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Durante un minuto más o menos, Dave observó a Sean y al sargento Powers, mientras éstos le miraban a él; los tres tenían las cejas alzadas y estaban a la espera.

– ¿Te has enterado de lo de Katie Marcus? -le preguntó Sean.

– Por supuesto -contestó Dave-. Esta misma mañana he estado en su casa y Celeste aún está allí. ¡Santo cielo, Sean! ¿Qué puedo decir? Es el más terrible de los crímenes.

– Lo ha definido muy bien -apuntó el sargento Powers.

– ¿Ya han cogido al responsable? -preguntó Dave.

Se frotó el puño derecho hinchado con la palma de su mano izquierda, y al darse cuenta de lo que estaba haciendo, se inclinó hacia atrás y se metió ambas manos en los bolsillos, intentando parecer tranquilo.

– En ello estamos. No le quepa ninguna duda, señor Boyle.

– ¿Cómo lo lleva Jimmy? -preguntó Sean.

– Es difícil de decir.

Dave miró a Sean, contento de desviar la mirada de la del sargento Powers; había algo en el rostro de aquel hombre que no le gustaba: la forma que tenía de observar, como si pudiera verte las mentiras, todas y cada una de ellas desde la primera que uno había dicho en esta maldita vida.

– Ya sabes cómo es Jimmy -apuntó Dave.

– Realmente, no. Ya no lo sé.

– Bien, aún se lo guarda todo para él -dijo Dave-. No hay forma de adivinar lo que en realidad le pasa por la cabeza.

Sean hizo un gesto de asentimiento y añadió:

– El motivo de nuestra visita, Dave…

– La vi -declaró Dave-. No sé si lo sabíais.

Miró a Sean y éste separó las manos, expectante.

– La noche -prosiguió Dave-, supongo que fue la misma noche en que murió, la vi en el McGills.

Sean y el policia intercambiaron una mirada; luego Sean se inclinó hacia delante y, mirando a Dave con una expresión amistosa, le dijo:

– Sí, bien, Dave, en realidad eso es lo que nos ha traído hasta aquí. Tu nombre aparecía en la lista de gente que se encontraba esa noche en el McGills; nos la facilitó el camarero, que hizo un esfuerzo por recordar lo que había visto. Nos han dicho que Katie montó un buen espectáculo.

Dave asintió con la cabeza y dijo:

– Ella y una amiga suya se pusieron a bailar encima de la barra.

– Iban bastante borrachas, ¿no es verdad? -preguntó el policía.

– Sí, pero…

– Pero ¿qué?

– Era una borrachera inofensiva. Bailaban, pero no se estaban quitando la ropa ni nada de eso. No sé, supongo que con diecinueve años… ¿Entienden lo que les quiero decir?

– El hecho de que tuvieran diecinueve años y que les sirvieran en un bar implica que ese bar pierde el permiso de vender bebidas alcohólicas durante una temporada -dijo el sargento Powers.

– ¿Usted nunca lo hizo?

– ¿El qué?

– ¿Beber antes de los veintiuno?

El sargento Powers sonrió, y la sonrisa se quedó grabada en el cerebro de Dave de la misma forma que lo habían hecho sus ojos, como si cada milímetro de aquel tipo le estuviera escudriñando.

– ¿A qué hora cree que se marchó del McGills, señor Boyle?

Dave se encogió de hombros y respondió:

– A eso de la una.

El sargento Powers lo apuntó en la libreta que sostenía encima de las rodillas.

Dave miró a Sean.

– Sólo intentamos poner los puntos sobre las íes, Dave -aclaró Sean-. Estabas con Stanley Kemp, ¿no es así? ¿Stanley el Gigante?

– Así es.

– A propósito, ¿cómo está? Me han dicho que su hijo contrajo alguna especie de cáncer.

– Leucemia -contestó Dave-. Hará un par de años. Murió a los cuatro años de edad.

– ¡Qué horror! -exclamó Sean-. ¡Mierda! ¡Nunca se sabe! Es como si en un momento dado todo fuera viento en popa, y un minuto después, al doblar la esquina, uno pudiera contraer una extraña enfermedad en el pecho y morir cinco meses después. ¡Este mundo en el que vivimos!

– ¡Este mundo! -asintió Dave-. Sin embargo, Stan está bien, teniendo en cuenta las circunstancias. Tiene un buen trabajo en Edison. Y sigue jugando al croquet todos los martes y jueves por la noche para entrenarse para la Liga del Parque.

– ¿Aún sigue siendo tan malo jugando al ajedrez?

Sean soltó una risita.

– ¡Y mira que llega a darle a los codos! -exclamó Dave con una risa sofocada.

– ¿A qué hora dirías que las chicas se marcharon del bar? -le preguntó Sean, con los ecos de su risa resonando aún en al aire.

– No lo sé -contestó Dave-. Estaba finalizando el partido de los Sox.

– ¿Por qué Sean le había hecho esa pregunta en aquel preciso momento? Podría habérsela hecho de buen principio, pero había intentado tranquilizarle con toda la charla de Stanley el Gigante, ¿o no? O tal vez tan sólo había formulado la pregunta en el instante en que se le había ocurrido. Dave no estaba muy seguro del porqué. ¿Le consideraban sospechoso? ¿Le consideraban sospechoso de la muerte de Katie?

– Y el partido acabó muy tarde -añadió Sean-. En California.

– ¿Eh? Sí, a las once menos veinticinco aproximadamente. Diría que las chicas se marcharon unos quince minutos antes de que yo lo hiciera.

– Digamos que allá a la una menos cuarto -dijo el otro policía.

– Sí, creo que sí.

– ¿Tiene alguna idea de adónde pensaban ir?

Dave negó con la cabeza y contestó:

– Ya no las volví a ver.

– ¿Está seguro?

El bolígrafo del sargento Powers permanecía inmóvil por encima de la libreta que tenía apoyada en las rodillas.

Dave hizo un gesto de asentimiento y respondió:

– Del todo.

El sargento Powers garabateó algo en su libreta; el bolígrafo arañaba el papel como si fuera una pequeña zarpa.

Dave, ¿recuerdas haber visto a un tipo lanzando las llaves a otro?

– ¿Qué?

– A un tipo -repitió Sean, hojeando su propia libreta- llamado, ch…Joe Crosby. Sus amigos intentaron cogerle las llaves del coche. Se las lanzó a uno de ellos. Muy cabreado, ¿sabes? ¿Estabas allí cuando eso sucedió?

– No, ¿Por qué?

– Me parece una historia divertida -afirmó Sean-. Un tipo que intenta que no le quiten las llaves y va y se las tira a uno de ellos. Lógica propia de borracho, ¿no crees?

– Supongo.

– ¿No notaste nada raro esa noche?

– ¿Qué quieres decir?

– Pues, no sé, ¿había alguien en el bar que no mirara a las chicas con simpatía? Ya sabes a los tipos que me refiero: a esos que miran a las chicas jóvenes con una especie de odio oscuro, que aún siguen cabreados por haberse quedado en casa el día del baile del instituto, y que quince años después, se dan cuenta de que su vida sigue siendo una mierda. Esos que miran a las mujeres como si tuvieran la culpa de todo. ¿Sabes a qué tipo de hombres me refiero?

– Sí, claro. He conocido a unos cuantos.

– ¿Esa noche viste a algún tipo así en el bar?

– No. De todas maneras, casi todo el rato estuve mirando el partido, Sean. Hasta que las chicas no se subieron encima de la barra, ni siquiera me había percatado de que estaban allí.

Sean hizo un gesto de asentimiento.

– ¡Un buen partido! -exclamó el sargento Powers.

– Bien -añadió Dave-, contaban con Pedro. Si no llega a ser por su lanzamiento en el octavo, el equipo contrario se hubiera hecho con la pelota para el resto del partido,

– ¡Así es! ¡Realmente se merece el sueldo que gana!

– Es el mejor jugador del momento.

El sargento Powers se volvió hacia Sean y ambos se pusieron en pie a la vez.

– ¿Hemos acabado?

– Sí, señor Boyle. -Estrechó la mano de Dave-. Gracias por su colaboración, señor.

– Encantado de haberles podido ayudar.

– ¡Mierda! -exclamó el sargento Powers-. He olvidado preguntarle algo. ¿Adonde fue al salir del McGills, señor?

Las palabras le salieron de la boca antes de que pudiera detenerlas:

– Volví aquí.

– ¿A casa?

– Sí.

Dave mantuvo la mirada fija y la voz firme.

El sargento Powers abrió la libreta de nuevo y apuntó: «En casa alrdedord de la una y cuarto». Se volvió hacia Dave mientras lo anotaba.

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