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La gente les observaba apila bar las neveras una junto a la otra y abrir camino entre la n1ultitud de la sala de estar y del comedor; Jimmy, que estaba comprensiblemente apagado, se detenía delante de cada uno de los invitados para darles las gracias con una emoción casi efusiva y con un buen apretón de manos; Theo seguía siendo aquel individuo tempestuoso que se regía por las fuerzas de la naturaleza; todos empezaron a comentar lo amigos que se habían hecho a lo largo de los años, al ver cómo se desplazaban a través del cuarto como si fueran un verdadero tándem padre-hijo.

Cuando Jimmy se casó con Annabeth, nadie se lo podría ha ber llegado a imaginar. Por aquel entonces, Theo no era precisamente famoso por su amabilidad. Era un borracho y un alborotador; un hombre que para complementar los ingresos que hacía con el taxi de noche trabajaba como gorila en un lugar peligroso, y realmente disfrutaba con su trabajo. Era sociable y sonreía a menudo, pero esos alegres apretones de manos siempre eran desafiantes, y su forma de reír tenía cierto aire de amenaza.

En cambio, desde que saliera de Deer Island, Jimmy siempre se había comportado de un modo tranquilo y serio. Era amable, pero de forma reservada, y en las reuniones siempre tendía a quedarse en un rincón. Era el tipo de hombre que cuando decía algo, todo el mundo le escuchaba. Debido a que hablaba tan poco, uno acababa por preguntarse cuándo hablaría y, si lo hacía, qué diría.

Theo era divertido, aunque no caía muy simpático. Jimmy caía muy bien, pero no era especialmente divertido. Lo último que la gente se habría podido imaginar es que esos dos se hicieran amigos. Pero ahí estaban: Theo observaba la espalda de Jimmy con mucha atención por si en cualquier momento perdía el equilibrio y hacía falta sostenerle, y así evitar que se diera de bruces en el suelo; de vez en cuando, Jimmy se detenía para decir algo al descomunal nervio que Theo tenía por oreja antes de seguir avanzando entre la multitud. Amigos Íntimos, decía la gente. Eso es lo que parecían, amigos Íntimos.

Como ya se acercaba el mediodía, de hecho, eran las once, la mayoría de la gente que pasaba por la casa llevaba bebidas alcohólicas en vez de café, y carne en lugar de dulces. Cuando el frigorífico estuvo lleno, Jimmy y Theo Savage se fueron a buscar más neveras y más hielo al piso de la tercera planta, el que Val compartía con Chuck, Kevin, y la mujer de Nick, Elaine; ésta vestía de negro, bien porque se considerara viuda hasta que Nick saliera de la cárcel, o porque, según decían algunos, simplemente le gustaba el color negro.

Theo y Jimmy encontraron dos neveras en la despensa de al lado de la secadora y varias bolsas de hielo en el congelador. Llenaron las neveras, tiraron las bolsas de plástico a la basura, y cuando ya estaban saliendo de la cocina Theo exclamó:

– ¡Eh, espera un momento, Jim! Jimmy miró a su suegro.

Theo, señalando una silla, le indicó: -Siéntate.

Jimmy colocó la nevera junto a la silla, se sentó y esperó a que Theo iniciara la conversación. Theo Savage había criado a siete hijos en aquel mismo piso, un pequeño piso de tres habitaciones con suelos inclinados y ruidosas tuberías. Una vez, Theo contó a Jimmy que se imaginaba que eso quería decir que nunca más tendría que disculparse por nada en lo que le quedaba de vida. «Siete hijos -le había dicho a Jimmy-, con sólo dos años de diferencia entre ellos, gritando a todo pulmón en ese piso de mierda. La gente solía hablar de los encantos de la paternidad. Pero cuando yo llegaba a casa del trabajo y oía todo ese ruido, lo único que podía exclamar era: ¡Que me los muestren, joder! Yo nunca le ví el encanto, sólo tuve muchos dolores de cabeza. Muchísimos.»

Jimmy sabía por Annabeth que cuando su padre llegaba a casa para encontrarse con esos dolores de cabeza, sólo se quedaba allí el rato que tardaba en comerse la cena; luego se marchaba de nuevo. y Theo había contado a Jimmy que nunca había perdido muchas horas de sueño por criar a sus hijos. Casi todos habían sido chicos y, según Theo, los chicos eran muy fáciles de criar; si uno les daba de comer, les enseñaba a pelear y a jugar a pelota, lo demás venía solo. Todos los mimos que necesitaban los obtenían de su madre, y sólo buscaban a su padre cuando necesitaban dinero para comprarse un coche o que alguien les pagara la fianza. Era a las hijas a las que uno acababa malcriando, había dicho a Jimmy.

– ¿Es así cómo lo define? -preguntó Annabeth cuando Jimmy se lo contó.

A Jimmy no le habría importado qué tipo de padre había sido Theo si éste no aprovechara cualquier oportunidad para echarles en cara, a él y a Annabeth, lo mal que lo hacían como padres, mientras les decía con una sonrisa y sin ningún ánimo de ofender, faltaría más, que él no permitiría que un hijo suyo siempre se saliera con la suya.

Jimmy a menudo asentía, le daba las gracias y lo pasaba por alto. En aquel momento, mientras Theo se sentaba en una silla delante de él y miraba hacia el suelo, Jimmy descubría de nuevo ese brillo de hombre sabio en sus ojos. Al oír el clamor de pies y de voces procedentes del piso de abajo, le dedicó una triste sonrisa y dijo:

– Parece ser que sólo ves a tu familia y a tus amigos en las bodas y en los velatorios. ¿No es así, Jim?

– Así es -respondió Jimmy, intentando liberarse aún de la sensación que lo acompañaba desde las cuatro de la tarde del día anterior; la sensación de que su verdadero ser se cernía por encima de su cuerpo, flotando por el aire con movimientos algo frenéticos, intentando encontrar un camino de vuelta a su propia piel antes de que se cansara de todo ese aleteo, y cayera, como una piedra, dentro del negruzco centro de la tierra.

Theo apoyó las manos sobre sus rodillas y se quedó mirando a Jimmy hasta que éste alzó la cabeza y le miró a los ojos.

– ¿ Cómo lo llevas por el momento? Jimmy se encogió de hombros y respondió:

– Aún no me lo acabo de creer.

– Cuando lo hagas, será muy doloroso, Jim.

– Ya me lo imagino.

– Muchísimo. Yate lo aseguro yo.

Jimmy volvió a encogerse de hombros y sintió cómo cierto indicio de emoción, ¿ de ira, tal vez?, brotaba desde la mismísima boca de su estómago. Eso era precisamente lo que más necesitaba en ese momento: que Theo Savage le hiciera un discurso apasionado sobre el dolor. ¡Mierda!

Theo, inclinándose hacia delante, prosiguió:

– Cuando se murió mi Janey, y que Dios la bendiga, Jim, tardé seis meses en recuperarme. Mi hermosa mujer estaba aquí y, de repente, al día siguiente había desaparecido -hizo castañetear sus gruesos dedos-. Ese día Dios ganó a un ángel y yo perdí a una santa. Pero, gracias a Dios, los hijos ya eran mayores. Lo que te quiero decir es que pude pasarme seis meses llorando su pérdida. Me pude permitir ese lujo. Sin embargo, Jim, tú no puedes.

Theo se recostó en la silla y Jimmy volvió a notar esa sensación de burbujeo. Hacía más de diez años que Janey Savage había muerto, y Theo le había dado a la botella durante mucho más de seis meses. Más bien fueron dos años. Le había dado a la bebida casi toda la vida, pero cuando Janey murió, aún bebió mucho más. Cuando Janey vivía, le había prestado la misma atención que a un trozo de pan seco.

Jimmy aguantaba a Theo porque no le quedaba más remedio; después de todo, era el padre de su mujer. Visto desde fuera, seguro que parecían amigos. Tal vez Theo pensara que lo fueran. Y la edad había enternecido a Theo hasta tal extremo que amaba a su hija abiertamente y malcriaba a sus nietos. Sin embargo, una cosa era no juzgar a un tipo por sus pecados pasados, y otra muy diferente era tener que aguantar sus canse] os.

– ¿Entiendes lo que te quiero decir? -le preguntó Theo-. Asegúrate de que tu dolor no se convierta en indulgencia, Jim, y de que no te haga abandonar tus responsabilidades familiares.

– Mis responsabilidades familiares -repitió Jimmy.

– Sí, debes cuidar de mi hija y de esas pequeñas niñas. En este momento deben ser lo más importante para ti.

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