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– ¿Por qué tenía que pagarles?

– Pues precisamente para que no la hicieran saltar por los aires contestó Annabeth, y luego bebió otro sorbo de café.

«Esa mujer es muy dura. Quien se meta con ella, lo tiene jodido», pensó de nuevo Sean.

– Entonces -prosiguió Whitey-, su hija salía con él.

Annabeth asintió con la cabeza y añadió:

– Sí, pero no duró mucho. Unos cuantos meses, ¿no es así, Jimmy? Lo dejaron el noviembre pasado.

– ¿Como se lo tomó Bobby? -preguntó Whitey.

Los Marcus volvieron a intercambiar miradas; luego Jimmy dijo:

– Una noche hubo una pelea. Se presentó en casa con su perro guardián, Roman Fallow.

– ¿Y qué paso?

– Que les dejamos bien claro que debían marcharse.

– ¿Les dejamos? ¿A quién se refiere?

– Algunos de mis hermanos viven en el piso de arriba y en el de abajo del nuestro -contestó Annabeth-. Son muy protectores con Katie.

– Los Savage -le explicó Sean a Whitey.

Whitey volvió a dejar el bolígrafo encima de la libreta, se pellizcó el rabillo del ojo con las yemas de los dedos índice y pulgar, y preguntó:

– ¿Los hermanos Savage?

– Sí. ¿Qué hay de malo?

– Con el debido respeto, señora, me preocupa que esto pueda convertirse en algo muy feo. -Whitey ni siquiera alzó la cabeza y empezó a masajearse la nuca-. No tengo ninguna intención de ofenderla, pero…

– Eso es lo que suele decir la gente cuando está a punto de hacer un comentario ofensivo.

Whitey la miró con una sonrisa de sorpresa y remarcó:

– Sus hermanos, tal como ya debe de saber, tienen cierta reputación.

Annabeth, devolviéndole la sonrisa con una de las suyas, tan distantes, respondió:

– Ya sé cómo son mis hermanos, sargento Powers. No hace falta que se ande con rodeos.

– Un amigo mío que trabaja para la Unidad de Delitos Mayores me contó hace unos cuantos meses que O'Donnell armó un lío tremendo porque quería pasarse al negocio de la heroína y al de los préstamos. Y según tengo entendido, esos campos son exclusivamente territorio de los Savage.

– No; en las marismas, no.

– ¿Cómo ha dicho, señora?

– En las marismas, no -repitió Jimmy, con la mano sobre la de su mujer. Le está queriendo decir que no hacen esa mierda en su propio barrio.

– Solo en cualquier otro barrio -insinuó Whitey, y dejó aquellas palabras sobre la mesa durante un momento-, En cualquier caso, eso deja un vacío de poder en las marismas, ¿no es así? Un vacío que puede ser muy rentable. Y eso es precisamente, si no me han informado mal, lo que Bobby O`Donnell ha estado intentando explotar.

– ¿Y?- espetó Jimmy levantándose un poco del asiento.

– ¿Y?

– ¿Y qué tiene esto que ver con mi hija, sargento?

– Tiene mucho que ver -respondió Whitey, mientras extendía los brazos-, Mucho, señor Marcus, porque lo único que necesitaban ambas partes era una pequeña excusa para iniciar la batalla. Y ahora ya la tienen.

Jimmy negó con la cabeza, y una mueca de amargura empezó a aparecerle en las comisuras de los labios.

– ¿O no lo cree así, señor Marcus?

Jimmy alzó la cabeza y contestó:

– Lo que creo, sargento, es que mi barrio va a desaparecer muy pronto. Y la delincuencia desaparecerá con él. Y no será a causa de que los Savage o los O'Donnell o tipos como usted trabajen duramente contra ellos. Sucederá porque los tipos de interés están muy bajos y porque los impuestos de propiedad cada vez son más altos, y porque todo el mundo quiere volver a la ciudad porque los restaurantes de las afueras son una mierda. Y toda esta gente que se está mudando a este barrio no es el tipo de gente que necesitará heroína, ni los bares en cada manzana, ni que se la chupen por diez dólares, la vida les va bien y les gusta su trabajo. Tienen un futuro, planes de inversiones y bonitos coches alemanes. Por lo tanto, cuando vengan a este barrio, y ya lo están haciendo, la delincuencia y la mitad del barrio desaparecerán. Así pues, no me preocuparía mucho de que Bobby O'Donnell y mis cuñados se declarasen la guerra. No quedará nada para repartir.

– De momento, les quedan los derechos -apuntó Whitey.

– ¿De verdad piensa que O'Donnell mató a mi hija? -le preguntó Jimmy.

– Creo que los Savage podrían considerarle sospechoso. Y creo que alguien debería convencerles de que no es así hasta que nosotros hayamos tenido tiempo de llevar a cabo nuestras indagaciones.

Jimmy y Annabeth estaban sentados al otro lado de la mesa y, aunque Sean intentaba leer sus rostros, no pudo conseguir ninguna respuesta.

– Jimmy -dijo Sean-, si no hay demasiados contratiempos, podemos cerrar este caso con rapidez.

– ¿De verdad?le preguntó Jimmy-. Así pues, ¿te tomo la palabra Sean?

– Hazlo, Además, podemos cerrarlo con pulcritud, para que nadie nos pueda echar nada en cara en los tribunales.

– ¿Y cuánto tardarás?

– ¿Cómo dices?

– ¿Cuánto tiempo crees que tardarás en meter al asesino de Katie en la cárcel?

Whitey alzó un brazo y preguntó:

– ¿Está intentando negociar con nosotros, señor Marcus?

– ¿Negociar?

El rostro de Jimmy volvió a tener aquella expresión sin vida tan característica de los convictos.

– SÍ -comentó Whitey-, porque percibo cierto…

– ¿Percibe?

– … aire de amenaza en esta conversación.

– ¿De verdad? -preguntó con inocencia, pero con los ojos todavía inertes.

– Como si nos estuviera poniendo una fecha límite -añadió Whitey.

– El agente Devine acaba de prometerme que encontraría al asesino de mi hija. Sólo le estaba preguntando cuánto tiempo calculaba que tardaría en hacerlo.

– EI agente Devine -puntualizó Whitey- no está al cargo de esta investigación. Soy yo quien lo está. Y les aseguro, señor y señora Marcus, que conseguiremos la máxima pena para quienquiera que cometiera el asesinato. Pero lo último que queremos es que alguien piense que nuestro temor a que las bandas de los Savage y de O'Donnell se declaren la guerra pueda ser utilizado en nuestra contra. Creo que voy a arrestarles a todos por alteración del orden público y a olvidarme de los trámites burocráticos hasta que todo esto haya acabado.

Un par de bedeles pasaron por delante de ellos, bandejas en mano; La comida esponjosa que llevaban sobre las bandejas desprendía un Vapor grisáceo, Sean sentía que el aire estaba cada vez más viciado y que la noche se cerraba su alrededor.

– Bien entonces- dijo Jimmy con una amplia sonrisa.

– Entonces… ¿qué?

– Encuentren al asesino. Yo no interferiré en absoluto.- Se volvió hacia su mujer al tiempo que se ponía en pie y le ofrecía la mano. ¿Cariño?

– Señor Marcus -dijo Whitey.

Jimmy le miró mientras su mujer le cogía la mano y se levantaba.

– En e! piso de abajo hay un agente que les llevará a casa -anunció Whitey, mientras metía la mano en la cartera-. Si se les ocurre cualquier cosa, llámennos.

Jimmy cogió la tarjeta de Whitey y se la guardó en e! bolsillo trasero.

Annabeth parecía mucho menos estable de pie, como si tuviera las piernas repletas de líquido. Apretó la mano de su marido y la suya empalideció.

– Gracias -dijo a Sean y a Whitey en un susurro.

En aquel momento Sean vio cómo los estragos del día empezaban a aparecer en su cuerpo y en su rostro, revistiéndola poco a poco. La violenta luz del techo le iluminó la cara y Sean se imaginó la apariencia que tendría cuando fuera mayor: una mujer atractiva, cicatrizada por una sabiduría que nunca había pedido.

Sean no tenía ni idea de dónde procedían las palabras. Ni siquiera se dio cuenta de que estaba hablando hasta que oyó el sonido de su propia voz entrando en la fría cafetería.

– Intercederemos por ella, señora Marcus. Si les parece bien, así lo haremos.

Por un momento a Annabeth se le arrugó el rostro, y después inspiró aire y asintió repetidas veces, apoyada en su marido y flaqueando ligeramente.

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