida, Jim.
– ¿Dónde tienes el coche?
– Un poco más arriba, en la esquina de la calle Dawes.
Jimmy echó a andar y Chuck, que iba tras él, le preguntó:
– ¿Vamos a entrar por la fuerza?
Jimmy asintió con la cabeza y caminó un poco más rápido.
Cuando Sean llegó a la zona del sendero que rodeaba la verja del jardín vallado, hizo un gesto con la cabeza a algunos de los policías que examinaban las flores y la tierra en busca de pistas; sus rostros tensos indicaban que ya se habían enterado de lo sucedido. Cierto aire, que ya había sentido en otros escenarios del crimen a lo largo de los años, saturaba el parque entero; era un aire que llevaba un filo de fatalismo, la aceptación fría y húmeda de la muerte de otra persona.
Al entrar en el parque todos habían tenido la certeza de que estaba muerta; pero aun así, Sean sabía que todos albergaban la esperanza, por pequeña que fuera, de que no lo estuviera. Así iban las cosas: uno se acercaba a la escena del crimen sabiendo la verdad, y hacía todo lo posible por comprobar que estaba equivocado. El año anterior Sean se había ocupado de un caso en el que una pareja había denunciado la desaparición de su bebé. Los medios de comunicación aparecieron por todas partes, ya que se trataba de una pareja blanca y respetable; sin embargo, Sean y los demás policías sabían que la historia de la pareja no era verdad, sabían que el niño estaba muerto incluso cuando consolaban a aquellos dos gilipollas diciéndoles que su bebé estaría bien, y cuando seguían las estúpidas pistas de gente de color sospechosa que habían visto en la zona esa misma mañana. Acabaron encontrando el bebe al anochecer, metido en una bolsa de la aspiradora y embutido en una grieta, bajo las escaleras del sótano. Ese día Sean vio llorar a un policía novato, el pobre crio temblaba apoyado en el coche patrulla, pero los demás polis, aunque indignados, no parecían sorprendidos en Io más mínimo, como si todos hubieran pasado la noche soñando la misma mierda.
Eso es lo que uno se llevaba a casa, a los bares y a los vestuarios de las comisarías o de los cuartelillos: tener que aceptar de mala gana que la gente era una mierda, que la gente era estúpida y rencorosa, a menudo cruel; que cada vez que abrían la boca, mentían, siempre; que cuando alguien desaparecía, sin ningún motivo aparente, a menudo acababan encontrándolo muerto o en un estado mucho peor.
Con frecuencia lo peor no eran las víctimas, al fin y al cabo estaban muertas y ya no seguirían sufriendo. Lo peor eran aquellos que las habían amado y que las habían sobrevivido. A partir de ese momento solían convertirse en muertos vivientes, agotados, con el corazón roto, viviendo como podían lo que les quedaba de vida sin nada más en su interior que sangre y órganos, insensibles al dolor, sin haber aprendido nada, a excepción de que las peores cosas a veces sucedían de verdad.
Como Jimmy Marcus. Sean no sabía cómo coño iba a mirar a aquel tío a la cara y decirle: «Sí, está muerta. Tu hija está muerta, Jimmy. Alguien se la ha llevado para siempre». A Jimmy, que ya había perdido a su primera mujer. «¡Mierda!, ¿sabes qué, Jim? Dios ha dicho que le debías una y ha venido a por ella. Espero que eso te ayude a ver las cosas desde otro punto de vista. Ya nos veremos.»
Sean cruzó el pequeño puente de tablas que atravesaba el barranco y siguió el sendero que conducía a la arboleda circular que, como si de una audiencia pagana se tratara, estaba encarada a la pantalla del autocine. Todo el mundo estaba allí abajo, junto a las escaleras que conducían a una puerta de uno de los lados de la pantalla: Karen Hughes no paraba de hacer fotos con su cámara; Whitey Powers estaba apoyado en la jamba de la puerta, miraba hacia el interior y tomaba notas; el ayudante del médico forense estaba arrodillado junto a Karen Hughes, y un pelotón entero de federales uniformados y de agentes de azul del Departamento de Policía de Boston circulaban en masa por detrás de ellos. Connolly y Souza examinaban algo que había en las escaleras y los jefazos – Frank Krauser, del DPB, y Martin Friel, de los estatales, oficial al mando de Sean- se hallaban de pié bajo la pantalla del escenario, hablando entre sí, con las cabezas muy juntas y algo inclinadas hacía delante.
Si el ayudante del médico forense decía que Katie había muerto en el parque, entonces estaría bajo la jurisdicción del estado, y Sean y Whitey tendrían que ocuparse del caso. La responsabilidad de decírselo a Jimmy recaería sobre Sean. También tendría que llegar a conocer a fondo, hasta llegar a obsesionarse, la vida de la víctima. Asimismo, Sean también sería el encargado de redactar el informe del caso y de hacer creer a la gente, como mínimo, que lo daba por concluido.
Sin embargo, el Departamento de Policía de Boston podía reclamar el caso. Friel era el que tenía autoridad para decidir si les pasaba el caso, no sólo porque el parque estuviera rodeado de terrenos municipales, sino también porque el primer intento de acabar con la vida de la víctima se había producido dentro de la jurisdicción civil. Sean estaba seguro de que ese caso llamaría la atención. Se había perpetrado un homicidio en un parque de la ciudad y, además, habían encontrado a la víctima cerca de un lugar que se estaba convirtiendo a toda velocidad en uno de los puntos más importantes de la cultura local y juvenil de la ciudad. Sin ningún motivo aparente. Sin ningún rastro del asesino, a no ser que se hubiera quitado la vida junto a Katie Marcus, lo cual parecía muy poco probable, ya que él ya se habría enterado. Sería un gran caso para los medios de comunicación, sin lugar a dudas, ya que no había habido casos similares en toda la ciudad en los dos últimos años. ¡Mierda! La prensa llenaría el parque hasta los topes.