Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Sí, sí, claro -contestó el tipo y nada más soltarla golpeó el césped con un ruido sordo.

Sean se percató de que Connolly empezaba a moverse a su izquierda, dispuesto a precipitarse hacia el tipo, y extendiendo la mano y sin apartar la mirada de él, le preguntó:

– ¿Cómo te llamas?

– ¿Eh? Kent.

– ¿Qué tal, Kent? Soy Devine, policía estatal. Desearía que dieras dos pasos atrás y te alejaras del arma.

– ¿Del arma?

– De la espada, Kent. Haz dos pasos atrás. ¿Cómo te apellidas?

– Brewer -respondió, y se echó hacia atrás, con las palmas de la mano hacia arriba y extendidas como si estuviera convencido de que en cualquier momento iban a sacar las cuatro Glocks a la vez y le iban a disparar.

Sean sonrió, le hizo un gesto de asentimiento a Whitey, y preguntó:

– ¡Eh, Kent! ¿Qué es lo que estabas haciendo? A mí me pareció alguna clase de ballet -se encogió de hombros-. Sí, claro, con una espada, pero…

Kent vio que Whitey se agachaba junto a la espada y que la cogía con suavidad por la empuñadura con un pañuelo.

– Kendo.

– ¿Y eso qué es, Kent?

– Kendo -repitió Kent-. Es un arte marcial. Voy a clases los martes y los jueves y practico por las mañanas. Sólo estaba practicando. Eso es todo.

Connolly soltó un suspiro.

Souza miró a Connolly y le dijo:

– ¿Te quieres quedar conmigo?

Whitey extendió la espada para que Sean viera el filo. Estaba engrasado, resplandeciente y tan limpio que podría haber salido de fábrica.

– ¡Mira! -Whitey deslizó el filo por encima de la palma de su mano-. He tenido cucharas más afiladas.

– Nunca la he hecho afilar -declaró Kent.

Sean, que volvió a sentir en el cráneo el pájaro estridente, le preguntó:

– ¿Kent, cuánto tiempo llevas aquí?

Kent observó el aparcamiento que había a unos cien metros detrás de ellos y respondió:

– Unos quince minutos, como mucho. ¿De qué va todo esto?

Por el tono de voz se notaba que iba recuperando la confianza y que estaba un poco indignado-. Practicar kendo en un parque público no es ilegal, ¿verdad, agente?

– No. Sin embargo, estamos haciendo todo lo posible para que lo sea -contestó Whitey-. Y haz el favor de llamarme «sargento», Kent.

– ¿Puede justificar dónde se encontraba ayer por la noche y esta madrugada? -le preguntó Sean.

Kent parecía nervioso de nuevo, como si se esforzara por comprender, y contenía la respiración. Cerró los ojos un momento, expulsó aire y contestó:

– Sí, sí, ayer por la noche estaba… estaba en una fiesta con unos amigos. Regresé a casa con mi novia y nos fuimos a dormir a eso de las tres de la madrugada. Esta mañana he tomado café con ella y después he venido aquí.

Sean se pellizcó la nariz, asintió con la cabeza y añadió:

– Vamos a confiscarte la espada, Kent, y no estaría de más que fueras al cuartelillo con uno de los agentes y respondieras a unas preguntas.

– ¿ Al cuartelillo?

– A la comisaría de policía -aclaró Sean-. Lo que pasa es que nosotros la llamamos de otra manera.

– ¿Por qué?

– Kent, ¿estás de acuerdo en ir allí con uno de los agentes?

– Sí, sí, claro.

Sean miró a Whitey y éste hizo una mueca. Sabían que Kent estaba demasiado asustado para decir algo que no fuera la verdad, y sabían que los forenses no encontrarían nada sospechoso en la espada, pero tenían que examinar todas las posibilidades y redactar un informe de seguimiento hasta que el papeleo sobre sus escritorios se asemejara a un desfile de carrozas.

– Voy a obtener el cinturón negro -declaró Kent.

Se dieron la vuelta, le miraron y dijeron:

– ¿Qué?

– El sábado -añadió Kent, con la cara brillante por las gotas de sudor. He tardado tres años en conseguirlo; ésa es la razón por la que he venido aquí esta mañana: para asegurarme de que estaba en plena forma.

– ¡Aja! ·-exclamó Sean.

– ¡Eh, Kent! – dijo Whitey, y Kent le sonrió- No lo digo por nada, pero ¿a quien coño le importa?

Cuando llegó el momento en que Nadine y los demás niños empezaron a salir en tropel por la puerta trasera de la iglesia, Jimmy estaba más preocupado que cabreado con Katie. Aunque le gustara salir por la noche e ir con chicos que él no conocía, Katie no era el tipo de persona que tuviera por costumbre dejar plantadas a sus hermanastras. Ellas la adoraban y ella, a su vez, las idolatraba: las llevaba al cine, a patinar y a comer helados. Últimamente las había estado animando a que fueran al desfile del domingo siguiente y se comportaba como si el Día de Buckingham fuera una fiesta estatal como San Patricio y las navidades. El miércoles por la noche había regresado temprano a casa y se las había llevado al piso de arriba para que eligieran lo que se iban a poner; hicieron una especie de ensayo; ella se sentó en la cama y las chicas entraban y salían de la habitación como si fueran modelos en una pasarela; además, le hacían preguntas sobre el pelo, los ojos y la forma de andar. Por supuesto, la habitación que compartían las dos chicas se convirtió en un ciclón de ropa descartada, pero a Jimmy no le importaba, ya que Katie estaba ayudando a las chicas a celebrar un acontecimiento; en cierta manera estaba usando los trucos que él mismo le había enseñado para conseguir que la cosa más insignificante se convirtiera en algo importante y único.

Entonces, ¿por qué no había asistido a la Primera Comunión de Nadine?

Tal vez se hubiera liado con alguien dotado de dimensiones legendarias. O quizá hubiera conocido de verdad a un tipo con pinta de estrella de cine y con actitud condescendiente. O a lo mejor tan sólo se le había olvidado.

Jimmy se levantó del banco de la iglesia y echó a andar por el pasillo con Annabeth y Sara; Annabeth le apretaba la mano y adivinaba qué había detrás de aquella mandíbula tensa y de la mirada distante.

– Estoy segura de que se encuentra bien. Es probable que tenga resaca, pero no hay duda de que está bien.

Jimmy sonrió, asintió con la cabeza y le devolvió el apretón de manos. Annabeth, con su habilidad de ver a través de él, con sus oportunos apretones de manos y con su tierno pragmatismo era la base, sencilla y simple, en que se apoya ha.Jimmy. Él la consideraba esposa, madre, la mejor amiga, hermana, amante y consejera. Jimmy tenía la certeza de que sin ella habría acabado volviendo a Deer Island, o mucho peor, a alguna cárcel de máxima seguridad como las de Nolfolk o Cedar Junction, cumpliendo duras condenas mientras se le pudrían los dientes.

Conoció a Annabeth un año después de que le soltaran y cuando aún le quedaban dos años de libertad condicional; para entonces, su relación con Katie había empezado a cuajar, y a gran velocidad. Parecía haberse acostumbrado a que él estuviera en casa cada día; se mostraba cautelosa y tranquila, pero cariñosa, y Jimmy se había habituado a estar siempre agotado, cansado de trabajar diez horas al día y de ir corriendo por toda la ciudad para recoger a Katie o dejarla en casa de su madre, en la escuela o en la guardería. Estaba cansado y asustado; ésas eran las dos constantes de su vida por aquel entonces, y después de un tiempo daba por hecho que siempre lo serían. Ya se despertaba con miedo: miedo de que Katie se hubiera dado la vuelta en la cama y se ahogara a medianoche, miedo a que la economía continuara en esa época de recesión y llegara a perder el empleo, miedo a que Katie se cayera de los columpios del colegio en la hora del patio, miedo;l que ella necesitara algo que él no pudiera darle, miedo a que aquella vida de constante miedo, amor y cansancio nunca acabase.

Jimmy llevaba consigo ese cansancio el día que entró en la iglesia para asistir a la boda de uno de los hermanos de Annabeth, Val Savage y de Terese Hickey; tanto el novio como la novia eran feos, bajitos y tenían mal carácter. Jimmy se los imaginaba con cachorros en vez de hijos, criando un montón de bolas indistinguibles, llenas de rabia y con la nariz chata, que rebotarían arriba y abajo de la avenida Buckingham durante el resto de sus vidas, incendiando todo lo que se interpusiera en su camino. Val había sido empleado de Jimmy en la época en que este había tenido empleados, y Val le estaba agradecido por haber aceptado una baja de dos años y una suspensión de empleo de tres años en nombre de toda la plantilla, cuando todo el mundo sabía que Jimmy podría haber hecho reducción de personal y haberse evitado algunos problemas. Val, que era un hombre de constitución pequeña y con un cerebro diminuto, habría idolatrado a Jimmy de modo incondicional si éste no se hubiera casado con una mujer que no sólo procedía de Puerto Rico, sino que además vivía en otro barrio.

26
{"b":"110196","o":1}