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– Sí, señor Devine, muy bien. De acuerdo.

Mientras atravesaban de nuevo la ciudad, Whitey le preguntó:

– ¿De qué va toda esa historia del coche?

– ¿Qué? -preguntó Sean.

– Marcus ha dicho que estuvisteis a punto de subir a no sé qué coche cuando erais pequeños.

– Nosotros… -Sean alargó la mano hacia e! salpicadero y ajustó el espejo lateral hasta que pudo ver con claridad la hilera de faros que brillaban detrás de ellos; borrosos puntos amarillos que rebotaban levemente en la noche, con un trémulo resplandor. – Nosotros… ¡Mierda! Bien, pues había un coche, Jimmy, un niño llamado Dave Boyle y yo, estábamos jugando delante de una casa. Debíamos tener unos once años. Bien, pues ese coche apareció en nuestra calle y se llevó a Dave Boyle.

– ¿Un secuestro?

Sean, sin apartar los ojos de aquellas luces vibrantes y amarillentas, asintió con la cabeza y añadió:

– Los tipos ésos se hicieron pasar por polis. Convencieron a Dave para que subiera al coche. Ni Jimmy ni yo subimos. A él lo retuvieron durante cuatro días. Después consiguió escapar y ahora vive en las marismas.

– ¿Llegaron a pillar a esos tíos?

– Uno de ellos murió, y al otro lo trincaron un año más tarde; se ahorcó en su propia celda.

– ¡Tío! -dijo Whitey-. Ojalá hubiera una isla, ¿sabes? Como en aquella vieja película de Steve McQueen en la que se hace pasar por francés y que todo el mundo tiene acento menos él. Es sólo Steve McQueen con un nombre francés. Al final salta por el acantilado con una balsa hecha de cocos. ¿La has visto alguna vez?

– No.

– Es una buena película. Si hubiera una isla sólo para violadores de niños y para los que se aprovechan de los más débiles, en la que les lanzaran comida desde el aire unas cuantas veces por semana, y en la que minaran toda el agua de los alrededores, nadie se escaparía. ¿Qué os han declarado culpables de un delito por primera vez? Pues que os jodan, porque vais a cumplir cadena perpetua en la isla. Lo sentimos mucho chicos, pero no podemos correr el riesgo de que envenenéis a nadie más. Porque es una enfermedad contagiosa, ¿sabes? Uno la contrae porque otra persona se la pasó. Entonces uno va y se la pasa a otro, como si de la lepra se tratara. Supongo que si les lleváramos a esa isla habría menos posibilidades de que contagiaran a otras personas. Cada generación, habría unos cuantos menos. Al cabo de unos cuantos cientos de años, podríamos convertir la isla en un Club Mediterranée o algo así-. Los niños oirían historias de esos tipos raros con la misma naturalidad que las que ahora les cuentan de fantasmas, como si fuera algo de lo que, no sé, de lo que ya nos hubiéramos desprendido a causa de la evolución de la especie.

– ¡Caramba sargento, que filosófico se ha vuelto de repente!- exclamó Sean.

Whitey hizo una mueca y subió por la rampa de la autopista.

– A su amigo Marcus -dijo Whitey- tan pronto como le puse los ojos encima supe que había estado en la cárcel. Nunca se liberan de esa tensión, ¿sabes? A menudo es una tensión que se les pone en los hombros. Si uno se pasa dos años vigilándose la espalda, cada segundo de todos esos días, la tensión se ha de notar en alguna parte.

– Acaba de perder a su hija, hombre. Tal vez sea eso lo que le haga tensar tanto los hombros.

Whitey negó con la cabeza y replicó:

– No. Eso le provoca nervios en el estómago. ¿No te has dado cuenta de que no paraba de hacer muecas? Era debido a que esa pérdida se le había aposentado en el estómago y se le estaba volviendo ácida. Lo he visto un millón de veces. Sin embargo, la tensión de los hombros es consecuencia de la cárcel.

Sean apartó la mirada del espejo retrovisor y, durante un rato, estuvo observando las luces del otro lado de la autopista. Iban hacia ellos como ojos bala, y corrían a gran velocidad como las líneas borrosas de la misma autopista, desdibujándose y formando un todo. Sentía el peso de la ciudad a su alrededor: los rascacielos, las viviendas, los altos edificios de oficinas y los aparcamientos, los estadios, las salas de fiesta y Ias iglesias; sabía que si una de esas luces se apagaba, nada cambiaría, y que si aparecía un nuevo halo de luz, nadie notaría la diferencia. Sin embargo, latían, brillaban, relucían, resplandecían y se te quedaban mirando, tal y como les estaba pasando en ese mismo momento: miraban fijamente a sus propias luces, a medida que avanzaban a toda prisa por la autopista, tan sólo un par más de luces amarillas y rojas que se desplazaban entre un torrente de otras luces, también amarillas y rojas, que avanzaban a toda velocidad a través de un crepúsculo ordinario de domingo.

– ¿Hacia dónde iban?

– Hacia las luces apagadas, tonto. Hacia los cristales rotos.

Después de medianoche, cuando Annabeth y las chicas se fueron finalmente a dormir y después de que Celeste, la prima de Annabeth, que había ido a verles tan pronto como se había enterado, se quedara medio dormida en el sofá, Jimmy fue al piso de abajo y se sentó en el porche delantero del edificio de tres plantas que compartían con los hermanos Savage

Se IIevó con él el guante de Sean e intentó ponérselo a pesar de que el dedo pulgar no le cabía y de que la base del guante sólo le entraba hasta la mitad de la palma de la mano, Se sentó y contempló los cuatro carriles de la avenida Buckingham; lanzó la pelota contra la cincha del guante, y el suave sonido que hizo al golpear contra el cuero le tranquilizó.

A Jimmy siempre le había gustado sentarse allí fuera de noche. Las tiendas que se alineaban a lo largo de la avenida estaban cerradas y prácticamente a oscuras. De noche, se hacía un silencio en una zona en la que de día, había una gran actividad comercial; era un silencio diferente a cualquier otro. El ruido que a menudo reinaba durante el día no desaparecía del todo, sino que tan sólo era absorbido y retenido, como si de un par de pulmones se tratara, a la espera de ser expulsado de nuevo. Confiaba en aquel silencio, y le alegraba, ya que anticipaba el regreso del ruido, aunque lo mantuviera cautivo, Jimmy no se podía imaginar viviendo en el campo, donde el silencio era el ruido, y donde el silencio era delicado y se desvanecía con tan sólo tocarlo.

Sin embargo, le gustaba ese silencio, esa bulliciosa tranquilidad. Hasta entonces, la noche le había parecido muy ruidosa y muy intensa a causa de las voces y de los lloros de su esposa e hijas. Sean Devine había enviado a dos detectives, Brackett y Rosenthal, para que examinaran el dormitorio de Katie. Mantenían la mirada baja y se sentían incómodos; además, no paraban de susurrar disculpas a Jimmy, mientras inspeccionaban los cajones, el colchón y el hueco de debajo de la cama. Jimmy tan solo deseaba que lo hicieran lo más rápido posible y que no le dijeran nada. Al final, no encontraron nada extraño, a excepción de setecientos dólares en billetes nuevos en el cajón de los calcetines de Katie. Se los mostraron a Jimmy junto con su cartilla del banco -en la que habían estampado ANULADA-, pues habían sacado todo el dinero el viernes por la tarde.

Jimmy no supo qué responderles a aquello. Para él también fue una sorpresa. Pero en vista de todas las demás sorpresas del día, le afectó muy poco. No hizo más que aumentar su embotamiento.

Podríamos matarle.

Val apareció en el porche y entregó una cerveza a Jimmy. Se sentó junto a él, con los pies descalzos sobre los escalones

– ¿O´Donnell?

Val asintió con la cabeza y declaro

·-Me gustaría hacerlo, ¿sabes, Jim?

– ¿Crees que fue él el que mató a Katie?

Val hizo un gesto de asentimiento y apuntó:

– Si no fue él, contrató a alguien para que lo hiciera, ¿no crees? Las amigas de Katie son de la misma opinión. Me han dicho que Roman se les acercó en uno de los bares en los que estuvieron y que amenazó a Katie.

– ¿Amenazó?

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